sábado, 18 de abril de 2009

Objetos quebrados

De igual forma, un simple movimiento pudo terminar con la historia de la copa que adornaba la mesa de mi comedor. Era un objeto viajado, un pituco receptáculo art decó, una pieza huérfana vestida con filigranas de oro. Era una sola y nada más. No hay como reemplazarla ni arreglarla.

Era "la" copa art decó. La compré en San Telmo y fue la primera antigüedad que adquirieron mis manos inexpertas. Mismas manos torpes que acabaron con su vida de cristal y quizás cuantos años de envejcimiento detenido. Todo por querer tener la mesa limpia y recoger los papeles que habían servido para estudiar en el comedor.

Es raro, pero ahora que está quebrada es cuando mejor aprecio su calidad. Será porque la luz se ve distinta en pedazos de cristal más pequeños. La armonía de sus acantos pintados se perdió, no hay como recomponerlos y a cada curva le falta su compañía. Y sé que las cosas pasan, viviendo en este país es iluso no pensar que cualquier día la tierra se enoja y con un terremoto bailarín todos frascos de la casa volarán por el aire suicidas, y que todas las formas cerámicas volverán al barro original.

Todos los objetos se ennoblecen con el uso, con las cicatrices medio ocultas que muestran como ha habido hombres y mujeres que han usado su materia. Allá un pedazo de borde gastado de tando brindar por el mismo lugar. Allá una pata un tanto coja, de tanto arrastrar la silla en la comida dominical. Allá en la esquina el cenicero tiznado de todos los cigarros que el papá se fumó.

Algo de eso tiene la vida, que marca persistentemente el rostro de quienes la viven. Yo no tengo arrugas de serio, sino de risueño. Quizás por eso solo pude lamentar pero no llorar la copa perdida. Quizás encontraré otra cosa que poner en su lugar, quizás yo esté en otro lugar donde no pueda llevarla. La brutalidad de la vida a veces arrasa con esas ilusiones de vidrio, y en este caso, mató una viejita de 70 años. Ya no podré averiguar a quién perteneció, ya no podré inventarle un mito.

Objetos muertos, un solo error y se terminan. Las cosas vivas, no se queman ni se quebran. Esas envejecen conmigo a pesar de mis manos torpes.

viernes, 3 de abril de 2009

Democrático estornudar

Llevo ya tres días resfriado. Quizás un poco más, si considero el día que sentí ese primer escalofrío que avisa que uno hizo el desarreglo que no debía. En mi caso, nadar en una piscina de azotea tratando de rematar este porfiado verano santiaguino.

Claro, la cosa no estaba tan caliente después de todo. El viento que sopla siempre fuerte en el cielo, barrió mis defensas y dos horas después escupía mi primer estornudo. Lo sabía, de ahí en adelante el camino a casa debía pasar antes por la esquina donde venden los pañuelos más baratos, debía aprovisionarme de limón y considerar andar más arropado en la casa.

Una verdadera lata. Yo me niego a estos trámites invernales al menos hasta la primera lluvia. Me niego a reconocer la nariz irritada, culpando para ello al polvo que levantó la demolición que abatió dos casonas viejas a una cuadra de mi edificio. O a la pimienta con la que aliñé la carne. Y es que así como la ropa, las enfermedades también deberían combinar con el entorno.

Aunque confieso que bien en lo profundo, me gusta resfriarme de cuando en cuando. Más bien dicho, agradezco que la sintomatología que acarrean estos bichos sean lo más democrático que existe. Todos sin excepción sucumbimos al menos tres veces al año ante el mandato de la limonada con miel, los aceites mentolados y la seguidillas de capsulitas milagrosas que se pelean la primera fila de la farmacia. Y aunque estén de temporada esos días que el sol se va temprano, nunca se van del todo.

Yo dejo que mi cuerpo haga las cosas por si mismo. Lo del brebaje caliente y la curación casera queda para quien comparte el lecho conmigo. Gesto de ternura o previsión profiláctica, no sé. Pero en ese ritual desganado se forma parte de una humanidad que se retuerce desde el diafragma y hace una reverencia a la naturaleza al estornudar.

No conozco cultura donde toser con la boca destapada sea signo de cortesía. No conozco cuico que no haya tenido la nariz roja de tanto desgaste, ni un pobre que se enferme de manera más dolorosa que áquel. Se que a un lado de la ciudad la gente se mejora antes, puede ser, pero no se libra jamás de ese regalito que viene fijo de habitar en una ciudad, de tocar al prójimo o incluso de hacer un trámite papelero.

Con tal de cooperar en este gesto igualitario, dispongo mi cuerpo para tal afán comunero. Seguro Dios creo esto junto con la serpiente que nos cagó. Pero en el fondo, en el fondo nos recuerda la parcela de humildad que viene de mirar la naturaleza y saber que somos uno más no más.

Frente al resfrío, ni los pañuelos Hermés nos salvan.