Aun cuando la primera actividad
del día fue una visita al dentista. Obligado por la burocracia francesa, me
resigné a pasar por esa pequeña tortura justo el día de mi cumpleaños,
convencidísimo que así mataba toda la cuota de mala suerte a primera hora del
día y aseguraba un cósmico bienestar después. Y en parte tuve razón: estando ya
en la consulta no sé por qué razón -al parecer por una emergencia con otro
paciente- el doctor tuvo que salir de la sala y dejarme solo por lo que para mí
fueron minutos eternos. Justo tenía que pasar algo así hoy, pensé, mientras
permanecía ahí acostado, solo, con un aparatito en la boca que parecía
inofensivo, pero que de prestarle atención me hizo pensar que las cosas podían
ser infinitamente peores.
Porque hubo un momento donde tuve
la repentina sensación que si deslizaba mi lengua más de lo debido, si hacía
algún movimiento sin la supervisión requerida, la pequeña pieza metálica que rondaba
mis labios podía caerse dentro y así, sin querer, moriría ahogado el mismo día
en que celebraba el hecho de estar vivo. ¿Cómo tomaría la noticia Francisco? ¿Quién
se iba a comer toda la comida comprada para la fiesta? ¿Quién tendría que pagar
la repatriación de mi cadáver? ¿Saldría mi nombre acaso en las noticias del día
siguiente? ¿Habré tenido tan mala suerte en la vida que mis quince minutos de
fama llegarían solamente de manera póstuma? No he hecho nada tan importante en
la vida como para que esta forma de morir quede registrada legítimamente en la
historia. Yo que nunca he aprendido a nadar por miedo de morir ahogado, finalmente
termino mis días por falta de aire. Absorto en estos pensamientos, la pátina de
sudor frío que sentí en la frente me hizo, no obstante, volver al planeta
Tierra. Yo tan exagerado como de costumbre. Yo seducido de nuevo por la
fantasía galopante, por esa tendencia a ver la realidad aumentada, que parece
siempre más entretenida que la vida real.
Fue un buen recordatorio de lo
que me conviene pedir el día de hoy. No se trata de ser más valiente, de dejar
de ser tan tentado con la comida, de ser más metódico para estudiar o de ser
menos controlador con las pulsiones de mi cuerpo. Más que todo eso me conviene
pedir la capacidad de reírme de este defecto, que de todos modos hace mi vida
más entretenida pasado el drama. Lo que cuento del dentista la mañana de mi
cumpleaños es real, la probabilidad que alguien muera de la forma descrita la
desconozco, pero lo que sí es inventado es la tragedia o la gloria que rondaría
cada rincón. Temor infundado, cuando observo bien me doy cuenta que estar vivo ya es una maravilla no obstante mis días
puedan ser completamente ordinarios. Lo notable, luego, es poder mirar hacia
atrás y recordar que jamás imaginé que iba a celebrar
mi cumpleaños en otro país, con otros amigos que la vida me tenía guardados del
mismo modo que me preparó la visita al "dentista de la muerte".
En la ciudad de Amélie, dirán
algunos, lo importante es ser especial disfrutando momentos “sencillos” (pero
especiales) como lo hacía ella. Yo no lo creo ni por dos segundos, en el fondo
de mi corazón todavía ansío ser un parisino flaco y glamoroso. Y sin embargo, a
pesar de la fantasía he aprendido que después de la ensoñación el mundo real no
algo terrible, que me gusta lavar la ropa, limpiar la casa, andar en bicicleta
casi a la misma hora todos los días, llamar a mi familia en Santiago los miércoles
y domingos, debatir internamente sobre en qué esquina compraré el pan. Y de vez
en cuando alguna ocasión especial que de repentina tiene bien poco. Me gusta
celebrar mi cumpleaños y preparar el ambiente para recibir a los amigos, sobre
todo en estos días en que me doy cuenta que esta ciudad donde he celebrado tres
aniversarios, poco a poco se ha ido convirtiendo en una fiesta.
Cuando el dentista volvió me
pidió disculpas por la tardanza y me explicó que alguien se desmayó por miedo a
una aguja y que hubo que levantarlo entre dos. Lo de la otra persona sí que
había sido especial en comparación a mi ordinaria espera. Supiera él el drama
que me había inventado. Supiera él que
ese día desperté leyendo una de las cartas más lindas que he recibido jamás.
Supiera él que siendo un estudiante corriente, voy a soplar 34 velas
agradeciendo todo lo que he conocido, todo lo que mi memoria ha registrado,
todos los amigos que he cosechado y todas las decepciones que he vivido sin que
se me haya roto el corazón. Bueno, en el
dentista en realidad uno no puede hablar mucho.
Pero con ustedes sí. Me permito entonces
compartir este pedazo de intimidad, agradeciendo también la que ustedes me han
compartido tantas veces. Muchas gracias a todos por los saludos, sin lugar a dudas
quiero que nos volvamos a encontrar cuando cumpla 35.
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