miércoles, 20 de marzo de 2013

Sexo, religión y (¿nueva?) moral

Hace un par de meses presenté una parte de mi investigación ante una asociación de chilenos en París. No fue una ocasión pedestre, un colectivo queer conformado específicamente para la ocasión, intervino para repartir unos panfletos que hicieron hervir de rabia a todos los “privilegiados” heterosexuales que estaban allí presentes. A mí lo menos que me dijeron fue que era un idiota por tratar de hablar de la homosexualidad desde una perspectiva académica y dominante. Porque ellos estaban ahí para liberarnos del oscurantismo. Y como si fuera una cicatriz en el cuerpo guardo todavía un panfleto donde subrayé la frase “porque ellos nunca follarán como nosotros”. Sinceramente, aquellas palabras marcarían para mí un antes y un después en mis reflexiones sobre sexualidad y sociedad.

No me engaño, partiré diciendo que creo que hay profundas desigualdades en materia de respeto a las identidades sexuales en Chile. Que hay dobles discursos, que ni siquiera los entornos de “víctimas” -como pueden ser las pandillas colizas- escapan a la discriminación de sus pares por cuestiones de capital social, posición socioeconómica o capacidad de controlar el cuerpo cuando van a un evento social. Pero también creo que la artimaña de la disidencia sexual y la idolatría ciega a Foucault, Preciado y compañía, empantana la discusión en un callejón sin salida cuando se trata de la vida corriente. ¿Cómo interpelar a otro sujeto si se parte de la premisa que todas sus categorías sobre la sexualidad están mal paridas y que su vida, su trabajo, han estado inmersos en el error?

Me pasa un poco lo mismo con el discurso que se difunde respecto de la Iglesia católica y de la sexualidad contemporánea. Lo digo a propósito de la elección del Papa, converitda en una gran oportunidad para torpedear con 140 caracteres toda la homofobia que tiene el discurso clerical. Y hablando específicamente de la cuestión LGTB, lamenté profundamente enterarme de que el nuevo pontífice condenaba el matrimonio “gay” como un artilugio del demonio. Lo lamenté no porque era un signo contradictorio impropio de un jesuita que se asume a priori “liberal”; lo lamenté porque me parece ridículo usar la retórica de Satanás refiriéndose a otros, cuando mejor era hacerlo para observar los pecados propios en materias de pederastia, dineros mal habidos e intrigas de palacio. Pero como dice el viejo principio “es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio”. Entonces, tal como me pasó después de aquel panel de París, mi pregunta dice relación con aquello que se ha convertido en el capital social desde el cual nos podemos parar para criticar a la Iglesia últimamente. Tal como decía el panfleto ¿acaso porque follamos mejor que los curas, porque somos sinceros para reconocer con quien nos acostamos, estamos en una mejor posición para desenmascarar el cinismo de quien quiere hablarnos de moral y buenas costumbres? ¿Acaso con ese razonamiento no estamos también predicando sobre una moral y una regla en materia de sexualidad?

No es primera vez que lo digo, ganamos la oportunidad histórica de salir del closet como homosexuales a costa de tener que ser individuos sexuados permanentemente. Como dicen Michel Bozon o Anthony Giddens, no es que la sexualidad sea más libre ahora. La sexualidad crecientemente se convierte en un terreno político para exigir coherencia y para trazar fronteras que distinguen entre Ellos/Nosotros. De esta manera, no es demoliendo la homofobia eclesial –o de otras instituciones- que seremos más libres del control de la sexualidad cualquiera sea la forma que esta adopte. Históricamente lo que podemos ver es un desplazamiento de los mecanismos para el control del sexo: si no es así, que alguien me explique por qué se banaliza la idea que es “antinatural” creer en cosas como el celibato o la monogamia, un pensamiento que llevado al extremo es igual de esencialista que la anatomía decimonónica con la que se trataba de diferenciar al homosexual del heterosexual según la forma de su cabeza.

Yo personalmente quiero escapar de tales distinciones y por eso antes de torpedear a la Iglesia, creo que es mejor indagar en las propias contradicciones, en las trampas uno mismo se tiende, o en la manera en cómo uno sostiene las creencias con las que ordena su vida de soltero, de pareja, de laico o de ateo. Creo también que es importante observar la experiencia ajena a partir de la exigencia actual por autenticidad y coherencia personal, valores sociales que a veces pueden actuar como una verdadera prisión cuando se trata de sexo. Si los cambios empiezan por uno, lo mejor entonces es dar testimonio más allá de lo que exige la identidad sexual politizada, es decir, saber callar cuando corresponde, reconocer los problemas cuando se los tiene y defender la propia integridad cuando es preciso. Más allá de cualquier ataque cruzado entre sexualidad y religión, es mejor asumir que la ambivalencia propia de lo humano, la posibilidad de éxito y fracaso permanente que nos une como especie. Quizás por eso sospecho tanto del gay o lesbiana demasiado beatos y defensores de la Curia, como  del dirigente marica que dice que todo el mundo es homofóbico salvo él mismo. En ambas certezas identitarias, en ambas hiperventiladas “coherencias de sí”, la verdadera pregunta sobre el sexo, sobre sus placeres y dificultades, la verdadera materia que podría cambiar a las instituciones, se pierde en el juego de la política y de las apariencias públicas, en la demostración indirecta del  "puedo follar mejor que tú" (o me puedo contener mejor que tú)

La historia en la cual creo no se construye a partir de héroes o de mártires que se sacrifican por una causa o que enarbolan un discurso que pasará a la historia. Como dijo alguna vez Jung la verdadera realización humana se construye a partir de mirar la propia sombra. Y es con esa grilla que quiero mirar lo que pasa a mi alrededor y quiero exponerme a mí mismo. Por  eso, si algún día me doy cuenta que me he convertido en un policía de la sexualidad o si me convierto en parte del clero anticlerical, ese mismo día, renuncio a seguir escribiendo.

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