Hace un par de meses presenté una
parte de mi investigación ante una asociación de chilenos en París. No fue una
ocasión pedestre, un colectivo queer conformado específicamente para
la ocasión, intervino para repartir unos panfletos que hicieron hervir de rabia
a todos los “privilegiados” heterosexuales que estaban allí presentes. A mí
lo menos que me dijeron fue que era un idiota por tratar de hablar de la
homosexualidad desde una perspectiva académica y dominante. Porque ellos estaban ahí para liberarnos del oscurantismo. Y como si fuera una
cicatriz en el cuerpo guardo todavía un panfleto donde subrayé la frase “porque ellos nunca follarán como nosotros”. Sinceramente, aquellas
palabras marcarían para mí un antes y un después en mis reflexiones sobre
sexualidad y sociedad.
No me engaño, partiré diciendo
que creo que hay profundas desigualdades en materia de respeto a las
identidades sexuales en Chile. Que hay dobles discursos, que ni siquiera los
entornos de “víctimas” -como pueden ser las pandillas colizas- escapan a la
discriminación de sus pares por cuestiones de capital social, posición
socioeconómica o capacidad de controlar el cuerpo cuando van a un evento
social. Pero también creo que la artimaña de la disidencia sexual y la idolatría
ciega a Foucault, Preciado y compañía, empantana la discusión en un callejón sin
salida cuando se trata de la vida corriente. ¿Cómo interpelar a otro sujeto si
se parte de la premisa que todas sus categorías sobre la sexualidad están mal
paridas y que su vida, su trabajo, han estado inmersos en el error?
Me pasa un poco lo mismo con el
discurso que se difunde respecto de la Iglesia católica y de la sexualidad contemporánea. Lo digo a propósito de la
elección del Papa, converitda en una gran oportunidad para torpedear con 140 caracteres toda la homofobia
que tiene el discurso clerical. Y hablando específicamente de la cuestión LGTB, lamenté profundamente enterarme de que el nuevo pontífice
condenaba el matrimonio “gay” como un artilugio del demonio. Lo lamenté no
porque era un signo contradictorio impropio de un jesuita que se asume a priori “liberal”; lo lamenté porque me parece
ridículo usar la retórica de Satanás refiriéndose a otros, cuando mejor era hacerlo para observar los pecados propios en materias de pederastia, dineros mal habidos e intrigas de palacio. Pero como dice
el viejo principio “es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el
propio”. Entonces, tal como me pasó después de aquel panel de París, mi pregunta dice relación con aquello que
se ha convertido en el capital social desde el cual nos podemos parar para
criticar a la Iglesia últimamente. Tal como decía el panfleto ¿acaso porque
follamos mejor que los curas, porque somos sinceros para reconocer con quien
nos acostamos, estamos en una mejor posición para desenmascarar el cinismo de
quien quiere hablarnos de moral y buenas costumbres? ¿Acaso con ese
razonamiento no estamos también predicando sobre una moral y una regla en
materia de sexualidad?
No es primera vez que lo digo,
ganamos la oportunidad histórica de salir del closet como homosexuales a costa
de tener que ser individuos sexuados permanentemente. Como dicen Michel Bozon o Anthony Giddens, no es que la sexualidad sea más libre ahora. La sexualidad crecientemente se convierte en
un terreno político para exigir coherencia y para trazar fronteras que
distinguen entre Ellos/Nosotros. De esta manera, no es demoliendo la homofobia eclesial –o
de otras instituciones- que seremos más libres del control de la sexualidad
cualquiera sea la forma que esta adopte. Históricamente lo que podemos ver es un desplazamiento de los mecanismos para el control del sexo: si no es así, que alguien me explique por qué se banaliza la idea que es “antinatural”
creer en cosas como el celibato o la monogamia, un pensamiento que llevado al
extremo es igual de esencialista que la anatomía decimonónica con la que se
trataba de diferenciar al homosexual del heterosexual según la forma de su cabeza.
Yo personalmente quiero escapar
de tales distinciones y por eso antes de torpedear a la Iglesia,
creo que es mejor indagar en las propias contradicciones, en las trampas uno
mismo se tiende, o en la manera en cómo uno sostiene las creencias con las que
ordena su vida de soltero, de pareja, de laico o de ateo. Creo también que es
importante observar la experiencia ajena a partir de la exigencia actual por autenticidad y coherencia personal, valores sociales que a
veces pueden actuar como una verdadera prisión cuando se trata de sexo. Si los cambios empiezan por
uno, lo mejor entonces es dar testimonio más allá de lo que exige la identidad sexual politizada, es decir, saber callar cuando corresponde, reconocer los problemas cuando se los tiene y defender la propia integridad cuando es preciso. Más allá de cualquier ataque cruzado entre sexualidad y religión, es mejor asumir que la ambivalencia propia de lo humano, la posibilidad de éxito y
fracaso permanente que nos une como especie. Quizás
por eso sospecho tanto del gay o lesbiana demasiado beatos y defensores de la Curia, como del dirigente marica que dice que todo el
mundo es homofóbico salvo él mismo. En ambas certezas identitarias, en ambas hiperventiladas “coherencias
de sí”, la verdadera pregunta sobre el sexo, sobre sus placeres y dificultades, la
verdadera materia que podría cambiar a las instituciones, se pierde en el juego
de la política y de las apariencias públicas, en la demostración indirecta del "puedo follar mejor que tú" (o me puedo contener mejor que
tú)
La historia en la cual creo no se
construye a partir de héroes o de mártires que se sacrifican por una causa o
que enarbolan un discurso que pasará a la historia. Como dijo alguna vez Jung la
verdadera realización humana se construye a partir de mirar la propia sombra. Y
es con esa grilla que quiero mirar lo que pasa a
mi alrededor y quiero exponerme a mí mismo. Por eso, si algún día me doy cuenta que me
he convertido en un policía de la sexualidad o si me convierto en parte del clero anticlerical, ese mismo día, renuncio a seguir escribiendo.