lunes, 1 de noviembre de 2010

Cumbia parisina

Acá, en París, da un poco lo mismo que haya sido mateo para aprenderme las fórmulas de la politesse o que no piense la gramática del passe compossé o el plus-que-parfait. Da lo mismo que distinga la geometría del acento grave, el agudo o el circunflejo. Importa poco. En el corriente, en la interacción rápida, es poco relevante que esto lo supiera antes de llegar: ahora que trato de hablar serio me traiciona la ortografía, las palabras imprecisas y aún la natural disposición a pensar traduciendo, cosas todas que se notan demasiado en aquellas circunstancias donde uno realmente está siendo puesto a prueba.

Lo mismo pasa en Chile. Sea por un jurado de la academia, sea por un funcionario de alto rango, uno va tranquilo si sabe que puede hablar de corrido (es hasta un piropo) tanto así, que esa habilidad a veces da el permiso para burlarse de aquellos que no pueden hacerlo. Mientras más aumenta la riqueza del léxico, más se pueden hacer esas pausas donde escuchar el contenido y la forma de lo que otro dice nos hace clasificarlo sin más. Yo acá, cargo la etiqueta del incompetente y establezco mis diálogos con cualquier francés siempre dentro de esa relación de asimetría. Porque aunque tenga la más lúcida de las ideas basta una sola letra mal articulada o una mísera falta de ortografía (mal recurrente cuando una lengua no es fonológica) para desvalorizar todo el contenido de mi transmisión. No hay remedio. Es un asunto de expectativas en el discurso.

Y yo que me sentía seguro en el dominio de la palabra, yo que fantaseaba con la escritura acrobática que a veces me gusta desplegar. Yo que en Chilito creía que podía ironizar en barroco, poner desordenadamente los adverbios o rasguñar la rosada cursilería si por decir hipérbole, hipérbaton hacia gala de algo que se estudiaba en 6° básico, pero que yo simplemente retuve.

Acostumbrado a predecir las cosas por su etimología, tuve mi desquite este sábado que pasó. La sorpresa me la regaló la cumbia. La misma cumbia que durante años renegué, convencido que las fiestas de mi casa eran ordinarias por vacilar al son de los Wawancó, la Sonora Palacios, la Sonora Dinamita o Adrián y los Dados Negros. Años donde yo no sabía bailar y me escudaba en la pose del sociólogo observador y voyerista. Años donde mi cuerpo adolescente estaba demasiado enjuto y cerrado sobre sí mismo como para obedecer el mandato de la música. Años donde no sabía simplemente decir nada con el cuerpo.

Menos mal que antes de venir, aparte de estudiar francés también aprendí a soltarme las trenzas. Menos mal que eso venía junto con el pasaporte, esa noche donde crucé la puerta de un local parisino en el XXème. Adentro una sonora de las antiguas, de esas como de los años 60, con el mismo timbre que las fiestas de mi casa, la de mis abuelos, las del 18 después de la cueca. Mismo ritmo indio y negro que pude seguir sin instrucción alguna cuando crucé el umbral de mi propio pudor. Y adentro una manada de francesas ardientes por un hombre que supiera mover las caderas y que no fuera musulmán. Al menos uno en medio de ese ballet de armarios. Uno que supiera seguir la fiesta que suspende el discurso, uno que por un momento les enseñara un paseo fuera de una sociedad acostumbrada a la crítica y la palabra pero no a relacionarse desde el baile.

Ahora era yo quien sabía cómo hablar. Y aunque no fuera el que tuviera mayor vocabulario en la sala (deberían haber visto a Francisco) por un momento agradecí ser latinoamericano y saberme las canciones y bailar de corrido, porque aunque nos cueste reconocerlo, los ritmos tropicales también forman parte de un alma oculta en el Cono Sur, una donde ningún cumbianchero, salvo Tommy Rey en Año Nuevo, se consagra como un héroe de la música local.

Pero en medio de la cumbia parisina, fueron mis héroes. Sujetos que comparten podio con toda la literatura de estos años. Sujetos a los que les podré dar gracias por muchas cosas. En la magia de poder hablar de nuevo, esta vez con la hipérbole latina del bailar, adjetivando con los hombros, con la eufonía de los brazos, o el metarelato de mis pies, conseguí de nuevo un momento de atención e importancia que claramente había perdido por mi hablar vulgar. Poco observé mi pasajero arrastre sobre algunas féminas (que nunca comprendieron mi estilo je-venère-Josephine-Baker) porque la vanidad me duró menos. Esta vez no quise clasificar, sólo dejé que mi cuerpo hablara, que mi cuerpo me recordara que había aprendido a hablar una segunda lengua aparte del español. Una que no tiene muchas conjugaciones cuando la alegría suspende hasta la coreografía, una que solo sale por haber practicado tímida pero crecientemente su gramática.

Dos lecciones saco de esta vaina. Como si fuera canción con moraleja sé que no importará que nunca aprenda a hablar correctamente el francés si al final del día siempre podré comunicarme sin palabras, sabiendo que hay contextos donde realmente es importante saber hacerlo. Por eso se asocia la música a la vida y el baile a las parejas. Y lo segundo, que aquello que puedo decir hoy -mismo asunto en el baile- no está despojado de una historia sea ésta de amor, sea de odio, sea de conciencia o de inconciencia. Y esa historia también se sale en los pasos que por una noche me hicieron sentir que mi herencia valía oro y que da lo mismo estudiar género cuando la transacción más simple es mi valor de ser hombre y saber mover las caderas.

En el reino de los ciegos el tuerto es rey, y así expresé bien el orgullo festivo que al final nos hace conocidos en todo el planeta. Y así como en el lenguaje, bailando siempre se pueden probar todos los adjetivos y todas las conjugaciones. Teniendo a Francia por jurado de la academia, por una noche pasé la prueba.

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