martes, 30 de noviembre de 2010

Homosexualidad al debe

Así como la propia vida, todos los espacios, todos los lugares también tienen sus tiempos de gala, sus días de brillo y luminosidad. Ya lo decía Bachelard en su libro de la "Poética del Espacio", la geometría no es solo un argumento físico para caracterizar el mundo, también es una herramienta para medir la memoria y todas las cosas que son representadas al interior de la intimidad.

Una intimidad que separa adentro de afuera todo el tiempo, de una manera dialéctica. Y así como el baño de una casa es el lugar más íntimo de la misma (donde estamos a solas con nuestro cuerpo), también puede formar parte de nuestra intimidad aquel salón de baile, ese edificio grande que conoció los esplendores burgueses, o esa simple habitación entablada de un arrabal que destinamos para celebrar la vida con esas fiestas que invitan a otros. Y sea cual sea la condición de la pieza, siempre tuvo momentos históricos, tiempos engalanados que esperaban una fiesta, donde llegaron parejas a buscarse en el lujo colorido de un momento o donde hubo algún eunuco que pasó horas enteras adornando las paredes para hacerlo resplandecer. En el salón de cada uno, donde hubo también bautizos, matrimonios, competencias de tango o algún vals drogado.

Así pasa también con nuestra masculinidad, señores colizas que leen esto junto conmigo. Es nuestro ser hombres, un salón donde debemos volver a celebrar vida. Y es que en el arte de abrir la puerta de nuestro clóset antiguo, en el arte de dominar las manos para que no se nos quiebre la muñeca, en el paso redoblado que debemos caminar para recuperar la calle y aún en la refriega garabatera que se nos instala en el lenguaje para descalificar a las colas pobres, se nos vació la fiesta por un instante y olvidamos que ese lugar vacío sigue estando ahí.

Para algunos afortunados sentir que encuentran el acomodo de su género puede ser un momento pasajero, pero para otros, las certezas de la vida anhelada se convierten en un prófugo al cual se puede buscar por años. Un fantasma que pena dentro de la intimidad de nuestro salón interno. Aún cuando nuestra libertad nos permita cambiar de sexo. Porque así todo, en nuestra identidad hay un espacio grande que fue elaborado por un albañil hombre. Da lo mismo si no son más que cuatro palos nobles para sostener nuestras murallas, o si son todo un juego de columnas de pulido burgués para soportar el peso de nuestra propia estructura. Hay una cavidad lista para la vida que de no rehabilitarla será como un cementerio que se abandonó siguiendo la ilusión de la la parranda que parece estar afuera.

Si no la intencionamos, la pregunta por la masculinidad y su espacio en el espíritu quedan pendientes. Sucumben ante las jerarquías que nos impiden hablar de "corazón" para no parecer almacenera. Desaparecen detrás del caballo desbocado de la sexualidad que se creyó reprimida. O solo se conforman en resignificar las relaciones de poder que nos separan de las mujeres: de las amigas, de las lelas, de las locas y aún de la mina que llevamos dentro.

¿Cuál es entonces aquel discurso que persiste? ¿Cuál es el tipo de hombre que queremos representar? No hablando de modales por cierto, sino del ánimus, del viejo sabio que -como diría Jung- completa una de las dimensiones de nuestra vida de luces y sombras. ¿Cómo honramos al padre en nuestro discurso, en nuestras elecciones de todos los días, en la manera de vivir en una sociedad ordenada por sexos?

A veces miro mi propio salón vacío y siento ganas de hacer fiesta otra vez. Otras veces miro dentro de muchos compañeros que me enojan con su ligereza. Con su idea que todos somos colas por culpa de una madre que parecía mariscal o por causa de algún hombre que nos penetró de pendejos. Con su manera de pensar al final nos deja en un limbo de indefinición sexual, que no nos deja pensar desde la hombría, que nos sitúa en una posición de poder extraña. Como si ser cola nos limitara el falo, nos alejara de las ceremonias de la gallardía. Como si eso hiciera más penca nuestro salón de baile interno, desconociendo las fiestas que nos organizaron o los amores que nos prohibieron pero que igual conquistamos al compás. Porque aunque lo neguemos, asumir nuestra hombría no es sencillo, porque se trata invitar genuinamente a los demás, como al principio de nuestra historia, cuando fueron tantos y tantas los que con sus estímulos, sus palabras y sus correcciones nos enseñaron a ser niños, nos dijeron cómo ser varones.

Esto no es una cosa de cultivar la testosterona, como dijiera en alguna ocasión el rehabilitado Villouta; completar verdaderamente la homosexualidad de un hombre -independiente la apariencia que se escoja- se trata de recuperar un amor primario que nos diseñó de una forma, e invitar también al nuevo amor que buscamos solos, al nuevo arreglo para la pieza vieja, que a pesar que haya veces donde nos parezca ajena, nunca dejará de formar parte de la geometría de nuestra memoria.

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