domingo, 19 de junio de 2011

Confesión enamorada

Del amor se aprendimos las canciones desde chico. Esas melodías que tantas veces sonaron en las mañanas, en las tardes de invierno o los atardeceres eternos del verano. Esas palabras raras prestadas de los adultos y que hoy, ya convertido en uno, se recuperan como una nostalgia antigua, como una certeza particular que persiste en la cabeza precisamente por su opacidad de niebla.

Ese andamiaje fino de palabras, quizás sin pensar orientó ese aprendizaje difuso de los sentimientos que poco a poco debían irse nombrando. Y cuando uno crece sabiendo que el amor debe decirse de la manera más especial posible ¿cómo encontrar palabras nuevas para confesar los latidos, los primeros deseos de sexo equivocado, las admiraciones silenciosas y el tartamudeo que sucediera al primer enamoramiento?

¿Cómo confesar después las experiencias en los lugares errados, los tropiezos que parecen precipicios, si parece no haber lugar correcto para amar? Acaso las palabras aprendidas no dejarán más alternativa que el abandono melancólico o la rebeldía más desatada? ¿Por qué comprender el sentido exacto de las canciones primeras está reservado solo para algunos? Dentro de la armadura oxidada de las creencias sociales, todo puede convertirse en una discusión argumentativa, cuando enarmorarse en realidad es cosa tan sencilla.

Querer pensar el amor en intelectual y recitarlo en griego filosofar está tan lejos del amor que se siente y busca decirse. Por eso, antes de discutir cualquier cosa una decisión debería ser tomada: reconocer que dentro de las infinitas formas de reconocer al enamorado, nunca nadie lo sabe todo, porque uno mismo no lo supo a tiempo y necesitó de las palabras de otros, de las canciones que suenan hace tanto ya, para confesarse a sí mismo que el amor había llegado.

Es injusto tener que discutir cómo vamos a definir un futuro si no hay palabras para decirlo. ¿Cómo inventar algo distinto, cuando es imposible hacerlo sin volver al pasado, no porque este sea la seguridad infinita, sino porque es el lugar donde se aprende a pensar y creer en el futuro? Y así como nos enseñaron a amar escuchando la radio, habrá que resistirse a los discursos que quieren educar nuestra soledad, peleando por el derecho a construir una vida compartida sin tener que esperar a que el resto, la política, las familias, la religión, decidan cómo se va a llamar lo que podemos fundar.

Porque si ya nos dieron las palabras para confesarnos desde mucho antes de nacer, nosotros también tendremos que crear las nuestras para explicar el mundo a los que vienen detrás. Y así como el castellano nos enseñó a traspasar las prpias fronteras internas, así como el chileno que nos enseñó a nombrar el sexo, este silencio que hoy nos confronta es el vacío que demanda la luz originaria de toda creación. Porque del amor que se aprende de pequeño algo sí es enteramente seguro: resta todo por aprender.

martes, 7 de junio de 2011

La esclavitud del libertador

Una de las cosas más fáciles de aprender de la teoría coliza, es aquella que señala que la sexualidad está organizada sobre un principio de dominación masculina y un discurso que, administrando la violencia simbólica en lo cotidiano, naturaliza la heterosexualidad como la única opción válida de la vida social, donde el hombre está "hecho" para la vida pública y la competencia, mientras la mujer ha "evolucionado" para ser sensible, procrear y -eventualmente- cuidar la prole en casa.

Quien crea que dicho discurso es letra muerta, dese una vueltecita por cualquier foro de Internet discutiendo sobre el matrimonio coliza y asómbrese con las respuestas que todavía hoy muchas mujeres mobilizan, o con las groserías que los hombres todavía expresan hacia los maracos. Porque debajo del andamiaje de la normalidad sexual, la homofobia sigue temiendo los cambios con uan agresividad espeluznante, y sigue pensando que mirar la homosexualidad como cosa normal es el principio del fin de la cultura.

Frente a dicho escenario opresivo y dictatorial nos correspondería a los que estudiamos sociología del sexo, a los que alguna vez agarramos un libro de feminismo y teoría queer, romper con las cadenas de la dominación, demostrar casi pitágoricamente cómo los demás, los que escriben en contra nuestra, están profundamente equivocados y perdidos en su jurásica cantinela. Sería nuestra misión garantizar siempre toda independencia del cuerpo, vigilar irrestrictamente la todo trazo de homofobia, denunciar cada palabra del conservadurismo, y oponerse aguerrido a todo fascismo innegablemente católico. La coherencia personal sólo se consiguiría de radicarse en un sólo bando: aquel de los que ya asumieron todas las libertades del cuerpo, contrario a los que siguen cargando el yugo del orden normativo. Pero frente a dicha operación ¿quién está libre de contradicciones como para no sucumbir ante tan maniquea frontera?

Situarse sobre cualquier verdad incólume -aún cuando tengan por objeto liberar la consciencia de los oprimidos- termina por negar todas las tensiones que cualquier vida cotidiana tiene, porque a la larga éstas siempre quedan fuera de los macrodiscursos sociales. Por el contrario una mirada más situacionista insistirá en la libertad que tienen los sujetos para elegir en su cotidianidad, sus propias traiciones, su rebeldía sensible frente a un mundo estructurado que lo rodea. Si se trata de combatir la homofobia, no sólo debiera mirarse la opresión cristiana, también sería necesario reconocer qué tan homofóbico se es a cada momento, como también dejar seducirse por el humor estigmatizado de los colas, esos que tratándose de mujer intentan vencer la etiqueta de invertidos que han cargado por tanto tiempo.

Dejar de reirse, tomarse demasiado en serio el mujereo porque viene del lado del mal, porque es una homofobia reproducida, es ceder también ante la esclavitud discursiva, la misma que supuestamente se quiere superar. Porque nada más aburrido que un intelectual que no se rie de sí mismo o que un católico que nunca ha cometido pecado. Eso pasa porque el arquetipo del héroe, como dice Jung, corresponde al hombre o a la mujer autosuficientes e incompletos, quienes se olvidaron del minuto donde alguien, quién sea que fuera, le tendió una mano, le dijo algo provocador que le permitió superarse, crecer y salir del espacio encerrado del debutante.

Pienso ahora que no por nada la historia muchas veces ha convertido el héroe en dictador, precisamente porque aquel ha olvidado como el individuo se integra en una sociedad tan contradictoria, como todo aspecto de la vida humana. La libertad queer sin pensar la cotidianidad, sin observar los deseos ñoños del alma, y sin conservar los pecados que nunca se confiesan -entonces- puede terminar por ser un castillo de naipes y una jaula de hierro que oprime más que la opresión que se combate. Puro procedimiento que ha perdido referencia al contenido. Pura soberbia del que piensa que no se equivoca.

¿Cómo pelear entonces por los derechos con la verdadera libertad que se necesita? ¿Cómo oponerse a la homofobia sin ser un resentido de la misma? Quizás recordando siempre que la propia posición está dentro de una dinámica donde uno eligió y fue también elegido. No por nada lo que observa la vista, lo que escribe la mano, muchas veces está bien distante de lo que la piel indica. Nada peor que vernos como desviados olvidando la propia desviación. Porque mal que mal, no por nada debajo de las armaduras, queda otra cosa que la propia desnudez.