martes, 21 de diciembre de 2010

Caminando sobre nieve

Hace años atrás, varios años, pasamos una Nochebuena en la Posta Central. Debo reconocer que mis recuerdos no son del todo claros, éramos chicos y como siempre antes de partir a misa, esperábamos en el auto mientras alguno de mis papás se devolvía a la casa porque se le había "olvidado" algo. Casi siempre era la vela para llevar a la iglesia, la estrella del pesebre o el niñito Dios que había que bendecir.

Todos los años la misma historia. Salvo que en esa Navidad mi mamá, -cuidadosa de borrar sus pasos al sacar de su escondite los regalos- apagó las luces de la casa sin haber bajado del segundo piso. Consecuencia: un navideño porrazo por las escaleras, que por suerte se tradujo solo en una esguince, roja e hinchada como los adornos del arbolito de Pascua. Y como si quisiera competir con las luces de las calles, aquella Misa del Gallo tuve que ver como la pobre se volvía intermitente y se ponía blanca, verde y roja soportando estoica el dolor, mientras el curita una vez más narraba el episodio del pesebre y del parto mariano.

Salimos de misa y como de costumbre mi hermano y yo, pajarones y excitados, confundíamos los aviones con la estrella de Belén y el trineo del Viejo Pascuero. Como siempre, todo era una amalgama festiva en la cabeza y aún cuando esa noche hayamos desviado la ruta antes de volver a casa, sabíamos que a la vuelta el gordo pascuero habría traído nuestros regalos. Quizás por eso el rato en la Posta pasó tan rápido, porque a la vuelta estarían los regalos.

Ahora me pregunto cuál será el regalo que voy a recibir este año. De la misma manera que mi mamá en esa noche pasada, hoy camino patuleco sobre las calles enceradas de nieve, pisando doble para aprender a marchar sobre un terreno desconocido, sobre la pátina blanca que trata de multiplicar la esquiva luz del invierno del Norte. Sobre esta alfombra resbalosa, pero elegante que es como mi vida. Ahora que recuerdo esas Navidades calurosas del sur donde los adultos hacen acrobacias para sorprender a los hijos, donde la mentira de "se me quedaron las velas" era una carrera para sacar todos los paquetes que multiplican los colores del pesebre.

Yo fui conociendo la verdad de a poco. Como cuando el saco de regalos tenía una nota del Viejo Pascuero que, con una letra sospechosamente parecida a la de mi vieja, agradecía el sandwich y Coca Cola que le dejamos pensando en su cansancio. O como cuando mis papás aceptaron que cada uno pintara el pesebre a su gusto, porque no había una sola versión de las cosas, y Alvaro tiñó de negro a Baltasar, tan negro y con los ojos tan blancos, que ahora mira de lado para no asustar a las visitas.

Hoy, que comprendo cada vez más la verdad, renuevo mi creencia en un Dios que viene, donde creo en un Jesús que nace de nuevo, y frente al cual solo espero revivir sin demasiada melancolía ese verso del Tamborilero, ese que habla sobre el camino que lleva a Belén, que baja hasta el valle que la nieve cubrió. En la Posta Central no tenía como entender nada de eso, chorreando Navidades con las primeras sandías del verano. Tan distinto al día de hoy, que tengo nieve en mi puerta, en mi ventana, en mi cabeza y en los ojos que se apropian del mundo. Pienso entonces que la misma actitud humilde del villancico será mi consigna.

A todos los que quiero, no les tengo grandes regalos, solo el rumor del tambor que llevo dentro y que -así como me permito ser sentimental y barroco en estas líneas- suena junto al misterio de un Niño que nace y que dando sus primeros pasos sobre nieve, me acompaña en la vida maravillosa. Blanca como la inocencia de quien se deja sorprender, camino sobre nieve para celebrar con deseos, nostalgias, alegrías renovadas y sobre todo esperanza.

Feliz Navidad para todos.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Juegos de identidad

Al principio, las primeras veces donde debía presentarme en público, solía decir justo después de mi nombre, que yo era chileno. Era la mejor manera de excusarme de la mala pronunciación y delirante gramática del francés que seguiría a continuación. Pensaba que era mucho mejor advertir al auditorio sobre mi hispanofonía, anunciar mis dificultades para articular 16 vocales cuando a mí me habían enseñado en la escuela que sólo existían 5.

Eso, hasta que unos días después (a la salida de un auditorio) una compañera francesa -con las mejores intenciones, eso no lo dudo- me preguntó si era verdad que siempre bailábamos salsa en todas las fiestas. Esa misma noche, saliendo a comer pituco a un lugarcito en mitad del barrio marica, una cola vieja que se quería hacer la simpática me preguntó si acaso mis chilenos padres vivían también en las montañas, porque la señora del aseo de su oficina era una peruana analfabeta cuyo semblante serrano tenía el color de mi piel y mis ojos achinados al reir. ¡Demasiadas brutalidades para un solo día!

Siento decirlo, pero viviendo en una ciudad como esta, la cual Wikipedia describe como una capital global, hay veces donde se pueden recibir grandes decepciones identitarias. Porque no es lo mismo turistear que tratar de armar una vida como extranjero. Y puedo explicar lo que pasó sabiendo que los parisinos tienen su propia ensalada identitaria con la inmigración de Europa del Este, África y el Magreb. Con los argelinos que son una herida abierta sobre la brutalidad colonial. En ese contexto, inútil era explicar entonces que la parte tropical y bailarina de Latinoamérica termina varios paralelos arriba de Arica. No tenía sentido señalar que en verdad yo había aprendido a improvisar la cumbia de Pachuco, o que Perú tiene costa, o que ostenta premios Nobel de literatura, igual que mi país, que de hilachento y lejano desaparece aun de los mapas museo del Virreinato español. Chile para ambos cristianos (y otros más que conocí después) tenía la misma fama efímera que los mineros desenterrados o los adobes desarmados de cada terremoto.

En circunstancias como esa, se hace patente entonces mi propia identidad nativa. Una que se enoja al principio cuando el otro no tiene referencia alguna a aquello que me define. Cuando una pregunta literalmente "desubicada" borra en una frase mi geografía rocosa, mi océano cautivador y terrible, mi desierto florido, mis selvas heladas del sur, mis volcanes dibujados de niño, mis veranos de sandía o mis inviernos anegados de Santiago. Cuando el desconocimiento de mi identidad pasa por encima de la tonada y la cueca que llevé tan escondida durante tanto tiempo. Cuando esta ignorancia me obliga a explicar que mis tías campesinas no usan faldas arrepolladas y un canasto de frutas en la cabeza. Cuando el no saber olvida que al igual que en estas latitudes yo aprendí de religiones colgándome un rosario, haciendo penitencia, mojándome la frente en agua bendita para limpiarme los pecados o aguantando las letanías llenas de velas en Pascua de Resurrección.

Una opción primera era pararme en la hilacha para ilustrar la ignorancia ajena con la arquitectura colonial de mis recuerdos. Seguramente olvidaría en la pasada mencionar que vengo de un país con una segregación social enorme (rasgo que también compartimos con la Francia moderna), donde las colas se mezclan casi nada entre ellas, o donde ignoramos demasiado sobre muchas partes del mundo. ¿O acaso no es cierto que muchos entre nosotros cometería los mismos errores que dije en un principio, si nos presentaran un azerí, un kazajo, un usbeko o un iughur? ¿Muchos no comproboríamos nuestro despite si un punjabí de la India nos dijera que es musulmán? ¿Acaso no fuimos casi todos los que crecimos pensando que todos los chinos se alimentaban de los vapores vegetales de la comida de Cantón?

La segunda opción, creo, parte precisamente de estas preguntas que hacen evidente los juegos de identidad. Asumir que nuestro mapa del mundo siempre está incompleto, y que lo que damos por cierto se pone en perspectiva siempre que estamos fuera de nuestras referencias. Esa suele ser la principal lección que describen todos los que viven fuera. No se trata de aguar el romanticismo de París contando que aquí nadie se espanta si ve un ratón en el supermercado (lo comprobé con mis propios ojos), ni de hacer una apología del pulcro y sin mear metro de Santiago, o desconocer las bondades de este país por añorar el orgánico desorden del campo chileno. No, el asunto se trata de hacer evidente eso que decía Goffman, en cuanto la vida es un teatro donde somos actores que interpretan diferentes roles según la obra.

Acá ser latinoamericano es sinónimo de salsa, se empeñen o no los charangos que tocan todas las mañanas en Strasbourg-Saint Denis. Ser latinoamericano es equivalente a dictaduras ochenteras, pero también a la alegría, al rubor que produce en otros nuestra costumbre de abrazar a la primera: en eso en Chile no se parece un pelo a la idea de la Suiza de América, es otro pueblo más acostumbrado a criticar con voz bajita y hacer amigos invitando a comer en casa.

De ahora en adelante, en el juego exótico del investigador cola instalado en una École parisina, no enfatizaré que vengo de una sociedad donde Internet se usa cien veces más que acá, donde el reggaetón está pasando de moda, o donde el recuerdo del manjar blanco nos abruma el paladar, tanto como para no aprender nada de las sutilezas de la cocina de esta sociedad. No me defenderé con chauvinismos. No, lo mejor será dejarse llevar y asumir el papel del extranjero que -desvestido de todo ropaje entre medio de personas que no saben cómo me visto- está dispuesto a aprender lo esencial de la convivencia humana, adaptando necesidades al idioma local y recordando que las posibilidades de aprender van con uno, porque no dependen de la ciudad que habite, sino de la disposición histriónica a interpretar un personaje que hasta ahora no conocía.

Y porque estoy en una sociedad libertariamente ortodoxa, debo recordar que no es la primera vez que interpreto una canción donde me representan de una manera no muy cristiana.

martes, 30 de noviembre de 2010

Homosexualidad al debe

Así como la propia vida, todos los espacios, todos los lugares también tienen sus tiempos de gala, sus días de brillo y luminosidad. Ya lo decía Bachelard en su libro de la "Poética del Espacio", la geometría no es solo un argumento físico para caracterizar el mundo, también es una herramienta para medir la memoria y todas las cosas que son representadas al interior de la intimidad.

Una intimidad que separa adentro de afuera todo el tiempo, de una manera dialéctica. Y así como el baño de una casa es el lugar más íntimo de la misma (donde estamos a solas con nuestro cuerpo), también puede formar parte de nuestra intimidad aquel salón de baile, ese edificio grande que conoció los esplendores burgueses, o esa simple habitación entablada de un arrabal que destinamos para celebrar la vida con esas fiestas que invitan a otros. Y sea cual sea la condición de la pieza, siempre tuvo momentos históricos, tiempos engalanados que esperaban una fiesta, donde llegaron parejas a buscarse en el lujo colorido de un momento o donde hubo algún eunuco que pasó horas enteras adornando las paredes para hacerlo resplandecer. En el salón de cada uno, donde hubo también bautizos, matrimonios, competencias de tango o algún vals drogado.

Así pasa también con nuestra masculinidad, señores colizas que leen esto junto conmigo. Es nuestro ser hombres, un salón donde debemos volver a celebrar vida. Y es que en el arte de abrir la puerta de nuestro clóset antiguo, en el arte de dominar las manos para que no se nos quiebre la muñeca, en el paso redoblado que debemos caminar para recuperar la calle y aún en la refriega garabatera que se nos instala en el lenguaje para descalificar a las colas pobres, se nos vació la fiesta por un instante y olvidamos que ese lugar vacío sigue estando ahí.

Para algunos afortunados sentir que encuentran el acomodo de su género puede ser un momento pasajero, pero para otros, las certezas de la vida anhelada se convierten en un prófugo al cual se puede buscar por años. Un fantasma que pena dentro de la intimidad de nuestro salón interno. Aún cuando nuestra libertad nos permita cambiar de sexo. Porque así todo, en nuestra identidad hay un espacio grande que fue elaborado por un albañil hombre. Da lo mismo si no son más que cuatro palos nobles para sostener nuestras murallas, o si son todo un juego de columnas de pulido burgués para soportar el peso de nuestra propia estructura. Hay una cavidad lista para la vida que de no rehabilitarla será como un cementerio que se abandonó siguiendo la ilusión de la la parranda que parece estar afuera.

Si no la intencionamos, la pregunta por la masculinidad y su espacio en el espíritu quedan pendientes. Sucumben ante las jerarquías que nos impiden hablar de "corazón" para no parecer almacenera. Desaparecen detrás del caballo desbocado de la sexualidad que se creyó reprimida. O solo se conforman en resignificar las relaciones de poder que nos separan de las mujeres: de las amigas, de las lelas, de las locas y aún de la mina que llevamos dentro.

¿Cuál es entonces aquel discurso que persiste? ¿Cuál es el tipo de hombre que queremos representar? No hablando de modales por cierto, sino del ánimus, del viejo sabio que -como diría Jung- completa una de las dimensiones de nuestra vida de luces y sombras. ¿Cómo honramos al padre en nuestro discurso, en nuestras elecciones de todos los días, en la manera de vivir en una sociedad ordenada por sexos?

A veces miro mi propio salón vacío y siento ganas de hacer fiesta otra vez. Otras veces miro dentro de muchos compañeros que me enojan con su ligereza. Con su idea que todos somos colas por culpa de una madre que parecía mariscal o por causa de algún hombre que nos penetró de pendejos. Con su manera de pensar al final nos deja en un limbo de indefinición sexual, que no nos deja pensar desde la hombría, que nos sitúa en una posición de poder extraña. Como si ser cola nos limitara el falo, nos alejara de las ceremonias de la gallardía. Como si eso hiciera más penca nuestro salón de baile interno, desconociendo las fiestas que nos organizaron o los amores que nos prohibieron pero que igual conquistamos al compás. Porque aunque lo neguemos, asumir nuestra hombría no es sencillo, porque se trata invitar genuinamente a los demás, como al principio de nuestra historia, cuando fueron tantos y tantas los que con sus estímulos, sus palabras y sus correcciones nos enseñaron a ser niños, nos dijeron cómo ser varones.

Esto no es una cosa de cultivar la testosterona, como dijiera en alguna ocasión el rehabilitado Villouta; completar verdaderamente la homosexualidad de un hombre -independiente la apariencia que se escoja- se trata de recuperar un amor primario que nos diseñó de una forma, e invitar también al nuevo amor que buscamos solos, al nuevo arreglo para la pieza vieja, que a pesar que haya veces donde nos parezca ajena, nunca dejará de formar parte de la geometría de nuestra memoria.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Las cortinas de mi casa

Tengo casa nueva. Otra más en el itinerario sin fin de mudanzas que espero tener a lo largo de la vida. Y yo, que soy un coleccionista de cosas, de tanto en tanto tengo que empacarlas y darme la lata de acarrearlas de un lado para el otro. Hubo veces que cupieron en un camión, pero ahora sólo llegaron aquellas que se enrollaron dentro de una maleta.

A pesar de esta aparente liviandad, hay bienes que me parecen indeclinables para la vida moderna en una ciudad. No me refiero a la salvaje intimidad de mi mp3 que me salva de los empujones del metro; tampoco a las ollas y sartenes que me sirven para cocinar recuerdos nuevos. No. Cuando se habita en un departamento como en nuestro, al aguaite de innumerables vecinos indiscretos, se necesitan un par de cortinas para preservar la intimidad.

Intimidad que se compone en mi caso, de los tiempos donde decido comer, dormir, la postura corporal que adopto frente al computador, las acrobacias con mi pareja, o los pasitos de baile que suelo dar automáticamente cuando hago el aseo. Movimientos que muchas veces me permito solo de noche... Es por eso que habiendo desarmado la maleta, habiendo hecho toda la parafernalia de colgar los cuadros y acomodar los cojines -artefactos que transforman un cubo blanco en un hogar- se vuelve imperiosa la necesidad de tejer un género que tape las ventanas, que se abra y se cierre a voluntad, que enmascaren convenientemente nuestra casa para que no sea una vitrina más del barrio.

No dejo de recordar -ahora último que he estado tan nostálgico- las innumerables cortinas de la casa de mis papás. Repasando las fotos de aquel tiempo maipucino me doy cuenta que las hubo de tantos colores y texturas como la ropa de mi madre. Y cómo no me voy a acordar. Durante el tiempo que fui el más alto de mi familia (gracias Álvaro!) me tocaba la ingrata tarea de colgar y descolgar kilos y kilos de material delante de las ventanas. Que si cambiaba la pintura de los muros, que si se aproximaba una gran fiesta, que si era verano y tenía que entrar más luz, que si hacía frio y había que cuidar a la vieja con género aislante. Había tantas cortinas como para envolver la casa entera y algunas más a lo largo de la manzana.

Sin duda debo agradecer a mi madre por enseñarme parte de este arte del buen vivir. Y qué ganas me dan de haberme traído uno de esos retazos que tantas veces regaló. Ahora que me hacen tanta falta. Ahora que salen tan caras. Ahora que necesito de partes de mi pasado para proteger mi intimidad cuestionada por las nuevas teorías, por la experiencia de estar lejos de las miradas (proyectadas por cierto) de la sanción a la diferencia que se sufre en Chile. Ahora que estoy expuesto a la mirada de tantos de tantos extraños que bien pueden evaluarme como parte de un zoológico.

¿Es acaso esto verdad o es solo una nueva problemática de mi orden doméstico? ¿Es siempre verdadero lo de casa nueva-vida nueva? Sospecho más bien que cambiar la casa colgando cortinas nuevas o combinarlas con las estaciones no es sino un dispositivo de ruptura, una pausa en la continuidad de la vida, una forma de enmarcar diferente la vista que permanece igual fuera de la casa, pero también dentro de ella. ¿Porque no es acaso verdad que las cortinas transforman un lugar en una casa y no una vitrina?

Acá en Francia discuten sobre la naturaleza del velo sobre las personas. En Chile también. Nicole Claude-Mathieu dice acá que la tela que cuelga sobre la cabeza es símbolo de sumisión ante el rígido sombrero o el casco guerrero de la hegemonía del hombre. Yo más bien soy de la postura que prohibirlo es hacer uso de una fuerza brutal por parte del Estado y del pensamiento occidental. ¿Qué pasa si yo quiero cubrir mis pensamientos, como una manera de preservar una identidad, un color propio y no solamente porque tenga miedo de ser visto?

Porque hay una cosa que es cierta, para abrir las ventanas al mundo hay que correr las cortinas. Y para abrigar el mundo interior muchas veces hay que cerrarlas. Si no las ventanas siempre estarían abiertas para las viejas sapas o el vigilante cahuinero. Las cortinas son como el telón que marcan el inicio y el término de una escena. Y en el teatro que estoy viviendo la gracia es saber cubrir y descubrir la intimidad a favor del viento fresco, el sol luminoso o las noches con estrellas.

Como en todas las casas que he vivido, no me gusta vivir con las ventanas abiertas, sino abrir las cortinas cada vez que estoy contento y con ganas de apropiarme otra vez del mundo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Una casita chiquitita así

Era con toda seguridad una mañana lluviosa de mayo, a principio de los años noventa. Nosotros, camino al Colegio, en el auto ese que se pasaba cuando llovía fuerte.

Adelante mi papá y mi mamá ocupando sus lugares y labores de siempre, él -al volante- llevando a sus pollos seguros hacia destino, y ella ordenando sus pruebas, sus cosméticos y su pañuelo decorando la vida más allá del margen estrecho de un espejo retrovisor. Era un mayo lluvioso, latero para levantarse temprano, pero no importaba mucho: adentro íbamos abrigados hasta el cogote, bien peinados, normalizados, apretados, pero cantando antes de entrar a clases.

Bueno, al menos eso hacían mis hermanos, porque yo tenía la costumbre de mirar por la ventana tratando de contar por enésima vez las mismas calles por donde pasaba el auto. Maipú, Estación Central y Santiago centro. Un taco de proporciones en Alameda con General Velásquez y en la radio sonaba Lucio Dalla. La canción de moda de ese otoño y mis hermanos imitando a la gorda y la flaca del video. Y yo reclamando por los manotazos que me llegaban en medio de la parodia.

No hay manera que olvide ese ritmo que durante muchos años quedó dormido en mi memoria. Tampoco esta escena que describo. Tanto así que hoy tengo motivos para recordar esa misma melodía. Nunca pensé que años más tarde, adulto barbón, extranjero y todo, esta elegía habría de ampliar los significados del momento que vivo. La canción parecía algo así como una fábula, una de aquellas donde de niños aprendimos a distinguir el bien del mal moral. Hoy me suena también a un cuento de grandes. Hace como veinte años solo podía repetirlo sin saber que tal vez mis papás se dedicaban en secreto esta historia entre ambos, y se recordaban el uno al otro aquella manera de enfrentar una vida común: soñada y sufrida, veraniega e invernal. Con confianza pero también con la mirada puesta en las amenazas del camino.

Me dirán los teóricos de género que la evocación de mujer chiquita en casa y el hombre chiquito trabajando es una reproducción de la jerarquía y la dominación. Me dirá el psicoanalista que ambos arquetipos enanos son también mi esfuerzo por reducir el superyo proyectado de mis padres, el mismo que me impide vivir sin trancas los dos sexos conciliados en mi espíritu. Yo me digo a mí mismo que más me vale cantarle a “la casita chiquitita así”. Porque para mí eso es un recordatorio de aquel auto que para cualquier estadística era sinónimo de hacinamiento, pero que para mi era mi mundo sobre ruedas. Para mí eso es una invocación a aquel instante, el momento donde paseaba sin siquiera soñar el futuro, sin sospechar que podría temerle al lobo parisino algún día, que las casitas chiquititas existen de verdad, y que como dice la canción, se puede vivir de a dos ampliando los rincones, prometiendo abrigo y verano.

Así como en ese otoño, hoy fue la primera lluvia fuerte en París, una que llevó consigo todas las hojas de los árboles. Hoy también sopló el primer viento fuerte, uno que arrancó de mis manos el paraguas (era que no) Hoy sentí por primera vez un frío en la piel que me hizo desear volver luego a casa. Hoy, que al fin tengo un lugar propio en esta ciudad, la casa propia de mi espíritu de clase media. Hoy, que regreso a este departamentito ínfimo para los afanes expansionistas de mis viviendas anteriores, pero lleno de vida dentro, lleno de vida grande y un recuerdo fiel a esos tiempos inocentes donde no me daba cuenta cómo aprendería a lidiar con los lobos.

Por estos días reconozco que todo análisis es a medias verdadero si no se hace a partir de una subjetividad asumida. Esa es una consigna que todo cientista social pero también todo ser humano debería pronunciar. Y teniendo un hogar donde pensar tranquilo es tiempo también de atender a las señales de la intimidad que podrán desviar y guiar mi mirada sobre aquello que voy a ver. Y tal como Rousseau en algún momento proponía dejar los libros de lado para experimentar la vida sin sus filtros, yo dejo de lado un libro para escribir este recuerdo, para dejar que esta elegía me inunde y me haga sentir menos distante de Chile, no por tener un océano y años de lejanía, sino porque acá, así como mi papá nos llevaba al Colegio y mi mamá embellecía nuestras vidas, yo llevo mi humanidad hacia un lugar donde espero aprender para ser buen hombre y un agradecido de la infinita belleza a bajo costo.

Por ahora, sigo recuperando la fe entregada y un poco naif de aquellos años. Sin pronunciarlo doy gracias al Buen-Dios, mismo que me ayuda a no temerle a ningún lobo mientras cruzo este bosque

lunes, 1 de noviembre de 2010

Cumbia parisina

Acá, en París, da un poco lo mismo que haya sido mateo para aprenderme las fórmulas de la politesse o que no piense la gramática del passe compossé o el plus-que-parfait. Da lo mismo que distinga la geometría del acento grave, el agudo o el circunflejo. Importa poco. En el corriente, en la interacción rápida, es poco relevante que esto lo supiera antes de llegar: ahora que trato de hablar serio me traiciona la ortografía, las palabras imprecisas y aún la natural disposición a pensar traduciendo, cosas todas que se notan demasiado en aquellas circunstancias donde uno realmente está siendo puesto a prueba.

Lo mismo pasa en Chile. Sea por un jurado de la academia, sea por un funcionario de alto rango, uno va tranquilo si sabe que puede hablar de corrido (es hasta un piropo) tanto así, que esa habilidad a veces da el permiso para burlarse de aquellos que no pueden hacerlo. Mientras más aumenta la riqueza del léxico, más se pueden hacer esas pausas donde escuchar el contenido y la forma de lo que otro dice nos hace clasificarlo sin más. Yo acá, cargo la etiqueta del incompetente y establezco mis diálogos con cualquier francés siempre dentro de esa relación de asimetría. Porque aunque tenga la más lúcida de las ideas basta una sola letra mal articulada o una mísera falta de ortografía (mal recurrente cuando una lengua no es fonológica) para desvalorizar todo el contenido de mi transmisión. No hay remedio. Es un asunto de expectativas en el discurso.

Y yo que me sentía seguro en el dominio de la palabra, yo que fantaseaba con la escritura acrobática que a veces me gusta desplegar. Yo que en Chilito creía que podía ironizar en barroco, poner desordenadamente los adverbios o rasguñar la rosada cursilería si por decir hipérbole, hipérbaton hacia gala de algo que se estudiaba en 6° básico, pero que yo simplemente retuve.

Acostumbrado a predecir las cosas por su etimología, tuve mi desquite este sábado que pasó. La sorpresa me la regaló la cumbia. La misma cumbia que durante años renegué, convencido que las fiestas de mi casa eran ordinarias por vacilar al son de los Wawancó, la Sonora Palacios, la Sonora Dinamita o Adrián y los Dados Negros. Años donde yo no sabía bailar y me escudaba en la pose del sociólogo observador y voyerista. Años donde mi cuerpo adolescente estaba demasiado enjuto y cerrado sobre sí mismo como para obedecer el mandato de la música. Años donde no sabía simplemente decir nada con el cuerpo.

Menos mal que antes de venir, aparte de estudiar francés también aprendí a soltarme las trenzas. Menos mal que eso venía junto con el pasaporte, esa noche donde crucé la puerta de un local parisino en el XXème. Adentro una sonora de las antiguas, de esas como de los años 60, con el mismo timbre que las fiestas de mi casa, la de mis abuelos, las del 18 después de la cueca. Mismo ritmo indio y negro que pude seguir sin instrucción alguna cuando crucé el umbral de mi propio pudor. Y adentro una manada de francesas ardientes por un hombre que supiera mover las caderas y que no fuera musulmán. Al menos uno en medio de ese ballet de armarios. Uno que supiera seguir la fiesta que suspende el discurso, uno que por un momento les enseñara un paseo fuera de una sociedad acostumbrada a la crítica y la palabra pero no a relacionarse desde el baile.

Ahora era yo quien sabía cómo hablar. Y aunque no fuera el que tuviera mayor vocabulario en la sala (deberían haber visto a Francisco) por un momento agradecí ser latinoamericano y saberme las canciones y bailar de corrido, porque aunque nos cueste reconocerlo, los ritmos tropicales también forman parte de un alma oculta en el Cono Sur, una donde ningún cumbianchero, salvo Tommy Rey en Año Nuevo, se consagra como un héroe de la música local.

Pero en medio de la cumbia parisina, fueron mis héroes. Sujetos que comparten podio con toda la literatura de estos años. Sujetos a los que les podré dar gracias por muchas cosas. En la magia de poder hablar de nuevo, esta vez con la hipérbole latina del bailar, adjetivando con los hombros, con la eufonía de los brazos, o el metarelato de mis pies, conseguí de nuevo un momento de atención e importancia que claramente había perdido por mi hablar vulgar. Poco observé mi pasajero arrastre sobre algunas féminas (que nunca comprendieron mi estilo je-venère-Josephine-Baker) porque la vanidad me duró menos. Esta vez no quise clasificar, sólo dejé que mi cuerpo hablara, que mi cuerpo me recordara que había aprendido a hablar una segunda lengua aparte del español. Una que no tiene muchas conjugaciones cuando la alegría suspende hasta la coreografía, una que solo sale por haber practicado tímida pero crecientemente su gramática.

Dos lecciones saco de esta vaina. Como si fuera canción con moraleja sé que no importará que nunca aprenda a hablar correctamente el francés si al final del día siempre podré comunicarme sin palabras, sabiendo que hay contextos donde realmente es importante saber hacerlo. Por eso se asocia la música a la vida y el baile a las parejas. Y lo segundo, que aquello que puedo decir hoy -mismo asunto en el baile- no está despojado de una historia sea ésta de amor, sea de odio, sea de conciencia o de inconciencia. Y esa historia también se sale en los pasos que por una noche me hicieron sentir que mi herencia valía oro y que da lo mismo estudiar género cuando la transacción más simple es mi valor de ser hombre y saber mover las caderas.

En el reino de los ciegos el tuerto es rey, y así expresé bien el orgullo festivo que al final nos hace conocidos en todo el planeta. Y así como en el lenguaje, bailando siempre se pueden probar todos los adjetivos y todas las conjugaciones. Teniendo a Francia por jurado de la academia, por una noche pasé la prueba.

viernes, 29 de octubre de 2010

Identidad fantasmagórica

Uno de los principales desafíos que tenemos es construir nuestra identidad cola. No es fácil. Siempre está rondando por ahí, a la manera de un fantasma, esa figura de la cola barroca, que arrastra junto con sus vestidos y sus tacos, las cadenas de la condena social.

Puede ser tanto el miedo que sentimos, tanto el temor de ser quemados en la hoguera de la burlas, de ser encarcelado en la condición de tonta perdida, que finalmente cargamos con un peso adicional respecto a lo que debemos enfrentar en el proceso de hacernos adultos. Porque muchas veces tanto se asocia el loquerío con la vida coliza que gastamos parte importante de nuestro tiempo desmintiendo algo que en realidad siquiera puede tener existencia.

No vaya a ser cosa que nos miran la muñeca quebrada. Es mejor reaccionar rápido y buscar a la mujer que se sale en los gestos del otro. O al revés, mejor es anticiparse y ser una vez por todas la más mujer del grupo. Eso, porque nadie nos ha enseñado cómo desenvolvernos en un ambiente que tiene tanto de libertad como de opresión. Cuando se debe encontrar nuevos amigos que estén en la de una, muchas veces hay que cruzar como un portal dimensional donde hay que socializarse de nuevo.

¿Qué es lo que está permitido? En todo nuevo lugar social, en todo momento que cambian las normas, en todo sitio donde hay cosas que no se han visto antes, hay que colgarse una máscara que, como en el teatro griego, nos hace personas reconocibles ante el auditorio. Pero la emoción de la performance, de esos primeros textos en el escenario gay, nos impiden ver que nuestra unidad está compartida en muchos lados. Tanto así que hay toda una comunidad marica que cree que salir del closet es la mayor hazaña de su vida, sin seguirle el paso a todas las demás revelaciones que tenemos que hacer en nuestra biografía en sociedad. ¿Seremos responsables, seremos cultos, seremos políticamente activos, seremos buenos padres?

Ya en la Odisea había que bajar a la ultratumba para conocer el propio futuro. Había que sumergirse en una caverna oscura poblada de fantasmas y al final Hades revelaba una parte del destino. De alguna manera esa es la analogía de nuestra revelación coliza. Si no vemos a este muerto no veremos tampoco la muerte que todos creamos cuando nos convertimos en el verdugo más cruel de nuestras pulsiones y así, en la cadena más pesada de nuestra propia fuerza. Como cuando en mitad de la noche -el momento propicio para cambiar las leyes como también para temerle a los espíritus- muchos hicimos gran esfuerzo para cultar tanto como fuera posible cualquier impulso coligüilla que nos fuera a dejar en la pieza de afuera. Como si el sinónimo de eso fuera el travestismo más puto o el transformismo más incomprendido.

Cuando se piensa en la propia identidad no siempre es mejor condenar todo lo impuro. Como a muchos, a mi nadie me dijo que mi vida oscura, mi identidad fantasmagórica estuviese permitida, así que las preguntas me duraron 12, 15 y 20 años sin resolverse. No seremos reales hombres si escapamos de las mujeres u castigamos a las lesbianas. Como dijera Foucault, nuestra sociedad cambió el castigo ejemplar por un tratamiento más humanitario, más clínico de la desviación, cosa que al final no es sino una nueva y más sofisticada tecnología de dominio. De la razón que no entiende ni acepta la sin razón. De la identidad que no acepta sus sombras. Del hombre homosexual que no acepta a la mujer que todo hombre tiene en sí mismo. Del creyente fanático que no acepta espíritus fuera de su biblia.

Dicen que en París hay tantas luces como fantasmas. Yo siento que anda uno por aquí cerca. Pero más que una llorona que pena, más que un emisario del miedo, los recuerdos de una fiesta añeja llena de miedos -tal como diría Jung- pueden ser un ánima buena que está ahí acercándose para no dejarnos creer que por no ser locas somos hombres liberados de toda atadura, resueltos de todo conflicto de identidad sexual. Por el contrario la loca fantasma, la que muchos creen inmoral, está ahí para interpelar nuestra adultez, misma hidalguía que debe enfrentar el proceso eterno de unir aquello que está separado.

En mi caso, estoy intentándolo, no por que mi identidad fantasma crea en estructuras y dualismos sino porque la vida necesariamente se vuelve más rica cuando dentro suyo tiene todos sus significados posibles.


jueves, 21 de octubre de 2010

Memorias de una geisha

Pedro Lemebel publicó alguna vez que de ser travesti se habría bautizado a sí misma como Bambú Lemebel. Nombre delicado, escogido para caracterizarse como una geisha tan femenina como el vapor que sale de las cocinas de Cantón. Y de alguna forma se sugiere la idea un travestismo fino, con ojos de gata, para ampliar el registro del arte de imitar al otro género.

Y no es por sumarme a la tendencia, pero debo confesar que de ser transformista -y de tener otros huesos claramente- seguro hubiera querido posar también de china recatada, quizás honrando la manera como la aristocracia nombrara a mis antepasadas en la servidumbre, quizás queriendo convencer a otros que no hay otra manera de ser "mujer-más-mujer", porque tanto travestismo occidental siliconado al final resulta ordinario, y porque no habría nada más sofisticado intelectual y homosexualmente que ser algo así como una maestra de la ceremonia del té. ¿Quién diría que algo así resulta vulgar?

Pero renunciando a mis sueños despiertos debo reconocer también otra cosa: si quisiera cultivar un travestismo de seda y porcelana tendría que saber imitar también las múltiples formas de la sumisión seductora que suelen evocar estas refinadas mujeres orientales. Convertirme en algo así como una acuarela muda y flotante. Porque ser una geisha es como vivir dentro de un capullo, dentro de una ensoñación de libélula abandonada, ensayando todo el día el cortejo coqueto frente al espejo, circulando distraída por una calle que no es su lugar en el mundo, dominando el arte de los toques sutiles y autorreferidos con la mano en el cuello, la nuca o las caderas; en fin, convertirse en una modelo de discreción bastante lejana a la contestación rebelde - y aveces bastante vulgar- que he mirado en los transformistas de mi país, profesionales en el oficio de imitar a una mujer.

Porque en realidad hay algo bien distinto entre ambas representaciones. Mientras que el travesti -sea para el espectáculo, sea para la calle- mantiene un vínculo indiscutible con la sociedad, a la geisha la sacan de toda circunstancia pública y de las relaciones de poder que ahí existen. Y en el caso de los primeros, aunque la pasarela o el escenario son circunstancias donde se está a vista de todos pero se está en relación directa con nadie, al final igual existe una distancia que permite decir algo. Lamentablemente, muchas veces se queda solo en el chiste, el chirolazo o la representación de mujeres que pareciera que cantaran solo porque están enojadas con los hombres. Mi crítica iría entonces a aquello que se ha dejado de decir.

Porque por mucho que la artista sea la dueña del escenario -lugar pasajero en la vida de intérprete y auditor- no se escapado de las exigencias sobre cómo debe representarse a una mujer. Y puede ser que al final quede tan prisionera de las formas como la geisha. Goffman insitió en su momento que nuestra sociedad ha ritualizado la representacion de las mujeres en su industria publicitaria y comercial. Básicamente, como todo rito social que estandariza, exagera y simplifica un contenido para transmitir mucha información sobre el orden de la comunidad, pienso que la fantasía cola de actuar como mujer sucumbe también a ese mismo orden que dice que las minas no piensan o solo viven en el mundo de la emoción o el tacto sexual.

No me estoy pasando al bando de una lesbiana rabiosa. Al contrario, muchas veces me he asombrado de los espectáculos gay donde se consagra a una mujer gozosa de su sexualidad, enfatizada con un vestido ceñido y luminoso al cual se le rinde pleitesía con los movimientos. Pero también sé que esas rutinas han consagrado la idea que no hay otras posibilidades de arte si no se subordinan a ese lugar del placer y distracción. Quizás por eso desapareció Heather Kunst, que caracterizada en El Interruptor, daba notas informativas con comentarios clever y graciosos. Quizás por eso brilló por un tiempo pasajero Arianda Sodi, que sin la magia de ese cuerpo perfecto poca atención habría recibido de las cámaras. Más aún, la sofistación humorística de Los Quintana todavía no encuentra cabida en el mainstream local quizás porque no hay revista donde la vedette sea a la vez el presentador.

De alguna forma, Lemebel anticipaba en su deseo una ironía del destino. En la delicadeza sugerente de la geisha, en el recato de sus modales serviles, hay una contraposición enorme a la idea del travesti poco fino sobre el cual muchas veces escribe. Pero también hay una renuncia a esa figura agresiva, que ha cuestionado muchas veces nuestra propia representación homosexual de la mujer. No me digan ahora que no hemos hecho chistes considerando inferior al que ocupa el lugar pasivo en una pareja gay, como si el poder estuviera solo en el dominio y no en el dominado.

Estoy seguro que más de alguno quisiera hacer alguna vez el numerito de la geisha, pero su pudor se lo impide. Lo entiendo, yo mismo no podría llevarlo a cabo. Pero como todo aquello que ejerce una fascinación y una curiosidad, nuestro mujereo, nuestra preocupación por lo femenino tiene que llevar una pregunta. De otro modo, no hacemos justicia ni a las amigas ni a nosotros, y seguiremos caminando distraídos pensando que nuestra delicadeza impedirá que alguien nos atropelle en la calle.


P.S: Aunque en estricto rigor se trata de una modelo china y no una geisha japonesa, resulta irónico que esta canción sea parte del soundtrack de "The L Word" programa donde no hay lesbianas feas y siguen una historia coral que a veces parece más una porno softcore, que un retrato de la realidad invisible de este grupo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Lo (in)esperado

Una vez finalizada la novedad, prosigue al cambio el nuevo orden de las cosas. Terminadas las sorpresas, disminuída la sensación de abrir los ojos ante lo desconocido, sigue la luz real de los objetos, el calibre honesto de las pupilas y las imágenes más auténticas en la memoria.

En este hemisferio la luz llega desde el Sur, y ahora que es otoño se está escapando lentamente hacia allá. Y para mí ese movimiento cardinal es quizás una analogía de lo que necesito en este tiempo. En caso alguno podría decir que he terminado de aprender lo que vine a vivir acá, recién empiezo, pero lentamente he ido dando paso a la manera propia de mi ser, esa que se vino colada en la maleta y que encuadra este viaje no sólo como un paseo sino como una biografía.

Estudiar algo tan imbricado y ambicioso como la Sociología del Género y de la Sexualidad se vuelve conocimiento vacío si no se aferran a la experiencia, a la señales que me ha puesto la vida y a cuyo orden una parte mía desea ser sumiso. Allá en Chile quedó mi historia, mi salida del closet, mis primeras piruetas pensantes cuando creía que decir algo inteligente me iba a salvar del reinado oscuro de la homosexualidad. Allá en Santiago quedaron todas esas fiestas que hoy extraño, en una mañana extrañamente luminosa de París, recordando a mis compañeros de la ruta coliza, a mis hermanos en el margen y a los que he dejado fuera tantas veces con o sin querer.

La semana que termina representa mis primeros pasos en la seria teoría, pero también una toma de conciencia de haber llegado acá no como individuo, sino como pareja, como pariente distante, como amigo invisible. Toma de conciencia sobre armar de nuevo una vida, con poca plata pero con verdadero amor al cual le vamos a pedir harto, quizás demasiado. Aun así no me sirve de nada si esa confianza no se aplica también a los estudios, a la manera de mirar a los sujetos que aparecen en mis papeles, o a la tentación de sentirse víctima de la discriminación cuando tantas veces he discriminado.

Cuando la austeridad se transforma en norma de vida, cuando la disciplina parece ser el vehículo para lograr lo que se quiere, se puede olvidar el amor y sus abundancias y sus desórdenes. Es ahora cuando el misterio de las consecuencias impensadas de decisiones anteriores cobra nuevo valor. Empieza este otoño y no sólo los árboles empiezan a dejar pasar la luz: yo también empiezo a asumir lo (in)esperado, empiezo a mirar distinto y con ello me hago un poco más adulto. Ahora sé que todo lo pensado no es nada respecto a lo que ha pasado y a lo que pasará, pero también sé que al final todo se trata de confiar en la vida y mis ganas de vivirla como se merece.

En la catarsis que tiene hoy día mi escritura quiero representar este momento más tranquilo, esta confirmación de las incertidumbres, esta renovación de promesas con mi compañero y el nuevo brillo que tiene la nostalgia que siento por Santiago. Escucho nuevas canciones, sumo palabras a mi repertorio, tropiezo en idiomas ajenos pero voilà! estoy aprendiendo un nuevo baile para celebrar las bendiciones que me ha dado la vida.

Una vida que los incluye a ustedes a Dios gracias.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Casquivana

Ad portas de conmemorar otro año más la celebración de la Patria Gay (pucha Alberto no te pude acompañar esta vez), escribo una nota sobre el tema desde lejos pero lleno de recuerdos.

Era el principio de los 80 y por allá en Santiago, mi casa se inundaba de tanto en tanto con los sonidos de la legendaria Raffaella Carrà. Como era usual, cada domingo me instalaba frente al televisor, quietecito, esperando un programa semanal donde siempre rotaban algunos de sus videos recubiertos de diamante y terciopelo. Recuerdo muy bien esa imagen y memoricé de inmediato su melena rubia y sus pasos coquetos. También grabé los ritmos de sus canciones tan profundo que hoy me resulta imposible no esbozar una sonrisa o dejar de mover los pies cuando sus canciones disco suenan en algún lugar.

Probablemente no soy el único que tenga este recuerdo. Los camaradas gay de Santiago de cuando en cuando le rinden culto. Hay algunos que se ocultan en los matrimonios pitucos donde siempre se baila alguna canción de la italiana. Hay otros como yo que la llevan cargada en los brazos de un mp3. Y hay todo un pueblo que en alguna fiesta kitsh la idolatra, cuando en medio de la marea humana aparece en sus tempranos videos, dirigendo los movimientos de todos los que allí no somos rubios naturales. Y por un momento brilla otra vez la fantasía sobre su vestido de lentejuelas, y a uno lo agarra la hipnosis de sus pasos energéticos y por su feminidad irresistible y ensalzada.

Si hasta el mismo Papa la censuró cuando mostraba el ombligo por televisión abierta allá por los 70. A ella, que después le dio por andar rodeada de más colas que Madonna. A ella, que nadie le ha podido copiar realmente bien el pasito ese del "desnucado", una marca coreográfica inolvidable y que nos deja con tortícolis a todos los demás al tratar de hacer el numerito en una fiesta. Como si mejor fuera no copiarlo. Quizás porque era demasiada provocación en su minuto, demasiada insinuación de una mujer perdiendo la cabeza y con ello el control de sus impulsos o quizás, en un arraque psicoanalítico, era demasiada señal de los estertores elásticos que ocurren en la cama.

Pero pasó piola que en ese movimiento hubo una pequeña revolución. Si la mujer es la verdadera portadora de la cultura, también tiene en su mano la llave para introducir los cambios que quiera. Las discusiones públicas no son nada si no descansan en un cambio en las maneras de ser, en los juicios sobre lo que está permitido. Entonces, imitar a la Carrà que en su minuto rompió esquemas, expresa por identificación esas ganas que tiene uno de quebrar lo establecido para evitar la violencia de la propia represión.

Porque que me digan mis colegas que alguno se ha ataviado de mujer para bailar como ella. No conozco a ninguno. La mayor parte de las veces uno elige una amiga para levantarla por los aires y hacerla sentir una reina, mientras se integra ese ballet que pide permiso al mundo para manifestar su cuerpo, entre vueltas y saltos, mientras la diva oficia de embajadora de la libertad para el sexo. Porque las canciones de Raffaella no dicen nada, salvo que se puede vivir con picardía y que incluso las traiciones pueden tener un tono festivo.

No me engaño con que un lado mío quiere vivir así. Y si la Carrà hubiera ido a animar la marcha chilena me hubiese pegado el viaje como sea. Porque con mi inocencia preescolar veía su programa porque había una mujer bonita que cantaba canciones pegajosas. Mas, sin saberlo, esas mismas letras hoy son el vehículo de una forma de ser, de una puesta en escena, que así como las fiestas, aparece algunos días para recordarme que la cultura se puede cambiar también sin hacer tanto discurso.

Una cantante que dejó de parecer modelo para ser una bailarina loca, una casquivana o cabeza suelta, nos ahorró harto trabajo a varios. Y si me sé las canciones de memoria, como buen alumno, tendré que seguir con su labor. Porque como en el amor, en la vida todo es empezar.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Lecciones de peluquería

Instalarse en otro país tiene millones de detalles que se descubren sobre la marcha. El idioma, las costumbres y otras cosas desconocidas pueden convertir eventos automáticos en una aventura antropológica. Porque, con mi deseo de ir ordenadito a la universidad, pasan cosas tan simples y necesarias como el hecho de tener que cortarse el pelo.

Acostumbrado en Santiago a la mano certera de Andrés -nuestro peluquero- había olvidado lo estresante que puede ser entregar la cabeza a otro ser humano. Más aun cuando el valor más módico que se puede conseguir -15 euros o unos 10500 pesos chilenos- convierten cualquier equivocación en un error bien caro. Porque una cosa es sentarse en la coiffure bien pituco y creyéndose el rey de la moda por pedir le style parisien. Pero otra diferente es dentrar a explicar -en mi plebeyo francés- qué es lo que uno quiere que le hagan para no terminar convertido en un espantapájaros. Y en esos minutos la torpeza de la lengua se hace evidente y uno recuerda con un escalofrío cuántas veces dijo sin pensar siquiera, qué es lo que uno quería.

Porque aunque muchos no lo sepan, si no fuera por mi insistencia en mantener mis mechas a raya, mi calavera luciría una frondosa cobertura de oveja árabe. Pasado un mes de mi última rapada, las motas eran evidentes y la greña con la que me levantaba cada mañana se me volvía insoportable. Más aun cuando se tiene un tapizado rebelde: quizás imitando los pulsos interiores de mi cabeza, mi pelo se enreda sobre sí mismo como tratando de introducirse en mi corteza cerebral. Es como una lana que cubre mis pensamientos, la cual insisto mensualmente trasquilar. Por eso así siempre fue la orden: con tijera, no muy corto, tráteme bien, que voy a volver luego.

Sin embargo, mi errancia magallánica me sentó esta vez delante de la peluquera más rubia natural que tendré oportunidad de conocer. Con sus ojazos azules me dice ouiiiii y yo tengo imperiosamente que empezar a explicar. La teoría de sistemas dirá que debo coordinar conductas en el lenguaje. Y dirá también que tanto ella como yo debemos estar acoplados estructuralmente. Pero todos los teóricos de sistemas que conozco son unos pelados resbalines-de-piojos así que no tienen idea de esta aplicación. Y yo, sociólogo inválido, tenía que olvidar por completo mis aproximaciones teóricas a Francia, para asumir de nuevo las pautas propias de una peluquería y humildemente detallar cómo quiero que me deje la sorpresa.

No estuvo mal al final. Pero durante todo el proceso sufrí lo indecible. Sumen que al miedo esencial estaba el impedimento de usar mis anteojos durante el corte, de manera que no tenía cómo mirar el proceso y menos aún saber cómo quedaría al final. Cero opción de corregir nada, porque tampoco sabría como pedirlo. Y es entonces cuando en un momento de epifanía, sentí en lo más recóndito de mi ser que cortarse el pelo es un profundo acto de entrega, es una confianza que se deposita momentáneamente en otro ser humano que durante unos instantes tiene el poder absoluto.

Nada me garantizaba que la niña no fuera racista y homofóbica y me premiara con una promoción 2x1 del arsenal del Machete Loco. Nada me garantizaba que sus tijeras pudieran arar de buena manera mis cabellos de ángel cuzqueño. Nada me garantizaba nada, salvo la fe que si quedaba un cagazo no tendría más remedio que sentarme a esperar que la vida (y el vigor de mis folículos) arreglaran todo con lentitud.

Entonces, deduje, esta cortada de pelo tenía un carácter litúrgico. Entregado a la voluntad de otro, obediente a los ritmos de la vida, mi pecado de ir contra natura y no dejarme la trenza que debería identificar mis modales, tuvo una balsámica purga gracias a la resignación forzada que me sometía.

Dios encuentra caminos extraños para manifestarse al recordarme que no todo depende de mí. Y como las Moiras griegas que sostenían la tijera para cortar el hilo de la vida, fueron quince minutos donde la mía estuvo a punto de terminar por culpa de un colapso nervioso empuñado en sus utensilios de peluquero. Pero aprendí la lección y leí entre líneas: desde ahora me evito el sufrimiento soltándome las trenzas o deposito toda mi confianza y mi tiempo de ponerme lindo, en otros seres humanos que sabrán atenderme bien.

El asunto es que como este corte de pelo, este día también fue una invitación al cambio.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Un saludos de cumpleaños

A mi Patria que me ha enseñado lo que es romperse y volver a empezar. A mi Patria y sus apuros de futuro, sus recuerdos ensimismados y su presente de primavera. A mi Patria que nunca me enseñó a ser ciudadano del mundo sino un sencillo vecino de éste.

A Chile, a sus trabajos y su pan. A las marraquetas de mi vida y los panes amasados de mi abuela. Al Tambo y su fertilidad que siempre trae y se lleva el río. A las piedras del camino y los dedales de oro que conducen sus carreteras. A sus cantantes y poetas cursis y maestros. A las escuelas y los campos. A los aluviones, a los temporales fieros del invierno, a los terremotos estrictos como un padre y a la naturaleza que nos paga con sus frutos y postales.

Al Pacífico, que desde aquí bien lejos se mueve indómito dentro de mi cabeza. A los rumores del mar dentro de las cacerolas de mi papá y a todos los vinos y otros alcoholes misteriosos que no alcancé a probar antes de partir. Al relleno de las empanadas que heredé y a todas las cebollas que saqué de la tierra para llorar de alegría.

A las mermeladas, a todas las frutas confitadas que alegraron los inviernos. A los panqueques de mi madre, sus decorados tricolores y nuestra envoltura de sábanas un domingo de frío. A la bandera que todos los septiembres colgamos delante de la casa. A los volantines asesinos que persiguen las autoridades y su hilo curado rebelde que no se muere todavía. A los volantines rotos de mi torpeza, a mis pasos de cueca maltrechos y a la esperanza de aprender a bailar mañana.

A Santiago, su cordillera encumbrada y sus veranos calientes. A sus atardeceres infinitos del verano, a sus navidades multicolores de verduras. A esa navidad que por un tiempo no viviré y que en cambio me hará extrañar esos grises días de invierno.

Al metro y las micros que me llevaron al trabajo. A los fuegos artificales de la Torre Entel en año nuevo, a la Quinta Normal donde aprendí a andar en bicicleta y al Parque Forestal donde saqué a pasear mis locuras. A la calle Merced y la terraza donde sentía la ciudad. A la calle Vergara y sus adoquines donde aprendí a pavimentar mi vida.

A mi país y sus ciudades que no se rinden. A los dolores que recuerda hoy día Chile y a sus esperanzas también. Al porvenir que a todos nos espera. Al lugar que todos ocupamos, a los cambios que necesitamos y a las misiones que nos llama la tierra. A los lazos, a las nostalgias y los orgullos.

Te extraño Chile desde lejos y hoy celebro y lloro tu distancia. Volveré para engalanar alguna fiesta de otros años, cuando haya aun más velas que soplar. Porque nunca te dije adiós; solo estoy preparando mis dicursos y hoy conmemoro con mis compatriotas una vez más la gallardía de la tierra a la cual llamamos casa.
A tí Chile que eres mi lugar en el mundo.

martes, 14 de septiembre de 2010

Surrealismo santiaguino

Hay ciudades icónicas como París, pero hay otras anecdóticas como Santiago. Así que ninguna es mejor que otra, al menos hoy. Lo he ido sabiendo a partir de los recuerdos que se han agolpado en mi cabeza estos días. Ya sea porque adornaron la despedida o porque son los materiales con los que intento construir una nueva casa. Y aunque esta sea una ciudad de lo infinito, hay cosas que no sé si podrían pasarme estando acá.

Lo digo porque andando en metro, ayer, rememoré uno de mis trayectos de infancia. En esa época yo vivía en Pila del Ganso. Hoy la fuente homónima ya no está más ahí. Se la llevaron para otro lado. Tampoco la estación tiene ese nombre(ahora se llama San Alberto Hurtado) Y así como esos carteles, se evaporó también la botillería donde lloré cuando quebré una CocaCola, se fue para siempre la tienda de Don Arturo, ya no se huelen las sopaipillas grasosas de Los Gansos y falleció el señor de los diarios al que entrevisté para mi primera tarea del Colegio. Todos esos lugares y personas parecen muy lejanos hoy, más aún desde este sitio.

Sin embargo, aunque parezca de fantasía, todavía recuerdo vívidamente el día en que uno de los innumerables circos que cada septiembre se instalaban en Alameda con General Velásquez hizo un numerito de antología. No me refiero a la compañía que tenía al acróbata de la moto que daba vueltas dentro de una esfera, porque aunque no nos dejaba dormir a mi hermano y a mí -ya fuera por la bulla o las ganas de ir a ver el show- la vez que lo vimos en directo lo encontramos bien ordinario. Tampoco me refiero a las luces nuevas de los carruseles que ponían delante de la carpa, ni a las nubes pasajeras de algodón de azúcar que me teñían la boca de rosa, ni a los payasos que envejecían debajo de su estuco sonriente.

Me refiero al día en que Pila del Ganso estuvo de alerta. Me acuerdo bien, iba saliendo del metro después de volver de clases y toda la gente andaba nerviosa y con cara de dolor de guata. Había como un movimiento raro, el señor de los diarios se había ido, la dulcería de la esquina estaba cerrada, pero caminé hasta la casa sin pensar nada terrible. Mas, todo cambió cuando al ratito la radio que siempre acompañaba el almuerzo transmitió su notición. Resultó que al ladito de mi casa, en el circo de siempre, se había escapado un tigre y lo estaban buscando en una de las casas del vecindario. Mi calle tan corta como una cuadra de repente era famosa, pero era seguro que nadie en la casa quería salir en las noticias.

Mi nana casi se muere de la impresión y probablemente Álvaro y yo quedamos blancos como papel. ¿Y si el tigre se comía a mi mamá o mi papá al salir del metro? ¿Y si el tigre se escondió sin darnos cuenta en ese sótano oscuro al que nunca me atreví a bajar? ¿O si se metió en el entretecho ese que tenía una puerta por donde siempre imaginé que saldría Frankenstein?

Pero el tigre era más pituco y extrañando quizás su natal Bengala se escondió a una cuadra, en una casa con jardín de filodendros y gomeros altos como un palmar. Nuestro jardín era tan desaliñado que parecía un desierto y la casa que escogió siempre fue como la mansión del barrio. Nunca vi a la gente que vivía ahí, pero me acuerdo que decían que esa era la casa de una viejita. O a lo mejor era una mina joven que se arrugó del puro susto. Dicen también que el león estaba durmiendo cuando lo encontraron porque lo capturaron a la hora de la siesta. Y por suerte no se comió a nadie, incluyendo a nuestro gato Silvestre que se salvó de estar en su menú. Para cuando llegaron mis papás la noticia era añeja, pero yo recuerdo haber estado tan exitado como si hubiera ido a un safari.

Antes de partir a París, un día conté esta historia en casa. Nadie se acordaba mucho y es obvio, debe haber sido tan terrible pero tan surrealista a la vez que es mejor olvidarla y pensar que estaba engrupiendo con una película. Pero estoy seguro que no es así. Y estoy seguro que solo en Santiago eso pasa y no le cambian el nombre a la calle, porque si hubiera ocurrido en Francia seguro frente a la casa le plantan un león durmiente.

No obstante, honrar ese recuerdo de la memoria primaveral de mis años pimpollos es una buena manera de no perder distancia con esa biografía que, así como la imagen que vuelve y así como un Santiago que busca resignificarse en mi memoria, intenta mantener un espacio vivo, enriquecer mis días y no olvidar que las posibilidades infinitas están donde está uno y no solo en un lugar especial del mundo. Porque aunque Levi-Strauss, Foucault o Bourdieu hayan cruzado la misma calzada que hoy piso, ninguno de ellos tuvo un tigre durmiendo en la casa del vecino.

Eso solo pasa en mi Chilito querido, al que empiezo a celebrar con esta columna.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Integración galiza (o de lo que pasa al querer ser cola en la Galia)

Estoy preparando mi primera entrevista de la tesis. Estoy de cabeza leyendo capítulos enteros que narran la aparición de los espacios colizas en la ciudad. Estoy más ilustrado que nunca en estas materias, pero también jamás me había comportado menos prototípicamente que hoy. Voy a explicar por qué.

Hoy más que nunca se me hace claro que no puedo abolir mi experiencia personal al momento de enfrentar los estudios. Porque encima del escritorio, junto a los libros, se me hace presente una de las mayores dificultades de mi aterrizaje europeo. Al recorrer la ciudad queda claro que un bajo presupuesto me margina de todo lo que el consumo de espacios conlleva. Y para los que crean que los franceses son críticos con el consumismo, puedo decir lo contrario. Si así fuera no habría como explicar que todos los días estén los bares llenos, que en la casa que cohabito la fruta se esté pudriendo y que las mujeres y hombres saquen unas pintas que no sé como pueden financiar.

Dentro de ese escenario, un bajo presupuesto margina. Pero lo más interesante de todo es que el espacio que han armado acá las minorías sexuales reproduce ese mismo patrón. Porque a mí que sigan mintiendo con eso de la aparente democracia metropolitana del Marais: dárselas de gay sofisticado, y ser un usuario legítimo de los barrios homosexuales del primer mundo exige cumplir un estándar difícilmente abordable.

Si fuera fiel a la estructura de integración por el consumo, no me quedaría más opción que quedarme sobre el margen o -en un arranque de locura- empezar a vivir y contar la fantasía parisina sin importar lo que cueste. No obstante las limitaciones financieras e idiomáticas han entrenado mi humildad, y me han puesto en un lugar de observación diferente. Creo que ahora puedo mirar con más humanidad a tantas camaradas chilenas que por levantado de raja simplemente desprecié.

Mal que mal, pensaba que por pensador podía acceder a una vanguardia. Pero la vanguardia se quedó en Chile, no porque yo marcara tendencias (la paquidermia no es una) sino porque podía reconocer un espacio urbano al que accedía ya sea por los objetos o por las palabras que se podían decir. Cruzado el umbral del deseo y la curiosidad, un día tuve la posibilidad real de pensar algo distinto de mi lugar homosexual. Sin experiencias en la vereda coliza no habría trascendencia en el pensar; y sin embargo, al no ser conciente de mis propias claves de desenvolvimiento, terminé participando de un círculo de violencia sumergido, al conquistar en Santiago un espacio físico y discursivo sin cederlo a otros. Al creer que tenía todas las libertades para pensar catalogué de huecos, brutos o arribistas a los que intentaban ejercer su libertad sodomita visiténdose como reinas y adornando Santiago como un pequeño Mónaco homosexual.

Ahora me toca estar de otro lado, al menos en mi cabeza, porque mientras no tenga los euros para ir a parrandear al Marais, para perderme en Pigalle, no seré nadie en el horizonte de reflexión coliza parisino. El mismo que describen los artículos que leo y respecto de los cuales no tengo nada que decir.
No es una tragedia, en modo alguno, pero es un buen aviso de cómo las reflexiones tienen que ser integrales e integradoras. Vivir la vida en rosa, en Francia, es mucho más que un detalle o una vocación. Es una tentación permanente que ha cruzado fronteras y ahora que vine para acá, así como inmigrante, me dio también la libertad de ver sus exigencias, sus carísimas exigencias y sus aciagas promesas de libertad. Porque al final, si quisiera vivir la integración galiza olvidaría quien soy, quién puedo ser y a quién puedo retratar en mi futuro.
Al final nos quejamos de marginados y tenemos cosas que marginan más.

martes, 31 de agosto de 2010

Zapatitos franceses

Como diría Pedro Lemebel, estoy acostumbrado a calzar filudas lanchas en mis piececitos de reina. Y no sé qué diría acá María Antonieta si -resucitada un día- me viera pasear por las calles de su París modernizado, zapateando con las vetustas y redondeadas hormas de mi calzado.

A medida que pasan los días una de las obsesiones que se ha ido instalando en mi cabeza es apropiarme de las siluetas que pueblan esta ciudad. Ahora que tengo los ojos más abiertos y ahora que los parisinos están volviendo de sus vacaciones, me ido dando cuenta del porqué esta ciudad es capital de la moda.

En no pocos paseos, ambos (si, la tortícolis ha sido compartida) hemos dado vuelta la cabeza mirando pasar sujetos bajados directamente de la pasarela, sin camarín intermedio. Del catálogo Dior, YSE, o cualquier otro al trabajo o el supermercado. La pulcritud, el color y la distinción acá la llevan, salen solos y como diría una vieja maestra, lo espontáneo es aquello que aparece después que se ha cultivado muchas veces. Lo deja claro la arquitectura de la ciudad y la superposición de capas de historia y significados en ella. En cada rincón todo está dispuesto sin sobresaltos, con elegancia y con un adecuado cultivo de la nobleza de cada material. Como si hubiera sido pensado, hay un respeto a los espacios y la manera cómo se mueven las cosas y las personas en ellos.

Por suerte está el metro, un caverna rayada, meada y mohosa que con su imperfección visible salva a la capital de ser una maqueta de sí misma. Porque aun así, dentro de ese intestino urbano los parisinos van de lo mejor. Tal ha sido mi impresión que no hay crítica que pueda extender en este momento, quizás por curiosidad, admiración o comprensión que la moda no es solamente una sucesión capitalista de tendencias -que igual tiene- sino también una búsqueda de límites simbólicos de identidad.

Porque aunque ahora los oficinistas se las arreglen para llevar algún detalle que marque la diferencia en sus atuendos, hay una base material que reproduce un patrón y da una cualidad identificable a la silueta del parisino. Yo a estas alturas asumí que mi paquidérmica cintura tendría serías dificultades para enfundarse en una chaqueta tan entallada, pero me di cuenta de las reales posibilidades de meter mis chilenos piececitos en una de esas alargadas composturas que todos por acá parecen calzar.

Si no fuera por lo difícil que es comprar ahora -por no saber realmente cuanto cuesta ahora un euro- de seguro un par de zapatos habría sido mi primera compra europea. Allá en Santiago, a la vuelta, me habría quebrado mintiendo sobre como se los pelé a un noble dentro de un château convirtiéndome en algo así como una baronesa delincuente. Acá en París, habría acortado una distancia completamente real que existe con la estética predominante.

Porque ya me basta con el acento y la horrorosa gramática que he desenfundado en la farmacia, en el supermercado o en el banco. Ya es pesado armar una vida en otro lugar y no manejar los códigos inclusivos de la lengua. Más pesado aun es marginarse de esas otras comunicaciones que no salen de la boca sino del cuerpo. Porque más de un investigador de la sexualidad acordará conmigo que los zapatos representan un rol, hablan de un status, de una ocupación, de unos gustos y de una posición de poder. Por eso tanto fetiche asumido y oculto. Yo, que tengo fijación por estos temas, asumo que la moda, que la silueta de los pies que existe acá, que la pulcritud y la modernidad que camina las calles de París, ni son casuales ni son inadmisibles.

Estar a la moda (no ser quien influye sobre ella y la define) puede ser algo enajenante o bien aprovechable. Yo soy de los que quiere estar en el segundo grupo. Porque apropiarse de esa simbología es un reconocimiento también de los códigos donde quiero habitar. Cultivar un idioma hasta que de tanto hablarlo salga un estilo propio. Porque así también cambié mi forma de escribir aquí. Y sé que más de alguna femme y no pocos varones me mirarán los zapatos, por eso siempre supe que el calzado serían parte de mi declaración. Pero en la sensación de ignorancia, en la necesidad de componer un mundo, en la búsqueda de rearticulación, ahí hay otro verbo que tengo que aprender a conjugar.

Y chaussures (zapatos) no admitiría subjuntivo. Solo puede ser una acción real, como Yo Tengo, Yo Digo y Yo Soy.

martes, 24 de agosto de 2010

L'arrive

Habiendo pasado el tiempo de las despedidas, estoy instalado a préstamo dentro de las calles de París. La jornada del adiós fue bien terrible, aun más para mi corazoncito acostumbrado a no pasar penas. La distancia se siente más cuando se hace real y la partida se anegó con la emoción contenida.

Mientras el avión partía, debía resignarme a renunciar a esos domingos elegíacos que constituyeron una columna vertebral de mi vida durante los últimos años. Una parte mía sentía que me traicionaba la partir. Otra intentaba cocer mentalente el cordón umbilical, contando en reverso los días que faltaban para que todo volviera a ser como antes. Una tercera, sentía en el espinazo la emoción de partir a lo desconocido y repasaba el trabajo que habría que hacer para instalar una casa acá también.

Llevo como cuatro días instalado y en un pricipio no podía aterrizar. Bien seguro que esta es una ciudad grande, pero seguía sin poder sentir la verdadera densidad moral de la que hablan los sociólogos y que para mi era la experiencia mundana con la que me quería conectar. Y de primera vi como cada esquina se convertía en un rincón en sí, y a diferencia de mi Santiago añorado, hacía caber el mundo dentro de un bar, un café y todos los locales que me hacen pensar de dónde sale tanta plata. Porque dentro de mi cabeza siguen existiendo las mismas distinciones con las que conocí mi propia ciudad y como viajero -no como turista- las cosas se ven distinto. Es difícil zafarse de uno mismo, aun cuando la migración haya sido decidida. ¿Será que tengo miedo de conectar los sentimientos por miedo a extrañar demasiado?

Han pasado algunos días, y hasta ahora París sigue siendo un mapa. Uno que me ha despertado la curiosidad, pero que también ha reflejado la intricada red cognitiva interna. Porque si de expectativas se trata esta residencia las tiene todas. Pero algo en mi se niega a cambiar todavía. Será el alma provinciana asumida o el hecho de reconocer, sentado en las escalinatas del Sacre Coeur, donde se ve enterito París, que esta llanura es el centro del mundo, que llegué a la Galia que animó muchas de mis lecturas y que allá Chile queda bien lejos, bien diferente, casi cayéndose del mapa a pedazos.

Hasta luego cordilleras y temblores, hasta luego riachuelos sedientos del norte. Hasta luego tomates aromáticos de mi casa, hasta luego calzadas calientes del verano, hasta luego aromos despidiendo el invierno que dejé. Hasta luego adobes y maderas, hasta luego septiembres festivos. Acá sentado debo dejar los recuerdos para asociarlos a las cosas que vendrán, que las remorarán con otros valores.


Je suis arrivé à Paris. Je pensarai des autres choses, des autres idées. Je souviendrai, en autre langue, ma fisonomie interieur. J'arriva.

sábado, 14 de agosto de 2010

Inscripción gremial

Hágase costuras por dentro, compadre. No le crea a ninguno que dice que su actividad lo descoce. Que dice que no es posible rezar y gozar al mismo tiempo. No le crea a la razón, a las afirmaciones teóricas que no pueden hacer nada más que autoafirmarse.

Hágase costuras por dentro, y unas bien firmes por lo demás. Sepa bien que cada cierto tiempo lo tironearán sin piedad y más de alguno pensará que se puede romper. Yo he sido de esos, especialmente cuando lo he visto razonar sobre lo irracionalizable. Y es por eso que le digo que mejor esté preparado y sepa de antemano lo que le harán. Porque en el fragor de la batalla, en la ida y venida del ariete, en el empalamiento y la atravezada de lanza, nadie sabe dónde Ud. quedará herido. Pero siempre debe cuidar su retaguardia, no lo olvide.

Cuídese compañero, que se vienen días pesados si sigue pensando así. Será cada vez más complicado explicar lo inexplicable. Le será difícil entender esa distancia infinitesimal que se achica pero permanece entre las luces y sombras del ser humano. Será casi imposible exponer su propia contradicción si cree que hay una única versión de las cosas. Por eso mejor estar reforzado por dentro, se lo digo; mejor no tenerle miedo a la propia sombra, mejor olvidarse lo que dicen los patriarcas, mejor revelarse a las imposiciones de silencio y castidad.

No le quedará otra cuando se precipite el torrente hormonal. La soledad es un don que solo pueden sobrellevar algunos, y muchas veces pueden cuando aprenden a vivir con su silencio. Pero ud. habla demasiado, nos pide demasiado, trata de defender a la curia demasiado, cuando a pesar de todo se siente el olor de su calentura, se sienten sus ganas de zangolotear junto con nosotras, las amigas, las que no nos pintábamos tanto como creía, las que nos dejamos la barba sin parecer fenómeno de circo.

Se lo digo porque respiro por la herida. Nos nos habra de nuevo la cicatriz exigiendo ortodoxia cuando estamos llamados al abandono del propio camino todos los días. Porque el mundo cree que nos comportamos como putas callejeras y quizás tienen algo de razón: nadie espera que seamos santos al buscar nuestra vocación ni que disfrutemos sin culpa de nuestro cuerpo. La única diferencia está en que en muchos casos podemos elegir. No se quede en bando contrario, no sea pollerudo de la sotana. Véngase para acá, que también queremos tocar a Cristo, ese que nos quiere con pecados y nos enseñó también a cocernos por dentro.

Hágase costuras por dentro, compadre, y será uno más del equipo.

viernes, 30 de julio de 2010

Vueltas de la vida (lavado personal)

Hace varios años atrás, serán ya unos quince o dieciseis, mi familia se compró su primera lavadora automática. El pastel de mi hermano chico, a la sazón de siete años, decidió hacer el lavado inaugural convirtiéndolo en una performance chilena de la carrera espacial. Para ello, reemplazó a Laika por su peluche Saltarín, el cual con las orejas gachas y su pataleo de algodón mojado se convirtió en el protagonista de aquella particular película surrealista.

Nosotros, cual huasamacos sin instrucción, nos sentamos delante de la máquina la hora y media de su función lavadora. Era un día de invierno pero nos quedamos igual debajo del cobertizo. Entusiasmados, vitoreamos las primeras entradas del agua, las primeras vueltas y contravueltas del tambor. Espantados, se nos comprimió el pecho a la primera centrifugada, pensando que la máquina se rompía y temiendo que Saltarín terminara su vida de juguete convertido en una pelusa retorcida y sin entrañas.

Hoy, cuando estoy en medio de la mudanza que se lleva el departamento que conocí por los últimos cinco años, me doy cuenta -en mitad de la venta- que esta es la tercera lavadora que he comprado en la vida. La primera, esa que aprendí a hacer funcionar, era como la alfabetización tecnológica de la casa, y el primer capítulo de una serie que agregó más de un bien y múltiples porquerías. La segunda, fue la que elegí al primer mes de vida independiente, perfecta para mi departamento propio y silenciosa para no perturbar mi solitud. La tercera, la de ahora, es la que quedó luego del cachipún que hice con Francisco y simbolizó analógicamente nuestra historia de amor en el abrazo de prendas revueltas.

Siguiendo esa secuencia, al principio conocí las maravillas del mundo a través del prisma de lo que mis papás podían proveer. Cuando dejé la casa, lo hice con esa convicción especial de aprender a vivir mi propia vida. No me dí cuenta como la vida me cogió volando y me enseñó a vivir sus propias luces y sombras. Luego, me mostró como hacerlo de a dos, cómo hacerlo prescindiendo de esas primeras composiciones de mundo.

En París no habrá primeras lavadoras como esta. Aun reconociendo el miedo infundado que siento en estos momentos, hay algo que probablemente cambiará. Porque acá estoy mirando otra vez como la vida da una vuelta y negando al mismo tiempo la venta de bodega que regatea todas las cosas de la casa y le pone un precio a la historia que hay detrás. Pero esos apegos también me recuerdan ese apremio primero, el que tenía curiosidad por entender cómo giraba la ropa, cómo funcionaba todo. Y en su exageración me alerta la posibilidad de un mareo centrífugo, el temor de partir como cohete y perderlo ese recuerdo que, como el conejo de mi hermano, era un experimento no más.

Pero de algo estoy seguro, siento las corazonadas que preceden a la fundación del hogar personal. Y tal cual los objetos modernos, que aparecen solo cuando se los necesita, esta comprensión de los cambios, de las vueltas de la vida se apaga en este momento. Limpia y lista para volverse a ensuciar está mi vida. Otro giro del tambor, otra tómbola que adivina mi suerte, y París será como otro lavado personal.

Uno que a diferencia de mis primeros relatos, tiene otra armonía digital.

martes, 6 de julio de 2010

Sub angelo lucis (Bajo la luz del angel)

Las apariencias engañan, eso es al menos lo que dicen. En un contexto de interacciones rápidas como las que experimentamos hoy, una forma cualquiera debe ser capaz de condensar múltiples contenidos para facilitar así los mensajes e intercambios. Sin embargo, tanta compresión no siempre conlleva la verdad.

La belleza física de los hombres ha pasado a ser un medio simbólico de intercambio. Un código respecto del cual hay acuerdos implícitos y que llevan asociados una serie de otras afirmaciones medio inconscientes sobre el bien y la verdad. Como si la apariencia de las cosas o las personas vaticinara su futuro. Como si al mirar a la gente bonita nos traicionara la metafísica y creyéramos que tras esa armonía del cuerpo estuviera escondido todo el conocimiento, toda la sabiduría y la capacidad de discriminar lo bueno (en el sentido de deseable) del mundo.

Yo, por estos días, he recibido el encargo de disociar esto en mi cabeza. Lo que escribo es una crítica pero también un testimonio. Puesto que así tuve que lidiar con la adolescencia, con una piel purulenta, uno ojos miopes y los dientes chuecos. Pero peor aún, con la creencia que sin querer fue cediendo espacio al fantasma de la imposibilidad: no siendo del bando de los bonitos nada bueno podía pasarme. Baja autoestima diez años antes de la irrupción de los emo. Anulación de las demás posibilidades que siempre tuve al alcance de la mano. Y junto a eso, la idea que debía hacer un doble esfuerzo para validarme.

Si bien querer ser como el émulo masculino de Sara Jessica Parker fue en su momento un salvavidas y una real forma de colorear mi deslucida presencia (proceso sin el cual no sería ni la mitad de arrojado que hoy) creo que estoy a tiempo de desengañarme de otra mentira. Bajo la apariencia de ángel no aparece el verdadero ser de las cosas, con su imperfección y su sombra permanente. Así se disfraza el mal que, como a Descartes, opera como genio maligno que malogra la conciencia.

Desde aquella "iluminación" es siempre necesario hacer la crítica que reconoce la real distancia que existe entre las cosas. Asumir la diferencia entre los discursos sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero. Siguiendo a Habermas, con una modernidad que inauguró un discurso descentrado, cada esfera adquirió su propio sentido. Entonces las reglas de validez de lo bello no necesariamente corresponden con la verdad y la rectitud. Así también pasa con el prototipo del mino y la mina, con la piel de porcelana y los dientes perfectos. Así pasa con la valoración del ángel y el placer del sexo. Pero al final, siempre habrá una grieta de verdad donde se cuela el rostro oculto del verdadero sujeto.

Dentro del cuadro de un video, dentro del marco de una fotografía, el silencio otorga y al final sin filtro alguno, la envidia de la conciencia nos puede corroer solo por una fantasía. Sin opinar, sin nada más que ofrecer, la luz del ángel falso se consume pronto. Nada más diferente a la zarza ardiente en el pelado desierto, al blanco resplandor del nirvana inconmovible y libre de deseos. Las apariencias engañan y es fácil que el mal se disfrace de bien si olvidamos que nuestro mundo complejo requiere más de una forma para poder componerlo de verdad. El brillo no puede ser todo, y aunque tenga valor dentro de su efímera belleza, tengo que ejercitar la verdadera distancia y anular la enfermedad que derrumba mi autoafirmación por creer una mentira.

¿Como será posible reconocer en adelante, esa belleza quebrada y sobreponerme a esa fantasía? Si tiene tanto de deseo como de castigo, de ganas como de seguridad que brinda la miseria. menos mal que bajo la luz de un ángel efectivamente queda algo que todavía proyecta mi sombra.


sábado, 3 de julio de 2010

Golden boys

Todavía sin reponerme de la demoledora performance de la semana pasada, todavía enlentecido y apagado por el frío del invierno, he mirado una y otra vez las fotos que el estiloso de Ignacio mandó a mi correo desde la veraniega Nueva York.

La suerte estuvo con él y, reviviendo la fiesta que surgió a partir de las revueltas de Stonewall, el desfile que transitó por la Gran Manzana tuvo la relevancia que evidentemente la capital del mundo quiere revestir. Allá las cosas son distintas. Allá hay una geografía bien reconocida del hueveo, una colección comercial de distritos que satisfacen el bienestar coliza y una articulación política que convierte el desfile en algo mucho más amplio que el puro paseo de abanicos.

No importa que al final el desfile sea otra forma de regulación de lo diferente o que el barrio donde revive Sodoma sea como una cárcel simbólica dentro de la ciudad. Al final el Norte con su densidad moral ha permitido que surjan estilos de vista que aquí apenas comenzamos a imitar.

Entonces las fotos de Ignacio tienen suficiente material para reproducir el mejor filete que se paseaba por la Quinta Avenida. Venidos del Castro, el Meatpacking, le Marais, la rue de Sante-Catherine y también algunos colados tercermundistas que felices nos pasearíamos con las camaradas gringas. Para no conocer el desfile solo por fotos, para pensar que cabemos también. Porque mediáticamente los códigos son sencillos: Apolo debe ir bailando sobre carros de burbujas que convierten la gallardía masculina en una esfera frágil, colorida e inalcanzable. ¿Cómo imitar entonces esa belleza importada, esa juventud perenne que parece que aquí en el Sur carboniza el Sol? Representaciones de un magro ballet que rinde culto al oro, al cuerpo casi desnudo que en su musculatura dice que quedaron atrás los tiempos donde éramos una tribu errante, recolectora y que no tenía tiempo para sacarse los pelos.

Ahora es posible cubrirse de dorado para mostrar la riqueza del mundo, la posibilidad del ocio y la compra símbolica de humanidad cuando el desfile se convierte en un rito fuera de toda funcionalidad. Pero precisamente esa presencia debe levantarse sobre códigos que la permitan: en una cultura occidental que se ha hipersexualizado, el cuerpo respecto del cual se construye el estilo de vida coliza, se somete a los dictámenes de la juventud que si permanece es falsa, al dominio del cuerpo que reniega de su orientación vivípara. Siguiendo a Foucault, la constitución de una comunidad de efebos no sería en absoluto una resistencia real contra una racionalidad que etiqueta, discrimina, segmenta y finalmente limita el real campo de acción que puede tener una discidencia.

Y es que la apariencia del golden boy deja bien poco espacio a la resistencia. Lo evidente es esa corporalidad de "estoy siempre preparado, me puedo tirar a cualquiera y qué". Algo como que insinua que se puede ser un cola más realizado con el bronceado estrella californiano. Y a los que no tenemos eso se nos acusará de resentidos por feos o pobretones. Pero hay que admitir que toda portada siempre previene sobre el libro, en este caso, uno que narra con dibujos un sexo exquisito. Mas no de la organización de una comunidad tan diversa como hombres habemos y con tanto potencial para establecer nuevos códigos sociales. Porque si seguimos la estadística, solo algunos afortunados serán modelos de catálogo. A nosotros nos queda la tarea de mostrar que hay otras apariencias y apetitos más allá. A nosotros que debemos sobreponer nuestra carne a la materialidad agresiva de la ciudad.

Yo no soy de fierro, es verdad, y cuando veo pasar esas carrozas de hombres perfectos me derrito en un instante delante de ese bronceado que de veras brilla. Pero al igual como pasa con el Sol, sin ozono mediante, tanta exposición, tanto consumo de su luminosidad traicionera terminará por generar un cancer que lentamente carcome desde el interior matando cualquier posibilidad de vida eterna.





sábado, 26 de junio de 2010

Loop discriminatorio

Hace unos breves minutos llegué desde la celebración del Orgullo Gay de este año. Es mi segunda concurrencia callejera. Sin embargo, muy a mi pesar, esta vez el paseo quedó circunscrito al Parque Forestal, un poco relegado de las luces de la Alameda, pero haciendo totalmente visible en mitad del gélido día, los hervores nocturnos que tiene ese mismo paño de ciudad.

Yo, esta vez, me devolví a casa sintiéndome un jubilado entre la concurrencia. El promedio de edad de los asistentes en caso alguno superaba los 21 años. Eso o las patas de gallo me distorsionaban la visión. Y algo más tal vez. Creo que con una mueca de espanto, caí en la cuenta de lo distante que estaba de aquella manifestación. Francisco y yo esperábamos encontrar una arenga política o algo así como una feria de la diversidad, donde pudiéramos por último abanicar nuestras demandas de igualdad con su folletería liberal.

Pero por el contrario, lo que encontramos fue un cardumen adolescente, que sin afán de lectura alguno, vitoreaba el rosado espectáculo organizado por el staff de bailarines y transformistas de una discoteca popular. Y como si hubiese sido sacada directamente de un arrabal, el pelotoplayístico contorno de la animadora, enardecía a la concurrencia con su monumental rosario de chuchadas que aplaudía la subida y bajada de transformistas disfrazadas con apellidos vinosos. Y a mi me pareció demasiada falsedad.

Quizás por haber acostumbrado mi oido a las palabras siúticas de mi propia atmósfera coliza, no pude dejar de preguntarme cómo aquel exceso -permitido cuando se sacan abruptamente los desbordes oscuros de la noche a mitad del día ciudadano- permeaba y malograba toda la oportunidad de generar algún acto reivindicativo. Porque no hay reivindicación posible al profesionalizar ese teatro grosero, al celebrar el chirolazo creciente, al silenciar cualquier enmienda a las representaciones que la prensa, los fanáticos y el vulgo tienen de nuestro pueblo.

Comprendo que la calle se constituye en un escenario. Una tarima para abofetear rabiosamente todas las convicciones sociales que discriminan ese lenguaje, escondido bajo las apariencias y la rigurosidad de la vida santiaguina que demanda trabajo y sumisión. Pero personalmente prefiero el despliegue mariposa y su filosa provocación de aquellos códigos cotidianos. Tanta, pero tanta presencia del cuerpo, tanto palabreo a partir de las presas, pueden resultar funestos porque al final, las tetas plásticas de las transformistas pobres solo nutrían las hormonas desordenadas de los veinteañeros y no daban pie a otro tipo de vínculo social.

Porque yo tengo otras preocupaciones cuando se trata de discriminación. La vida civil, el amor de pareja, la posibilidad de hablar libremente con otros colas, la pelea con la propia religión, el posicionamiento de otras sexualidades como una fuente de reflexión, debieran ser principios de un discurso que enriquece la modernidad. Y me preocupan los derechos que se desperdician si la pichula -denominada así queriendo ser un acto de rebeldía- es el único referente. Detrás de la rolliza animación, detrás de la carne apretada de las reinas travestis, detrás del truco que debe retraer el falo para conseguir el aplauso de la vereda marica, finalmente se elimina una verdad. La lucha está a un paso de convertirse en una caricatura, porque confina la libertad a la discoteca: que esta se presente de día no es más que un cambio de iluminación.

Para ser sincero no tengo cómo argumentar el porqué me molestaron las ordinarieces. Quizás develen alguna de mis trancas. Pero sospecho que aparte de los modales hay que desplegar algo de prudencia. Hay que tener cuidado de no parecer completamente falso cuando se establece el diálogo. Sin esa pretensión de validez cumplida (parafraseando a Habermas) no habrá comunicación posible. ¿O podemos aprender filosofía de un payaso? ¿Podemos legislar imitando a la Cicciolina?

De verdad quisiera pelear con otras armas y evitar que la anti-discriminación justifique el ser discriminados.