martes, 21 de diciembre de 2010

Caminando sobre nieve

Hace años atrás, varios años, pasamos una Nochebuena en la Posta Central. Debo reconocer que mis recuerdos no son del todo claros, éramos chicos y como siempre antes de partir a misa, esperábamos en el auto mientras alguno de mis papás se devolvía a la casa porque se le había "olvidado" algo. Casi siempre era la vela para llevar a la iglesia, la estrella del pesebre o el niñito Dios que había que bendecir.

Todos los años la misma historia. Salvo que en esa Navidad mi mamá, -cuidadosa de borrar sus pasos al sacar de su escondite los regalos- apagó las luces de la casa sin haber bajado del segundo piso. Consecuencia: un navideño porrazo por las escaleras, que por suerte se tradujo solo en una esguince, roja e hinchada como los adornos del arbolito de Pascua. Y como si quisiera competir con las luces de las calles, aquella Misa del Gallo tuve que ver como la pobre se volvía intermitente y se ponía blanca, verde y roja soportando estoica el dolor, mientras el curita una vez más narraba el episodio del pesebre y del parto mariano.

Salimos de misa y como de costumbre mi hermano y yo, pajarones y excitados, confundíamos los aviones con la estrella de Belén y el trineo del Viejo Pascuero. Como siempre, todo era una amalgama festiva en la cabeza y aún cuando esa noche hayamos desviado la ruta antes de volver a casa, sabíamos que a la vuelta el gordo pascuero habría traído nuestros regalos. Quizás por eso el rato en la Posta pasó tan rápido, porque a la vuelta estarían los regalos.

Ahora me pregunto cuál será el regalo que voy a recibir este año. De la misma manera que mi mamá en esa noche pasada, hoy camino patuleco sobre las calles enceradas de nieve, pisando doble para aprender a marchar sobre un terreno desconocido, sobre la pátina blanca que trata de multiplicar la esquiva luz del invierno del Norte. Sobre esta alfombra resbalosa, pero elegante que es como mi vida. Ahora que recuerdo esas Navidades calurosas del sur donde los adultos hacen acrobacias para sorprender a los hijos, donde la mentira de "se me quedaron las velas" era una carrera para sacar todos los paquetes que multiplican los colores del pesebre.

Yo fui conociendo la verdad de a poco. Como cuando el saco de regalos tenía una nota del Viejo Pascuero que, con una letra sospechosamente parecida a la de mi vieja, agradecía el sandwich y Coca Cola que le dejamos pensando en su cansancio. O como cuando mis papás aceptaron que cada uno pintara el pesebre a su gusto, porque no había una sola versión de las cosas, y Alvaro tiñó de negro a Baltasar, tan negro y con los ojos tan blancos, que ahora mira de lado para no asustar a las visitas.

Hoy, que comprendo cada vez más la verdad, renuevo mi creencia en un Dios que viene, donde creo en un Jesús que nace de nuevo, y frente al cual solo espero revivir sin demasiada melancolía ese verso del Tamborilero, ese que habla sobre el camino que lleva a Belén, que baja hasta el valle que la nieve cubrió. En la Posta Central no tenía como entender nada de eso, chorreando Navidades con las primeras sandías del verano. Tan distinto al día de hoy, que tengo nieve en mi puerta, en mi ventana, en mi cabeza y en los ojos que se apropian del mundo. Pienso entonces que la misma actitud humilde del villancico será mi consigna.

A todos los que quiero, no les tengo grandes regalos, solo el rumor del tambor que llevo dentro y que -así como me permito ser sentimental y barroco en estas líneas- suena junto al misterio de un Niño que nace y que dando sus primeros pasos sobre nieve, me acompaña en la vida maravillosa. Blanca como la inocencia de quien se deja sorprender, camino sobre nieve para celebrar con deseos, nostalgias, alegrías renovadas y sobre todo esperanza.

Feliz Navidad para todos.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Juegos de identidad

Al principio, las primeras veces donde debía presentarme en público, solía decir justo después de mi nombre, que yo era chileno. Era la mejor manera de excusarme de la mala pronunciación y delirante gramática del francés que seguiría a continuación. Pensaba que era mucho mejor advertir al auditorio sobre mi hispanofonía, anunciar mis dificultades para articular 16 vocales cuando a mí me habían enseñado en la escuela que sólo existían 5.

Eso, hasta que unos días después (a la salida de un auditorio) una compañera francesa -con las mejores intenciones, eso no lo dudo- me preguntó si era verdad que siempre bailábamos salsa en todas las fiestas. Esa misma noche, saliendo a comer pituco a un lugarcito en mitad del barrio marica, una cola vieja que se quería hacer la simpática me preguntó si acaso mis chilenos padres vivían también en las montañas, porque la señora del aseo de su oficina era una peruana analfabeta cuyo semblante serrano tenía el color de mi piel y mis ojos achinados al reir. ¡Demasiadas brutalidades para un solo día!

Siento decirlo, pero viviendo en una ciudad como esta, la cual Wikipedia describe como una capital global, hay veces donde se pueden recibir grandes decepciones identitarias. Porque no es lo mismo turistear que tratar de armar una vida como extranjero. Y puedo explicar lo que pasó sabiendo que los parisinos tienen su propia ensalada identitaria con la inmigración de Europa del Este, África y el Magreb. Con los argelinos que son una herida abierta sobre la brutalidad colonial. En ese contexto, inútil era explicar entonces que la parte tropical y bailarina de Latinoamérica termina varios paralelos arriba de Arica. No tenía sentido señalar que en verdad yo había aprendido a improvisar la cumbia de Pachuco, o que Perú tiene costa, o que ostenta premios Nobel de literatura, igual que mi país, que de hilachento y lejano desaparece aun de los mapas museo del Virreinato español. Chile para ambos cristianos (y otros más que conocí después) tenía la misma fama efímera que los mineros desenterrados o los adobes desarmados de cada terremoto.

En circunstancias como esa, se hace patente entonces mi propia identidad nativa. Una que se enoja al principio cuando el otro no tiene referencia alguna a aquello que me define. Cuando una pregunta literalmente "desubicada" borra en una frase mi geografía rocosa, mi océano cautivador y terrible, mi desierto florido, mis selvas heladas del sur, mis volcanes dibujados de niño, mis veranos de sandía o mis inviernos anegados de Santiago. Cuando el desconocimiento de mi identidad pasa por encima de la tonada y la cueca que llevé tan escondida durante tanto tiempo. Cuando esta ignorancia me obliga a explicar que mis tías campesinas no usan faldas arrepolladas y un canasto de frutas en la cabeza. Cuando el no saber olvida que al igual que en estas latitudes yo aprendí de religiones colgándome un rosario, haciendo penitencia, mojándome la frente en agua bendita para limpiarme los pecados o aguantando las letanías llenas de velas en Pascua de Resurrección.

Una opción primera era pararme en la hilacha para ilustrar la ignorancia ajena con la arquitectura colonial de mis recuerdos. Seguramente olvidaría en la pasada mencionar que vengo de un país con una segregación social enorme (rasgo que también compartimos con la Francia moderna), donde las colas se mezclan casi nada entre ellas, o donde ignoramos demasiado sobre muchas partes del mundo. ¿O acaso no es cierto que muchos entre nosotros cometería los mismos errores que dije en un principio, si nos presentaran un azerí, un kazajo, un usbeko o un iughur? ¿Muchos no comproboríamos nuestro despite si un punjabí de la India nos dijera que es musulmán? ¿Acaso no fuimos casi todos los que crecimos pensando que todos los chinos se alimentaban de los vapores vegetales de la comida de Cantón?

La segunda opción, creo, parte precisamente de estas preguntas que hacen evidente los juegos de identidad. Asumir que nuestro mapa del mundo siempre está incompleto, y que lo que damos por cierto se pone en perspectiva siempre que estamos fuera de nuestras referencias. Esa suele ser la principal lección que describen todos los que viven fuera. No se trata de aguar el romanticismo de París contando que aquí nadie se espanta si ve un ratón en el supermercado (lo comprobé con mis propios ojos), ni de hacer una apología del pulcro y sin mear metro de Santiago, o desconocer las bondades de este país por añorar el orgánico desorden del campo chileno. No, el asunto se trata de hacer evidente eso que decía Goffman, en cuanto la vida es un teatro donde somos actores que interpretan diferentes roles según la obra.

Acá ser latinoamericano es sinónimo de salsa, se empeñen o no los charangos que tocan todas las mañanas en Strasbourg-Saint Denis. Ser latinoamericano es equivalente a dictaduras ochenteras, pero también a la alegría, al rubor que produce en otros nuestra costumbre de abrazar a la primera: en eso en Chile no se parece un pelo a la idea de la Suiza de América, es otro pueblo más acostumbrado a criticar con voz bajita y hacer amigos invitando a comer en casa.

De ahora en adelante, en el juego exótico del investigador cola instalado en una École parisina, no enfatizaré que vengo de una sociedad donde Internet se usa cien veces más que acá, donde el reggaetón está pasando de moda, o donde el recuerdo del manjar blanco nos abruma el paladar, tanto como para no aprender nada de las sutilezas de la cocina de esta sociedad. No me defenderé con chauvinismos. No, lo mejor será dejarse llevar y asumir el papel del extranjero que -desvestido de todo ropaje entre medio de personas que no saben cómo me visto- está dispuesto a aprender lo esencial de la convivencia humana, adaptando necesidades al idioma local y recordando que las posibilidades de aprender van con uno, porque no dependen de la ciudad que habite, sino de la disposición histriónica a interpretar un personaje que hasta ahora no conocía.

Y porque estoy en una sociedad libertariamente ortodoxa, debo recordar que no es la primera vez que interpreto una canción donde me representan de una manera no muy cristiana.