domingo, 30 de mayo de 2010

Quinceañero

Abriendo los recuerdos, cultivando el ocio, buscando como siempre las explicaciones en el pasado. Terminando las sesiones de análisis mental. Intentando recuperar una perspectiva fálica de la existencia. Tropezando con esos guiños que se metieron directamente en la inconsciencia.

¿Qué pasaba conmigo cuando cumplía quince años? ¿De qué manera puedo recordar el rito de pasaje que tuve que obligadamente cumplir? ¿Cómo aprendí a leer las señales que venían desde dentro, que hacían erupción en pulsos cortos y fuertes? ¿Qué cosas pasaron a mi alrededor que me permitieran comprender hacia donde debía disparar?

En esta tierra latinoamericana que a veces quiero abandonar, esa época se regula para ponerle nombre a los cambios del cuerpo, para etiquetar las responsabilidades que vienen con la capacidad de fertilizar al mundo. Algunos no tuvimos destino en eso, y más bien tuvimos que aprender a movernos solos, a veces confundidos por ese erotismo desconocido que estaba del lado de las mujeres, mismas personas que recibían regalos por despertar.

Ciertamente los hombres tenemos una clausura que jamás nos permitirá entender a nuestras contrapartes, pero aquello que era fragante para mis compañeros al final se subvertió y me dejó fijado un terror por dentro. ¿Es que tendría que asumir mi conciencia como algo que es solamente un atributo femenino? Yo también habría de cambiar la ropa con los años, quizás buscando cómo expresar ese deseo que de pronto despertó y qué no sabía cómo se llamaba, para qué servía, cómo había que contarlo.

Enmudecido por la falta de correspondencia, alguna vez la presentación de una teleserie pareció insinuarme cómo sería la vida. Me resistiría solo a expulsar no más, me quedaría contando los cambios para registrarlos en un libro secreto, vería como ajena esa manera de pasar las manos sobre mi propia piel para descubrir que sentía otras cosas, que llevaba por dentro una bolsa de hormonas que explotó, que me convirtió en hombre y que ese cambio se llevaría para siempre mi niñez frágil, mis excusas para ser el centro de la cas.

Como una teleserie me resistí a abandonar ese sitial y no quise pasar por el trance se saberme sexual antes de tiempo, antes de lo que mi religiosidad hubiera querido, antes de tener los conceptos claros para saber que las mujeres de mi edad también se alteraban y en una de esas podía ser por mí. Nunca lo supe y no lo sabré jamás, ya pasó mi adolescencia y me armé como pude. Pero las fantasías no las he dejado.

A pesar del rito de pasaje, de las consecuentes bienvenidas a la adultez, todavía algo en mi se empeña en tratar de pasar de nuevo, esta vez con plena conciencia de mí, de mis rincones, de mis protuberancias y de mis erecciones. En ese mismo orden confuso. En ese mismo modo de mirar a las niñas que tenían lenguaje para saber qué les pasaba. Envidia del falo al revés, no lo sé. Me basta con mi Edipo invertido.

Abriendo los recuerdos, cultivando el ocio, buscando como siempre las explicaciones en el pasado. Terminando las sesiones de análisis mental. Intentando recuperar una perspectiva fálica de la existencia. Tropezando con esos guiños que se metieron directamente en la inconsciencia. Después de esta siesta estoy listo para la aventura.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Brotes de otoño

Me reconozco en la melancolía. No es novedad. De tanto en tanto, debo parar un rato para recuperar esa sensación inmóvil que asegura una distancia entre el mundo que es mirado y aquel que lo está mirando. De tanto en tanto, un día cualquiera debo detenerme para atender esa llamada esencial, ese guiño de la materia de mi mundo.

A veces basta una canción que interrumpe de pronto la secuencia de mis pensamientos, basta conectarse con la idea que estoy escribiendo mi carta de renuncia para partir a un aeropuerto en específico pero hacia una vida que no sé. Lo que a otros es algarabía para mi es temor.

Varias veces me ha pasado. La diferencia es que hoy me siento de una estatura diferente. Palabra tras otra intento practicar otro idioma, hacerme cargo de lo que decidí y refugiarme en esa solitud de creer que la vida depende solamente de mi. Ayer no más, me preguntaron sobre cómo creía, sobre cómo había logrado armar una religión con un Dios lejano, un Dios que me dejó un poco solo. Quizás anticipaban la sensación de hoy, donde me conforta una música lenta que avanza como el sol de mayo: esquivo, escondido, tímido y cómplice. Quizás me animaban otra vez a contemplar los brotes de otoño o esa luz encerrada en las humedad que no se congela, en la ciudad que se duerme temprano.

Brotes de otoño que son de otro tipo, algo así como manifestaciones de un Dios retratado en negativo, de un Dios que no funciona cuando ando corriendo. Nostalgia de un Dios que debería haber estado más presente en estos momentos. Búsqueda inconclusa de su presencia en mi interior. Extrañeza, ausencia de padre, empuje hacia la vida del hombre forzado. Melancolía que funciona para mi como la regularidad del planeta. Brotes de otoño rojo como atardecer de la vida y el inicio de un sueño largo. Como si anunciara que va a llover. Y después de eso el area translúcido.

Me reconozco en la melancolía. No es novedad.

sábado, 8 de mayo de 2010

Madurez del retoño (feliz día mamá)

Me preparo para una noche disco, mientras repaso la ropa que sale del cajón en estas circunstancias. Pienso entonces que nada se compara al despliegue que algunos otras y otras tendrán dentro de unas horas, cuando la pelota de espejos les haga girar la cabeza una vez más, sintiéndo que el espíritu de la diva despierta y se desenrosca como una serpiente magnética dispuesta a morder al primero que se acerque.

Hoy en la noche habrán algunas plumas distrayendo mis pasadas de plumero, lo sé, y también hartas lentejuelas avergonzando mi dieta de legumbres. Habrán despliegues de colores que harán palidecer mi polera rosa, y habrán contorsiones de lengua que dejarán en nada mi técnica francesa para besar. Habrán tantos varones que no temerán parecer mujeres y reemplazarán con gestos la faltas de redondeces de sus cuerpos, que no podré sino sucumbir ante el pulso setentero de estas orgías musicales.

Todo está en el origen. Cuando yo nací, allá por 1979, reinaba la fiebre disco y sonaba Chaka Khan que, acompasando las contracciones uterinas de mi mamá, le convencía decirse a si misma: i'm every woman. Claro que a esas alturas la seducción de su femeneidad virgen ya había pasado y, conseguido el premio, debía lidiar con las consecuencias de aquello. Ella no vio que ese pulso de energía que musicalizó mi alumbramiento se me debió transmitir por la placenta. Y ahora que lo pienso bien, no tengo culpa que años después -durante mi infancia- quedara encandilado con los diamantes de Rafaella Carrá o imitara las primeras coreografías religiosas de Madonna; mismos movimientos que durante mi adolescencia hubo que reformar mediante los modales del acólito y la constancia catequética mi vida espiritual, como para dejarla tranquila por varios años.

Gracias a Dios ese espíritu explotó un día y esforzó por recuperar las claves del placer per se, por no preguntarse más sobre la incompatibilidad de la religión y las ineptitudes asmáticas de mi infancia. De otro modo negaría las posibilidades infinitas de una vida adulta que ha logrado conquistarse a sí misma.



Entonces, por qué tendría que detenerme con preguntas e intelecto antes de entrar a la fiesta, antes de retroceder en el tiempo para recuperar esa herencia musical originaria. No debería tenerle miedo a competir con mi madre, resignificando el Edipo en una boa de plumas, escapando de semejante tabú con la velocidad de mis patines disco, espantando tamaña idea con el vaivén de mis caderas de negra, reflejando mis pensamientos enfundados en un vestido de lamé plateado.

Total el lunes vuelvo a trabajar de profesional estudioso. Y eso que de todos modos fue en la biblioteca donde comprendí las posibilidades orquestadas y evadidas que tiene la música disco, llena de cientos de instrumentos y violines para acompasar sin competencia alguna el baile sobre una pista de luces. Luego -por negación- buscaría seguir a los europeos que, adhiriendo a una austeridad de postguerra, desarrollaron el sintetizador y esperaron su propia revolución de música digital.

Habiendome sincerado podría regalarle a mi mamá esta adhesión a la realidad que me legó y esa búsqueda permanente de explicaciones sobre porqué no calzo con aquello que la enciclopedia dice de mi. Podría agradecer corporalmente que me haya parido en medio de una época disipada, como sumando bailarines de Donna Summer. Porque ahora que circulo por la calle escuchando electrónica finlandesa para escapar de esos recuerdos que buscan avergonzarme puedo hacer una consesión: total la discoteca me espera esta noche, mamá.