La lluvia del trópico es un arrebato, un impulso atmosférico, una explosión de nubes calentadas más allá de lo creíble. Acá, en Chile, la cosa rara vez es así: incluso la tormenta eléctrica más noticiosa es un estornudo al lado de lo que viví. En cambio, el chubasco chileno se anuncia de a poco, sale varios días antes en las noticias, cubre el cielo siempre desde el suroeste y vuela sobre una ligera brisa del norte que sólo se intensifica cuando el agua va empezar a caer. Esa es la consecuencia visible de lo que los meteorólogos llaman carta sinóptica.
Yo tengo algo de meteorólogo en el alma. Y no es que me acostumbre a pasear entre las nubes, o que ceda permanentemente al vicio de tener mi cabeza clavada en el cenit. Hoy, cuando estoy un poco más melancólico que la costumbre, recuerdo el nerviosismo que produce el cambio climático. Ya estoy tan acostumbrado a ver llover siempre igual. A reconocer los guiños del poniente, la niebla arrastrada días antes, la pátina humedecida de la ciudad que queda después.
Incluso ahora, que las noticias inventan calamidades, recuerdo cuántas veces y cuantos años tuve que esperar una micro en Plaza Italia guarecido bajo un paraguas portátil en la misma esquina donde ayer el chubasco se colaba por el techo del novel paradero. Y no esperaba solo. Como la cosa viene despacio muchos santiaguinos llevaban un paraguas desde el amanecer.
Ahora el mío cabe dentro del maletín y tiene mango de caballero. Y esa misma vuelta de la madera, la que parece de bastón incompleto, es la que pretende acompañarme en el invierno que sigue. Albergado en las calles del centro de Santiago, donde antes vivió la aristocracia, no dejo de pensar que el departamento no tiene el murmullo invernal del cobertizo de mi adolescencia. Hoy duermo más cerca de las nubes, le regalaría un barómetro a cada conciudadano y pronunciaría la palabra lluvia en más de un idioma. También la nostalgia.
Yo tengo algo de meteorólogo en el alma. Y es que todos podemos elaborar la propia carta de predicciones y conocer los pulsos del clima interior. El mío, se enriquece cuando el agua vuelve a correr y así como el valle donde vivo, eso se debe al chubasco que arrecia, como al calor que derrite la nieve.
Y en esa secuencia, el otoño feliz, siempre es una estación de cambios.