martes, 29 de julio de 2008

La extinción de los dinosaurios

Recibí una invitación electrónica a una fiuesta after office. Alguna base de datos errada me subió un año y crucé la frontera de los treinta. Mas, en vez de ofenderme preferí meditar con una música adolescente que ahora me daba renovada bienvenida.

Temprano en la vida, no tenía la coordinación suficiente como para poncear con estos pasos antidiluvianos. No tenía las agallas para dejarme el pelo free style, no tenía los zapatos Pluma que facilitaban el pasito hacia atrás. El inicio de los 90 me pilló con una pubertad mal entendida y el típico achaque postasmático, dando vuelta alrededor de la pista de baile colegial. Con pinta de pollo sobreprotegido, sonaba la música fuerte pero no podía seguir la gimnasia de popularidad que mis compañeros tenían.

En ese tiempo no llegaba la rabia grunge ni la ambiguedad coliza suicida britpop. En ese tiempo había compañeros más winner, que se movían como chuzo con testosterona pero se las arreglaban para seducir. Un paso más cerca de la muerte, uno podría pensar, al mirar con sorna estas coreografías, al respirar tranquilo porque no se me fue el tren de la seducción y porque nunca es tarde para cultivar la elegancia.

Entonces, asumiendo de verdad el propio cuerpo, la propia historia, las propias sombras, se puede recuperar el brillo del pasado. La nostalgia se vuelve anécdota y la convicción que todo fue mejor. Ese es el principio de la memorabilia: la convicción que todo tiempo pasado fue mejor, precisamente porque pasó. Ahora, con visión de futuro, somos testigos cada vez más del modo como se capitaliza nuestro recuerdo. Si yo me mismo he perdido el aliento en las Fiestas Kitsch.

Toda época tiene sus guiños retro, de la misma manera que a toda hora se reinterpetan los mismos símbolos. Que lo digan The Commodores tantas veces resucitados en versión boy band. Que lo digan todos los dinosaurios que hoy bailan con la música de dos o tres décadas atrás, que desangran la billetera después de la oficina extinguiendo de manera ridícula aquello que podría ser una salvación.

Hoy día que los solteros van a las fiestas after office con la derrota vívida del sueño infantil, con un divorcio a cuestas o una soltería recalcitrante. Hoy los compañeros winner se convirtieron en dinosaurios por confiar que la vida sería como esos bailes siempre. Yo prefiero bailar casado para reirme de verdad del pasado. Porque el poder de compra ha resucitado tantos estrenos añejos... Lo que no se sabe, es que las épocas pasadas adquieren glamour venida la distancia, del mismo modo que una antiguedad se ennoblece con la pátina del uso. Con el uso que le doy a mis recuerdos, con la factura imperfecta de la fisonomía adolescente. Con la pelea inconciente por hacerse un lugar en el mundo.

Escuchando viejas canciones reconzco que podré persistir solo si bailo con esa canidez asumida en su desgracia. La muerte es la antesala de toda resurrección.

domingo, 20 de julio de 2008

Boda imposible

Ando contagiado con una fiebre matrimonial. Dos fines de semana seguidos que llevo aplaudiendo novias ajenas. Dos sábados seguidos celebrando los zapatos perfectamente lustrados de los novios. Reflejo de frivolidades brillantes como la sonrisa de todos en estos eventos, que no consiguen opacar cierto gusto semiamargo que queda en la boca cuando termina la fiesta.

No es que quiera casarme mañana. No se puede, no habría vestido que me sostuviera ni velo que blanqueara la proveniencia de mis apellidos. Lo digo porque la vez que alguna loca quiso casarse tenía a su favor, al menos, ser de buena familia y en cosas de respeto al orden social eso ayuda bastante. Cuando se es un aparecido las cosas cambian, los permisos para ser alternativo se reducen y en el caso de una boda - ritual donde prima es un futuro que se ordena a partir de una matriz heredada- bien poco se puede esperar.

Y es que organizar el matrimonio puede ser fácil, entretenido y hasta glamoroso. Pero casarse de adeveras es otra cosa bien diferente. quedarse pegado en lo primero, en lo más vistoso para el mundo, es similar a empalagarse con un pastel de bodas, con un bizcocho dulce, vaporoso y repolludo que prepara el paladar para todas las asperezas que la convivencia conlleva.

La cabeza de las locas puede pelear siglos y siglos por el derecho a caminar por la iglesia, con autorizar fanfarrias electrónicas o música disco frente al altar. Pero eso no sería más que una gala de inconciencia, un despilfarro de amor inmaduro que no asume que el amor a otro lo cambia todo. Las bendiciones originales para emprender ese camino, se han perdido en el tránsito al compromiso social.

Con esa obligada majadería autopercatada que todo cola tiene inscrita en su libreta de nacimiento, no queda otra que suspirar ante la imposibilidad de pararse en un altar a pedir bendiciones que se necesitan más que para otras parejas. Eso se olvida cuando los contrayentes están más preocupados del ramo y los vestidos. Eso se olvida cuando la fantasía del príncipe se alimenta una y otra vez, cuando el afán es llegar combinaditos como señal de fortuna. En vez de inventar una nueva forma de relacionarse, una nueva forma de asumir una realidad brutalmente distintiva, la fantasía del matrimonio golpea con la infamia de no poder bailar un simple vals.

No me vengan después con el cuento que uno es promiscuo. ¿Cómo no va a ser así si ninguna cosa, ningún documento oficializa que dejaste de ser adolescente? ¿Cómo no va a haber compromiso, si para el mundo conviene ser soltero, cosa de renovar la pinta todos los días, gastar más plata en la cacería de alguien que nunca será casado? ¿Cómo no va uno a madurar si no hay manera de apostar al compromiso que significa amar al otro, si no hay comunidad que se dé la lata de mamarse una misa para quedar fichados en el grupo al cual recurrir cuando haya problemas?

Salen los novios por el pasillo, parece otra teleserie mexicana y pienso como me vería de frac. A ver si los chamanes toleran esa ropa el día que quiera casarme.

sábado, 19 de julio de 2008

Renovación Urbana

En un mundo donde puedo despertar escuchando versiones mp3 de todos los idiomas del mundo, donde tararear una canción puede ser un snobismo de primer orden, el sol deja de colarse por la cortina, porque a esta altura del invierno se encumbra poquito y no alcanza a despertarme del todo.

Al otro lado de la ventana una ciudad extendida que cada año se crispa más. Que ha optado por descuidar los balcones y enredaderas milenarias para dar paso a edificios cada vez más estrechos, a cavidades cada vez menos privadas. Yo por mi parte, puedo todavía escuchar el carillón de una iglesia que se aleja; puedo todavía oir el sonido de un pájaro perdido. Mientras tanto me visto con pretensiones de modernidad, de geometría libidinosa y me olvido un rato de los compromisos, de la regularidad del calendario.

Las nubes anuncian una lluvia que se acerca. La imagen griscásea de mitad del año. La paleta de colores con que nos han convencido que en Chile pocas cosas brillan. Yo, que estoy acostumbrado a las reinas de la noche, me resisto a pensar que nada se mueve, que la república todavía peina a los señores con gomina. Esto no es un pueblo chico, al menos en mis caminatas dejó de serlo hace rato.

Es temprano una mañana de sábado. Suena como novedad televisiva el dominio parisino de una exiliada que regresa a la patria y en su vuelta la transforma. Una nota femenina repetida de manera imposible en la masculinidad de ritmos sacados de la basura. La vestimenta del delincuente de Franklin que nunca he querido memorizar. El pulso repetido que armoniza con la luces frecuentes del túnel del metro, con el ritmo constante de los postes de luz a ambos lados de la autopista.

Santiago otra vez da una sorpresa.