sábado, 25 de septiembre de 2010

Casquivana

Ad portas de conmemorar otro año más la celebración de la Patria Gay (pucha Alberto no te pude acompañar esta vez), escribo una nota sobre el tema desde lejos pero lleno de recuerdos.

Era el principio de los 80 y por allá en Santiago, mi casa se inundaba de tanto en tanto con los sonidos de la legendaria Raffaella Carrà. Como era usual, cada domingo me instalaba frente al televisor, quietecito, esperando un programa semanal donde siempre rotaban algunos de sus videos recubiertos de diamante y terciopelo. Recuerdo muy bien esa imagen y memoricé de inmediato su melena rubia y sus pasos coquetos. También grabé los ritmos de sus canciones tan profundo que hoy me resulta imposible no esbozar una sonrisa o dejar de mover los pies cuando sus canciones disco suenan en algún lugar.

Probablemente no soy el único que tenga este recuerdo. Los camaradas gay de Santiago de cuando en cuando le rinden culto. Hay algunos que se ocultan en los matrimonios pitucos donde siempre se baila alguna canción de la italiana. Hay otros como yo que la llevan cargada en los brazos de un mp3. Y hay todo un pueblo que en alguna fiesta kitsh la idolatra, cuando en medio de la marea humana aparece en sus tempranos videos, dirigendo los movimientos de todos los que allí no somos rubios naturales. Y por un momento brilla otra vez la fantasía sobre su vestido de lentejuelas, y a uno lo agarra la hipnosis de sus pasos energéticos y por su feminidad irresistible y ensalzada.

Si hasta el mismo Papa la censuró cuando mostraba el ombligo por televisión abierta allá por los 70. A ella, que después le dio por andar rodeada de más colas que Madonna. A ella, que nadie le ha podido copiar realmente bien el pasito ese del "desnucado", una marca coreográfica inolvidable y que nos deja con tortícolis a todos los demás al tratar de hacer el numerito en una fiesta. Como si mejor fuera no copiarlo. Quizás porque era demasiada provocación en su minuto, demasiada insinuación de una mujer perdiendo la cabeza y con ello el control de sus impulsos o quizás, en un arraque psicoanalítico, era demasiada señal de los estertores elásticos que ocurren en la cama.

Pero pasó piola que en ese movimiento hubo una pequeña revolución. Si la mujer es la verdadera portadora de la cultura, también tiene en su mano la llave para introducir los cambios que quiera. Las discusiones públicas no son nada si no descansan en un cambio en las maneras de ser, en los juicios sobre lo que está permitido. Entonces, imitar a la Carrà que en su minuto rompió esquemas, expresa por identificación esas ganas que tiene uno de quebrar lo establecido para evitar la violencia de la propia represión.

Porque que me digan mis colegas que alguno se ha ataviado de mujer para bailar como ella. No conozco a ninguno. La mayor parte de las veces uno elige una amiga para levantarla por los aires y hacerla sentir una reina, mientras se integra ese ballet que pide permiso al mundo para manifestar su cuerpo, entre vueltas y saltos, mientras la diva oficia de embajadora de la libertad para el sexo. Porque las canciones de Raffaella no dicen nada, salvo que se puede vivir con picardía y que incluso las traiciones pueden tener un tono festivo.

No me engaño con que un lado mío quiere vivir así. Y si la Carrà hubiera ido a animar la marcha chilena me hubiese pegado el viaje como sea. Porque con mi inocencia preescolar veía su programa porque había una mujer bonita que cantaba canciones pegajosas. Mas, sin saberlo, esas mismas letras hoy son el vehículo de una forma de ser, de una puesta en escena, que así como las fiestas, aparece algunos días para recordarme que la cultura se puede cambiar también sin hacer tanto discurso.

Una cantante que dejó de parecer modelo para ser una bailarina loca, una casquivana o cabeza suelta, nos ahorró harto trabajo a varios. Y si me sé las canciones de memoria, como buen alumno, tendré que seguir con su labor. Porque como en el amor, en la vida todo es empezar.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Lecciones de peluquería

Instalarse en otro país tiene millones de detalles que se descubren sobre la marcha. El idioma, las costumbres y otras cosas desconocidas pueden convertir eventos automáticos en una aventura antropológica. Porque, con mi deseo de ir ordenadito a la universidad, pasan cosas tan simples y necesarias como el hecho de tener que cortarse el pelo.

Acostumbrado en Santiago a la mano certera de Andrés -nuestro peluquero- había olvidado lo estresante que puede ser entregar la cabeza a otro ser humano. Más aun cuando el valor más módico que se puede conseguir -15 euros o unos 10500 pesos chilenos- convierten cualquier equivocación en un error bien caro. Porque una cosa es sentarse en la coiffure bien pituco y creyéndose el rey de la moda por pedir le style parisien. Pero otra diferente es dentrar a explicar -en mi plebeyo francés- qué es lo que uno quiere que le hagan para no terminar convertido en un espantapájaros. Y en esos minutos la torpeza de la lengua se hace evidente y uno recuerda con un escalofrío cuántas veces dijo sin pensar siquiera, qué es lo que uno quería.

Porque aunque muchos no lo sepan, si no fuera por mi insistencia en mantener mis mechas a raya, mi calavera luciría una frondosa cobertura de oveja árabe. Pasado un mes de mi última rapada, las motas eran evidentes y la greña con la que me levantaba cada mañana se me volvía insoportable. Más aun cuando se tiene un tapizado rebelde: quizás imitando los pulsos interiores de mi cabeza, mi pelo se enreda sobre sí mismo como tratando de introducirse en mi corteza cerebral. Es como una lana que cubre mis pensamientos, la cual insisto mensualmente trasquilar. Por eso así siempre fue la orden: con tijera, no muy corto, tráteme bien, que voy a volver luego.

Sin embargo, mi errancia magallánica me sentó esta vez delante de la peluquera más rubia natural que tendré oportunidad de conocer. Con sus ojazos azules me dice ouiiiii y yo tengo imperiosamente que empezar a explicar. La teoría de sistemas dirá que debo coordinar conductas en el lenguaje. Y dirá también que tanto ella como yo debemos estar acoplados estructuralmente. Pero todos los teóricos de sistemas que conozco son unos pelados resbalines-de-piojos así que no tienen idea de esta aplicación. Y yo, sociólogo inválido, tenía que olvidar por completo mis aproximaciones teóricas a Francia, para asumir de nuevo las pautas propias de una peluquería y humildemente detallar cómo quiero que me deje la sorpresa.

No estuvo mal al final. Pero durante todo el proceso sufrí lo indecible. Sumen que al miedo esencial estaba el impedimento de usar mis anteojos durante el corte, de manera que no tenía cómo mirar el proceso y menos aún saber cómo quedaría al final. Cero opción de corregir nada, porque tampoco sabría como pedirlo. Y es entonces cuando en un momento de epifanía, sentí en lo más recóndito de mi ser que cortarse el pelo es un profundo acto de entrega, es una confianza que se deposita momentáneamente en otro ser humano que durante unos instantes tiene el poder absoluto.

Nada me garantizaba que la niña no fuera racista y homofóbica y me premiara con una promoción 2x1 del arsenal del Machete Loco. Nada me garantizaba que sus tijeras pudieran arar de buena manera mis cabellos de ángel cuzqueño. Nada me garantizaba nada, salvo la fe que si quedaba un cagazo no tendría más remedio que sentarme a esperar que la vida (y el vigor de mis folículos) arreglaran todo con lentitud.

Entonces, deduje, esta cortada de pelo tenía un carácter litúrgico. Entregado a la voluntad de otro, obediente a los ritmos de la vida, mi pecado de ir contra natura y no dejarme la trenza que debería identificar mis modales, tuvo una balsámica purga gracias a la resignación forzada que me sometía.

Dios encuentra caminos extraños para manifestarse al recordarme que no todo depende de mí. Y como las Moiras griegas que sostenían la tijera para cortar el hilo de la vida, fueron quince minutos donde la mía estuvo a punto de terminar por culpa de un colapso nervioso empuñado en sus utensilios de peluquero. Pero aprendí la lección y leí entre líneas: desde ahora me evito el sufrimiento soltándome las trenzas o deposito toda mi confianza y mi tiempo de ponerme lindo, en otros seres humanos que sabrán atenderme bien.

El asunto es que como este corte de pelo, este día también fue una invitación al cambio.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Un saludos de cumpleaños

A mi Patria que me ha enseñado lo que es romperse y volver a empezar. A mi Patria y sus apuros de futuro, sus recuerdos ensimismados y su presente de primavera. A mi Patria que nunca me enseñó a ser ciudadano del mundo sino un sencillo vecino de éste.

A Chile, a sus trabajos y su pan. A las marraquetas de mi vida y los panes amasados de mi abuela. Al Tambo y su fertilidad que siempre trae y se lleva el río. A las piedras del camino y los dedales de oro que conducen sus carreteras. A sus cantantes y poetas cursis y maestros. A las escuelas y los campos. A los aluviones, a los temporales fieros del invierno, a los terremotos estrictos como un padre y a la naturaleza que nos paga con sus frutos y postales.

Al Pacífico, que desde aquí bien lejos se mueve indómito dentro de mi cabeza. A los rumores del mar dentro de las cacerolas de mi papá y a todos los vinos y otros alcoholes misteriosos que no alcancé a probar antes de partir. Al relleno de las empanadas que heredé y a todas las cebollas que saqué de la tierra para llorar de alegría.

A las mermeladas, a todas las frutas confitadas que alegraron los inviernos. A los panqueques de mi madre, sus decorados tricolores y nuestra envoltura de sábanas un domingo de frío. A la bandera que todos los septiembres colgamos delante de la casa. A los volantines asesinos que persiguen las autoridades y su hilo curado rebelde que no se muere todavía. A los volantines rotos de mi torpeza, a mis pasos de cueca maltrechos y a la esperanza de aprender a bailar mañana.

A Santiago, su cordillera encumbrada y sus veranos calientes. A sus atardeceres infinitos del verano, a sus navidades multicolores de verduras. A esa navidad que por un tiempo no viviré y que en cambio me hará extrañar esos grises días de invierno.

Al metro y las micros que me llevaron al trabajo. A los fuegos artificales de la Torre Entel en año nuevo, a la Quinta Normal donde aprendí a andar en bicicleta y al Parque Forestal donde saqué a pasear mis locuras. A la calle Merced y la terraza donde sentía la ciudad. A la calle Vergara y sus adoquines donde aprendí a pavimentar mi vida.

A mi país y sus ciudades que no se rinden. A los dolores que recuerda hoy día Chile y a sus esperanzas también. Al porvenir que a todos nos espera. Al lugar que todos ocupamos, a los cambios que necesitamos y a las misiones que nos llama la tierra. A los lazos, a las nostalgias y los orgullos.

Te extraño Chile desde lejos y hoy celebro y lloro tu distancia. Volveré para engalanar alguna fiesta de otros años, cuando haya aun más velas que soplar. Porque nunca te dije adiós; solo estoy preparando mis dicursos y hoy conmemoro con mis compatriotas una vez más la gallardía de la tierra a la cual llamamos casa.
A tí Chile que eres mi lugar en el mundo.

martes, 14 de septiembre de 2010

Surrealismo santiaguino

Hay ciudades icónicas como París, pero hay otras anecdóticas como Santiago. Así que ninguna es mejor que otra, al menos hoy. Lo he ido sabiendo a partir de los recuerdos que se han agolpado en mi cabeza estos días. Ya sea porque adornaron la despedida o porque son los materiales con los que intento construir una nueva casa. Y aunque esta sea una ciudad de lo infinito, hay cosas que no sé si podrían pasarme estando acá.

Lo digo porque andando en metro, ayer, rememoré uno de mis trayectos de infancia. En esa época yo vivía en Pila del Ganso. Hoy la fuente homónima ya no está más ahí. Se la llevaron para otro lado. Tampoco la estación tiene ese nombre(ahora se llama San Alberto Hurtado) Y así como esos carteles, se evaporó también la botillería donde lloré cuando quebré una CocaCola, se fue para siempre la tienda de Don Arturo, ya no se huelen las sopaipillas grasosas de Los Gansos y falleció el señor de los diarios al que entrevisté para mi primera tarea del Colegio. Todos esos lugares y personas parecen muy lejanos hoy, más aún desde este sitio.

Sin embargo, aunque parezca de fantasía, todavía recuerdo vívidamente el día en que uno de los innumerables circos que cada septiembre se instalaban en Alameda con General Velásquez hizo un numerito de antología. No me refiero a la compañía que tenía al acróbata de la moto que daba vueltas dentro de una esfera, porque aunque no nos dejaba dormir a mi hermano y a mí -ya fuera por la bulla o las ganas de ir a ver el show- la vez que lo vimos en directo lo encontramos bien ordinario. Tampoco me refiero a las luces nuevas de los carruseles que ponían delante de la carpa, ni a las nubes pasajeras de algodón de azúcar que me teñían la boca de rosa, ni a los payasos que envejecían debajo de su estuco sonriente.

Me refiero al día en que Pila del Ganso estuvo de alerta. Me acuerdo bien, iba saliendo del metro después de volver de clases y toda la gente andaba nerviosa y con cara de dolor de guata. Había como un movimiento raro, el señor de los diarios se había ido, la dulcería de la esquina estaba cerrada, pero caminé hasta la casa sin pensar nada terrible. Mas, todo cambió cuando al ratito la radio que siempre acompañaba el almuerzo transmitió su notición. Resultó que al ladito de mi casa, en el circo de siempre, se había escapado un tigre y lo estaban buscando en una de las casas del vecindario. Mi calle tan corta como una cuadra de repente era famosa, pero era seguro que nadie en la casa quería salir en las noticias.

Mi nana casi se muere de la impresión y probablemente Álvaro y yo quedamos blancos como papel. ¿Y si el tigre se comía a mi mamá o mi papá al salir del metro? ¿Y si el tigre se escondió sin darnos cuenta en ese sótano oscuro al que nunca me atreví a bajar? ¿O si se metió en el entretecho ese que tenía una puerta por donde siempre imaginé que saldría Frankenstein?

Pero el tigre era más pituco y extrañando quizás su natal Bengala se escondió a una cuadra, en una casa con jardín de filodendros y gomeros altos como un palmar. Nuestro jardín era tan desaliñado que parecía un desierto y la casa que escogió siempre fue como la mansión del barrio. Nunca vi a la gente que vivía ahí, pero me acuerdo que decían que esa era la casa de una viejita. O a lo mejor era una mina joven que se arrugó del puro susto. Dicen también que el león estaba durmiendo cuando lo encontraron porque lo capturaron a la hora de la siesta. Y por suerte no se comió a nadie, incluyendo a nuestro gato Silvestre que se salvó de estar en su menú. Para cuando llegaron mis papás la noticia era añeja, pero yo recuerdo haber estado tan exitado como si hubiera ido a un safari.

Antes de partir a París, un día conté esta historia en casa. Nadie se acordaba mucho y es obvio, debe haber sido tan terrible pero tan surrealista a la vez que es mejor olvidarla y pensar que estaba engrupiendo con una película. Pero estoy seguro que no es así. Y estoy seguro que solo en Santiago eso pasa y no le cambian el nombre a la calle, porque si hubiera ocurrido en Francia seguro frente a la casa le plantan un león durmiente.

No obstante, honrar ese recuerdo de la memoria primaveral de mis años pimpollos es una buena manera de no perder distancia con esa biografía que, así como la imagen que vuelve y así como un Santiago que busca resignificarse en mi memoria, intenta mantener un espacio vivo, enriquecer mis días y no olvidar que las posibilidades infinitas están donde está uno y no solo en un lugar especial del mundo. Porque aunque Levi-Strauss, Foucault o Bourdieu hayan cruzado la misma calzada que hoy piso, ninguno de ellos tuvo un tigre durmiendo en la casa del vecino.

Eso solo pasa en mi Chilito querido, al que empiezo a celebrar con esta columna.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Integración galiza (o de lo que pasa al querer ser cola en la Galia)

Estoy preparando mi primera entrevista de la tesis. Estoy de cabeza leyendo capítulos enteros que narran la aparición de los espacios colizas en la ciudad. Estoy más ilustrado que nunca en estas materias, pero también jamás me había comportado menos prototípicamente que hoy. Voy a explicar por qué.

Hoy más que nunca se me hace claro que no puedo abolir mi experiencia personal al momento de enfrentar los estudios. Porque encima del escritorio, junto a los libros, se me hace presente una de las mayores dificultades de mi aterrizaje europeo. Al recorrer la ciudad queda claro que un bajo presupuesto me margina de todo lo que el consumo de espacios conlleva. Y para los que crean que los franceses son críticos con el consumismo, puedo decir lo contrario. Si así fuera no habría como explicar que todos los días estén los bares llenos, que en la casa que cohabito la fruta se esté pudriendo y que las mujeres y hombres saquen unas pintas que no sé como pueden financiar.

Dentro de ese escenario, un bajo presupuesto margina. Pero lo más interesante de todo es que el espacio que han armado acá las minorías sexuales reproduce ese mismo patrón. Porque a mí que sigan mintiendo con eso de la aparente democracia metropolitana del Marais: dárselas de gay sofisticado, y ser un usuario legítimo de los barrios homosexuales del primer mundo exige cumplir un estándar difícilmente abordable.

Si fuera fiel a la estructura de integración por el consumo, no me quedaría más opción que quedarme sobre el margen o -en un arranque de locura- empezar a vivir y contar la fantasía parisina sin importar lo que cueste. No obstante las limitaciones financieras e idiomáticas han entrenado mi humildad, y me han puesto en un lugar de observación diferente. Creo que ahora puedo mirar con más humanidad a tantas camaradas chilenas que por levantado de raja simplemente desprecié.

Mal que mal, pensaba que por pensador podía acceder a una vanguardia. Pero la vanguardia se quedó en Chile, no porque yo marcara tendencias (la paquidermia no es una) sino porque podía reconocer un espacio urbano al que accedía ya sea por los objetos o por las palabras que se podían decir. Cruzado el umbral del deseo y la curiosidad, un día tuve la posibilidad real de pensar algo distinto de mi lugar homosexual. Sin experiencias en la vereda coliza no habría trascendencia en el pensar; y sin embargo, al no ser conciente de mis propias claves de desenvolvimiento, terminé participando de un círculo de violencia sumergido, al conquistar en Santiago un espacio físico y discursivo sin cederlo a otros. Al creer que tenía todas las libertades para pensar catalogué de huecos, brutos o arribistas a los que intentaban ejercer su libertad sodomita visiténdose como reinas y adornando Santiago como un pequeño Mónaco homosexual.

Ahora me toca estar de otro lado, al menos en mi cabeza, porque mientras no tenga los euros para ir a parrandear al Marais, para perderme en Pigalle, no seré nadie en el horizonte de reflexión coliza parisino. El mismo que describen los artículos que leo y respecto de los cuales no tengo nada que decir.
No es una tragedia, en modo alguno, pero es un buen aviso de cómo las reflexiones tienen que ser integrales e integradoras. Vivir la vida en rosa, en Francia, es mucho más que un detalle o una vocación. Es una tentación permanente que ha cruzado fronteras y ahora que vine para acá, así como inmigrante, me dio también la libertad de ver sus exigencias, sus carísimas exigencias y sus aciagas promesas de libertad. Porque al final, si quisiera vivir la integración galiza olvidaría quien soy, quién puedo ser y a quién puedo retratar en mi futuro.
Al final nos quejamos de marginados y tenemos cosas que marginan más.