domingo, 26 de octubre de 2008

Corrección kitsh

Descubrí que para adentrarse en el pasado, hay que pedirse permiso. Habemos algunos que a veces prometemos no recordar aquello que ya pasó, ya sea por sostener la existencia luminosa de hoy, sea para no volver a mirar las grietas que recorrieron el alma algún día.

Debajo de nuestra propia corteza habitan imágenes archivadas, clasificadas según las conexiones que tengan con determinados eventos de nuestra biografía. Muchas veces, en el último rincón habitan las sombras de una infancia que siempre resultaría herida. Cuando niños, carecemos de juicio para dimensionar correctamente el mundo y en ese uso subjetivo de la medida, cualquier piedra puede convertirse en un monte. Y funciona al revés también, en una hoja de árbol se resuelven los misterios del universo.

En ese tiempo se creen todas las leyendas que prometen un futuro hermoso. Y pasado el tiempo, a veces se comprueba que eso que se esperaba ha venido a materializarse en formas insospechadas. Por eso, cuando estamos acá, nos empeñamos en desprendernos de ese ropaje ingenuo, de esa torpeza pendeja que estaba llena de miedos y fantasías sin calibre. Parece mejor olvidar el pasado, para que no nos llene de tristeza la sensación de mundo sumergido.

La pubertad, ese cataclismo que nos obliga a volvernos adultos a la fuerza, nos lanza hacia el interior en busca de refugio y a medida que damos más pasos en esta tierra más debemos fortalecer el mundo propio, como guarida de esas cicatrices que buscan ser atendidas, esa figura de salvación crucificada tantas veces. Y nada, nada de los que somos en la superficie se entiende sin esa arquitectura que a veces parece trágica, pero que, precisamente en ese contrasentido, se convierte en la mayor aventura que todo hombre ha de vivir.

Y tenemos permisos cotidianos como esas fiestas kitsh que tan de moda se han puesto. Allí, con un dejo de sofisticación y humor, tenemos permiso para adentrarnos en canciones que coleccionamos sin saber por qué. Y es que aquellas letras que parecen nefastas a nuestras costumbres tecnológicas, son un reservorio de momentos que se desdibujan a su antojo, pero que se archivan en el inconciente que nos humaniza de vez en cuando.

Es un ejercicio de humildad creer en soles sumergidos. Esos mismos nos iluminan desde dentro.

lunes, 20 de octubre de 2008

Nostalgia noctámbula

Como en los sueños, hay veces que uno experimenta visiones en mitad de la noche. Hay semanas en donde eso ocurre especialmente los sábados. Cesada la carrera laboral, a veces tan estandarizada, se despierta el ansia de brillos y escote del fin de semana.
Noches de fantasía que se prometen en los variados carteles santiaguinos.

Con mis impulsos, de tanto en tanto soy arrastrado hacia la nostalgia de épocas pasadas. Siempre se puede bailar de la mano de la memorabilia y se puede dar un giro adicional a la misma tuerca de siempre. ¿Qué hay en las fiestas ochenteras que resulta tan atractivas para estar?

No es que me falte música. Al igual que muchos tengo toda una extensa lista de mp3 consagrados al recuerdo melancólico y bailable. Pero estos últimos tienen una trampa adicional: pueden conectar con la torpeza púber con mayor facilidad. Para el tiempo que muchas de estas canciones sonaban, yo me quedaba frente a la pantalla soñando con la capacidad de bailar igual.

No sabía que años más tarde las hormonas pondrían a prueba estos deseos. Pero esta noche no necesito sincronías. La nostalgia es intransferible al fin y al cabo. En la extrañeza de la ingenuidad hay un reconocimiento implícito a una adultez maleada, a una presencia esquiva de la agresión que conlleva pararse frente al mundo como un hombre con opciones, que convoca y que disgusta. Atrás quedó el tiempo cuando las cosas desagradables de uno mismo podían quedar en suspenso.

Bailo queriendo aumentar mi sofisticación, pero memorizo la melodía que me recuerdan que hombres y mujeres fuimos un poco más inocentes y que de tanto en tanto buscamos refugiarnos en ese recuerdo. Ahí a la derecha hay alguien guiñándome un ojo e invitándome a recordar viejos deseos.

Podría celebrar la ridiculez de viejas modas, pero para mi hay un símbolo de un tiempo perdido que exige habitar en la memoria. De otro modo no tendría fortuna en el amor. De otro modo no podría dar el paso siguiente. Una noche de baile, otra vez, puede ser un ritual que marca nuevos tiempos para la vida.