sábado, 17 de enero de 2009

Música negra

La nostalgia se puede cultivar de varias maneras. Una forma es mirar dentro de los propios recuerdos y toda su escenografía que ha raído el tiempo. Otra forma es pedir prestado recuerdos ajenos y lanzarse en la aventura de empatizar con las sensaciones que pudieron haber tenido otros, y que también perdieron.

Sea cual sea la fórmula, hay descubrimientos que valen la pena. A propósito del 50° aniversario de Motown, varias cosas se han escrito esta semana y en homenaje a este evento, anduve comprando algunos discos de música negra y vistando youtube para indagar en otras cosas.

Más allá de las conexiones evidentemente sensuales de Isley Brothers, o de los timbres sincopados de Tempations, una canción se me quedó pegada cuando tropecé con The Supremes. Stop! In the name of love, parecía una cándida declaración de amor, que de alguna forma recupera esa dimensión dulce del enamoramiento, aparentemente menos hormonal pero con un sonido negro que exige atención y cuidado. Y eso, sin ser ingenuo, porque hay que asumir que al igual que el grupo, siempre se está a un paso del desastre por vanidades y ambiciones.

Los timbres del pasado suenan con mayor romanticismo que las canciones actuales, quizás porque señalan la manera como el amor se añeja y con eso adquiere mejores matices. Esa esencia permanece y la puedo escuchar ahora sin inconvenientes. es una lástima entonces, que Diana Ross no haya querido envejecer, como tantas otras que no reconocen en el paso del tiempo un ejercicio de ennoblecimiento, un dejarse llevar por las corrientes de los acontecimiento que trazan arrugas según te rías, llores, te preocupes o asustes.

En un tiempo que el bótox congela esa emoción, la tecnología ha permitido recuperar esos recuerdos pero cargados de experiencia. Nunca tendrá la fidelidad de una composición hecha este año, que cumplo 30, pero hay cosas que pueden representarme incluso antes de haber nacido.

Si eso no es una manera de integrarse a la humanidad, no sé que más se podría agregar a esta música.


domingo, 11 de enero de 2009

Jose-fino

Una de las más potentes razones para no haber escrito el mes pasado, fue la fijada intención de cumplir todos mis propósitos 2008 sin pasar ninguno ninguno al año siguiente. Entonces, en diciembre, comprobé con pavor que marcaba rojo en el listado el lanzarme a la piscina cuanto antes, porque debía aprender a nadar si o si.

Verán, cuando ya creía haber resuelto todas mis precariedades físicas y cuando creía haber encontrado el erotismo prohibido de la clase de gimnasia (la misma que durante mi adolescencia fue sinónimo de una vomitiva cohibición) tener que enfundarse un bañador deportivo diminuto, obligarse a usar sombrerito de goma delante de un profesor y pasearse frente a toda la clase vestida en paños menores, era de lo más ansiogénico que podía haber. Pero la ética de la convicción es más fuerte, así que como varón de pelo en pecho, invertí tres semanas de mi libertad vespertina en este negocio, aun cuando eso significara despedirse de los after office justo en su mejor época.

Los movimientos sincronizados de la Noche de Divas y de tantas parodias sabatinas, se escondieron para siempre detrás de los pataleos desesperados que tuve que dar. Y es que la cabeza definitivamente traiciona la libertad, porque por estar tan pendiente sobre cómo mover los brazos, sobre como cortar el agua con las manos dibujando un cuchillo, la coordinación motora de las piernas y caderas definitivamente se fue a las pailas. O a la inversa: cuando conseguía propulsión de sirena movía los brazos como carretonero.

Esto no es como bailar seguro en una pista igualmente carente de oxígeno. El agua no es mi elemento, parece, pero no por eso voy a abandonar la idea de cruzar el Atlántico algún día y no temer morir ahogado si el avión se cae. Si así lo hiciera perdería toda gracia el querer llamarme Josefino, una versión bien maraca de la ballena inflable esa de los dibujos animados. Porque ser colijunto no es lo mismo que andar arponeado y eso no lo sabía cuando veía Pipiripao. Aprender a nadar, y en especial comprobar que no se aprende fácil, me hizo darme cuenta que otra vez me había refugiado sin quererlo dentro de la fantasía, todo con tal de evitar enfrentar lo límites del propio cuerpo.

Entonces la cabeza crece y crece y quedan tantos espacios entre neuronas que uno inventa tonteras como esta, nombres artísticos que nunca se van a usar. Porque la clase era para estar serio, como todo en la vida. El cuerpo es para educarlo, para civilizarlo con guantes largos. Y si no hay algún ahogo que te detenga, nunca podrás ver que la cosa es tan desbalanceada como la masa de un cetáceo comandada por la voluntad de un niño.

Para el final del mes de diciembre, yo todavía no aprendía a nadar como en las películas. Pero en mi propio film mental, había aprendido una vez más que toda la siutiquería que me persigue es tan compensatoria de mis temores como ha de ser el automovil deportivo de un petizo o las tetas sobredimensionadas de una tonta artificial.

Yo no quiero ser ninguno de los anteriores. Por eso deberé seguir ejercitando aunque sin dejar de escribir. En la discoteca, en el ruedo declarativo, en las discusiones domesticadas y aun en la piscina. Para ser un hombre más fino no basta saber francés. Requiere precisión y crueldad balleneras para cazar ese cuerpo azul que siempre nos mueve por debajo del agua.

miércoles, 7 de enero de 2009

De nuevo Año nuevo

La manera como recibí el año grafica de buena forma lo que han sido estos últimos tiempos. Preocupado de llenar las copas y quitar una hilacha de mi camisa, hablando tonterías con los compañeros de piso, los fuegos artificiales empezaron a detonar sin haber contado siquiera los famosos numeritos en reversa.

Tradición aquella que siempre me ha puesto la carne de gallina, constatando que un capítulo más se cierra. La verdad es que así como la Tierra gira nunca es año nuevo propiamente tal. POrque acá son las doce y unos doscientos kilómetros al este el año había empezado hace una hora. Y quién dice que eso valga en la infinidad del Universo?

Es más, a mitad del verano nunca se pone en sol en la antártica, así que nunca se sabe cuando empezó o terminó el año. Mi cabeza se larga hacia el polo sur y se comprueba que no solo hay años de un día: una noche y una mañana eternas. Y parece que esa contabilidad del tiempo es contagiosa, porque cada noche calurosa de diciembre fue como un pestañeo de siesta dominical, apurada pensando en los afanes del lunes próximo.

Entonces, qué iba a saber yo de cuentas regresivas si el primer segundo de 2009 no tuvo ningún magnetismo especial. Porque cuando se está alegre queremos que el año no termine, como si Dios programara sus maldiciones usando agenda y administrara nuestros cupones de mala suerte con un cálculo finito. Así es la vida del hombre pero no su trascendencia, así ponemos límite a la circulación de las cosas trazando una flecha gigante en el Mar de Humboldt. Así es mi vida también, dejando las copas limpias para no llamar espíritus sucios en mi casa, como si los gérmenes acompañaran mi celebración.

El tiempo es tan relativo al final, que los esfuerzos por contenerlo, por marcarlo se traicionan una y otra vez. Los ritos y las cábalas al final son pura magia, las lentejas dando vueltas en mi bolsillo podrían invocar la pobreza reemplazando las vetas de jugoso filete por legumbres para matar el hambre.

Pero en fin. Hay cosas a las que al final no quiero renunciar, por mucha iluminación que haya conseguido a costa de las bengalas santiaguinas. Se me había olvidado escribir, y convertir lo intangible en letra de imprenta. Así controlo mi tiempo y el vértigo de la incertidumbre futura. No quiero ser negligente con mi vida, así que heme aquí otra vez. No quiero cambiar el tiempo.

Quién sabe si habrá novedades para registrar en este almanaque digital.

Felicidades a todos