jueves, 20 de diciembre de 2012

Acabo de mundo

Quizás el mundo se termina mañana viernes, ni modo de saberlo. Da lo mismo que en ese último instante antes del fin -aspirados por un agujero negro infinito, quemados por un rayo galáctico- tengamos unos breves segundos para decir "los mayas tenían razón". Qué más da, yo toda mi vida viví como cristiano y no me servirá de nada que los esotéricos me ganen la última batalla, porque nunca quise morir aspirado, nunca quise morir carbonizado, porque nunca quise morir en realidad.

Aunque bueno, ante la duda debo confesarlo: hubo un tiempo adolescente donde en verdad sí quería morirme. La típica pelada de cable de alguien melancólico, encerrado en una pieza chica y oscura, viviendo lejos del lugar ideal. Ahí me habría venido bien una abducción extraterrestre. Claro que dicho evento era incompatible con la fantasía de un funeral, funeral donde se dirían las palabras más lindas de todas, esas que de vivo uno nunca se merece del todo. Buenas cuotas de análisis después, creo que eso me pasaba porque le tenía un poco de miedo a la vida, porque pensaba que aquella tenía unos estándares inalcanzables para alguien medio pifiado como yo.  Por eso, si antes del último apagón tuviera que arrepentirme de algo, sería de haber perdido ese tiempo valioso comparándome con otros, picando la cebolla en silencio, resistiendo estoico esa cruz divina inventada que a uno lo ennoblece pero que al mismo tiempo lo asfixia. Cierto, sin esas cuestiones existenciales no sería quien soy hoy, pero prefiero no mentir. Por eso declaro que -de verdad- me habría gustado ahorrarme toda esa tontera y pasarlo un poquito mejor.

Sé muy bien que siempre suena mejor capitalizar el propio sufrimiento. Suena mejor creer que todos los problemas y dolores tienen un sentido más allá. Quizás es verdad, no lo sé bien. Me han dicho que siempre es mejor perdonarse por las cosas que no se hicieron y asumir las limitaciones que tiene nuestra propia humanidad. Siendo así debería hacerle un pequeño altar a ese tiempo sombrío, al cabro torpe que fui, a las amigas que desperdicié por querer dármelas de heterosexual, a las puteadas que no escupí después del infinitésimo tratamiento contra el acné que nunca me arregló la cara del todo. Entonces, si el final acontece mañana y si toda esa mala onda tiene sentido, podría pasar confiado hacia el otro lado, donde Dios tiene prometida una casa donde vivir eternamente feliz. 

El problema es que siempre me ha quedado poco claro la parte del contrato que estipula cómo ser eternamente feliz en esta orilla. Porque yo no me quiero morir mañana. Me pregunto si alguien lo querría de verdad. Todavía tengo cosas pendientes. Y aún si no las tuviera, yo sólo quiero bajarme de la bicicleta tranquilo como todas las tardes y llegar a casa para cocinar como siempre. Quiero poder darte otro beso. Quiero tener más tiempo para tomar la vida como viene, repetir esa borrachera del último sábado, comer un poco más de lo kármicamente saludable, gastarme junto con otros sin tanta intención educativa. Quiero tener más tiempo para inventar fantasías y disfrutarlas, no como cuando tenía quince años y me castigaba por las mismas. Quiero tener tiempo para volver a Chile y abrazar una vez más a lo que quiero y extraño todos los días. Aunque tenga miedo, quiero verme envejecer. Quiero tener tiempo para escribir cosas nobles y también cosas indecentes, como esta especie de confesión electrónica que no sé si sobrevivirá a la hecatombe.

Con tanto anuncio apocalíptico, todos estamos de algún modo forzado a hacer un examen de conciencia. Eso es lo único bueno entre tanto comercio de la catástrofe. Y hecho el ejercicio, no es que tenga la conciencia inquieta antes del Juicio. Sólo tengo las confusiones de cualquier otro ser humano que igual quiere salvarse. Pero por sobre todo unas ganas tremendas de seguir aprovechando este mundo que es tan bonito en realidad. Y que es bonito porque está pifiado, porque no funciona bien, porque hay que arreglarlo, pero que en sus pifias nos permite ser un poco incorrectos y con ellos ser siempre un poco más felices.

Si vienen los extraterrestres a invadirnos voy a correr hacia el otro lado, eso es seguro. Pero si viene Dios -si llego a reconocerlo en realidad- mañana me voy a acercar a su oído. Para que me deje otro ratito más aquí.

jueves, 11 de octubre de 2012

Curar al curandero

Si tomamos distancia del Seminario sobre "terapias reparativas" que organizó la Universidad Católica del día martes en Santiago, creo, tenemos una valiosa oportunidad de reflexionar sobre la manera como se construyen los estigmas que afectan a la homosexualidad en Chile. Y aunque entiendo que la justificación de tales inventos mete el dedo en la llaga de todos los que hemos vivido el miedo de salir del clóset, no creo que sea la responsabilidad de las organizaciones LGTB crucificar a los expositores como se ha permitido hasta ahora.

Lo digo porque las reacciones y disputas que han sucedido al evento podrían básicamente clasificarse en dos: primero, aquellas que apuntan al rol de la Universidad como institución que da acogida a una teoría y una práxis determinada (no puede difundir algo que hace daño vs. la libertad de expresión) y segundo, aquellas que apuntan a descalificar tanto al adversario como su mensaje (esos homosexuales siguen con su lobby vs. la organizadora es una vieja amargada y lesbiana reprimida)

Y a mi parece que este segundo tipo de reacciones hacen más que evidente un proceso social mucho más complejo y que lamentablemente las organizaciones LGTB están obviando al situarse en una trinchera que más que neutralizar, fortalece al enemigo. Me explico: decir que la publicación del libro que ayer se vendía no es científico porque nombra a Dios ciento cincuenta veces no sólo es una afirmación parcial sino también odiosa con los teólogos homosexuales, que hay varios. Publicar la foto de la señora Anastassiou para servir de blanco de toda la ira que el seminario generó tampoco me parece en absoluto sensato. No basta gritar una y otra vez que somos felices, hay que demostrarlo. Y aunque no tengo la vara para medir la felicidad, sospecho que aquella tiene mucho que ver con saber asumir  y transformar las circunstancias donde uno está parado.

Para quienes vivimos en Chile al menos, nos toca vivir en una sociedad donde ser homosexual todavía es un problema y donde la intimidad personal crecientemente cobra valor. Más que décadas atrás, nuestra orientación sexual es una carta de presentación, porque si bien los supuestos que regulaban el matrimonio y la familia han cambiado, si bien la homosexualidad se ha despatologizado y despenalizado, también es cierto que ya no podemos andar por la vida sin dar muestra de nuestras preferencias sexuales. Que digan lo contrario la telerealidad y su afán de formar parejas, como las infinitas copuchas que en cada fiesta coliza intentan saber si tal o cual es hetero o no, si disfraza bien el resfrío o si por el contrario es demasiado sexual. En este contexto social, una buena salida del clóset no es sólo un signo de salud mental, sino también un logro en lo que respecta a tener una biografía coherente en sí misma.

Tan importante es esto último que el control de la intimidad -el marco teórico para analizar los episodios de la biografía personal como diría Giddens- se ha convertido en el terreno en disputa para controlar la sexualidad, desplazando al mero control del cuerpo y su mecánica, como describía Foucault. Siendo así, entiendo -aunque no justifico en absoluto- el porqué las terapias reparativas subsisten todavía y por qué determinados individuos insistan en su masoquismo de querer curarse a partir de entender sus pifias. Pero una cosa muy distinta es hacer una funa electrónica para enrostrarle al "infeliz amargado", al "católico reprimido", que "somos felices a pesar de ellos". Tal es el nivel de agresividad de algunos comenarios que más que ayudar terminan por echarle leña a la hoguera ajena. Respiremos un poco. Me parece que no debemos olvidar que la verdadera batalla no es defender la salida del clóset personal, porque eso es un derecho ya ganado. Si el terreno de lucha es la biografía y la intimidad personal, la verdadera batalla tiene que ver con ser capaz de proveer y proveerse de elementos que permitan observarse a sí mismo permanentemente, y saber en todo momento que nuestra construcción como personas nunca está terminada.

No basta con decirle a los adolescentes siendo gay "puedes ser feliz y de paso rompe la foto del enemigo", porque al enemigo, para vencerlo, hay que comprenderlo también. ¿Cómo librarnos de la homofobia si asumimos como obvio que al otro no se la han metido como corresponde? Permitir que el debate se extienda en esas coordenadas es profundizar una estructura social que es desigual y que insiste en decir que los problemas tienen que ver con heridas personales y no con las condiciones sociales generales de las cuales participamos todos.

La señora Anastassiou, por ejemplo, describía en su entrevista de ayer el relato perfecto de lo que es una tautología. Todos los que conoce se han sanado, porque los que no se han sanado -los homosexuales- son tan irascibles y discriminadores que obvio que no están a su lado. Todos los que van a terapia llegan motivados, porque convengamoslo, ¿quién querría romper con todos los lazos sociales que tiene? Y en determinados contextos, sobre todo en las élites económicas, culturales y religiosas, esa homogeneidad y deseo de no salirse del margen son la norma fundamental. Ahí está el riesgo real para alguien que siente que lo que quiere es distinto a lo que pensaba alguna vez que iba a querer. Esa es la verdadera herida y no todos tienen los mismos medios para enfrentarla.

No me importa en grado alguno la vida sexual de esta señora, porque pedirle cuentas me exige también estar dispuesto a ventilar la mía. Y no me importa cuántas veces le reza a Dios, uno que alcanza para mí también. Lo si me gustaría saber cuántas veces le ha pedido al mismo poder ser humilde, es decir, aprender a descentrarse para aproximarse a la verdad que siempre es esquiva. Y lo mismo se aplica para nosotros: nunca podemos opinar de la vida sexual del otro, de sus creencias, pensando que por estar afuera del clóset somos más libres, menos retrógrados, más educados, menos supersiticiosos que el resto. Eso es patear la pelota para afuera, cuando en realidad sigue aquí al lado. Hagámonos un examen de homofobia interno y seguro -me incluyo- varios salimos para atrás.

Toda curación comienza por la cura del curandero. Así ha sido desde el chamán hasta el psicoanalista como dice Levy-Strauss. La responsabilidad que tenemos entonces es aprender a ponernos siempre entre paréntesis, así como poner entre paréntesis al otro. Sin esa debida distancia podemos estar fuera del clóset, pero nunca estar integrados a la complejidad de toda la vida social.


viernes, 28 de septiembre de 2012

Todas íbamos a ser novias

Sonó como petardo. Cayó como saco de papas. Tanto que esperábamos de ella y se desinfló con un casi silencioso "no" pronunciado en el minuto 7:21. Y aunque personalmente este tipo de situaciones no me sorprende mucho, creo que el revuelo sucitado por la opinión desfavorable al matrimonio igualitario por parte de Josefa Errázuriz, da cuenta del peso que sigue teniendo el matrimonio homosexual en la definición de la política actual y en la percepción que tiene una sociedad sobre sí misma.

Porque convengámoslo, apoyar o no el matrimonio igualitario se vuelve en este caso un asunto fundamental, algo capaz de separar las aguas y dividir santos de paganos más que el bastón de Moisés. Qué lo digan los franceses acá, que están debatiendo hoy una ley que hace catorce años generó las más notables controversias. Y de paso, les dejó como regalo la herida de no haber sido más "seculares" que la vecina España, quien sumergida en el oscurantismo católico sigue restregándoles su matrimonio marica bien constituido.

Quizás por eso el ejemplo de Josefa Errázuriz ilustra bien el hecho que la decepción viene de pensar el mundo en códigos binarios. Tal como dice Eric Fassin, tomando la cuestión homosexual como una nueva frontera que define el Nosotros/Ellos. Como candidata de un movimiento de base comunal, como figura elegida democráticamente para hacerle frente a uno de los dinosaurios más vetustos y detestables de la política nacional, parecía lógico que su postura frente a lo que podríamos llamar la "agenda secular" (matrimonio igualitario incluído) fueran exactamente la opuesta a la de su contrincante. Frente a la homofobia descarnada y patronal de Labbé, qué mejor que la esperanza que viene de la mano de quien parecía hasta ese minuto la madre contenedora y sabia. Eso, aunque nadie le hubiera preguntado antes si estaba de acuerdo o no con casar sus hijos con personas de su mismo sexo.

Pero no creo que eso amerite rasgar los velos de novia antes de tiempo. Si uno observa la entrevista, los periodistas finalmente movilizaron los ejes clásicos para situar su posición política sólo a partir de una agenda valórica: para entrevistar a una futura alcalde le hicieron preguntas de diputada y tres de las siete interrogantes decían relación con la sexualidad. Así, la construcción de la realidad que hacen los medios -esa que pocas veces analizamos- olvidó que los representantes parlamentarios, tal como dice Joseph Schwartz, muchas veces votan en estas materias sin respetar demasiado la  disciplina del partido. No creo conveniente entonces pedirle peras al olmo cuando la candidata debía aquí defender una postura propia. Cuántas veces hemos oido que la legitimidad actual de los políticos no viene de representar a un partido,  sino al ciudadano de a pie (por lo demás, hiper complejo en sus posturas).

Porque para pelear el matrimonio igualitario hay otras formas mucho más potentes: exigir las promesas incumplidas de una campaña presidencial, marchar numerosos en la calle y develar la hipocresía cotidiana que la entrevista mostró sin tapujos: que el acomodo del AVC (Acuerdo de Vida en Común) puede ser usado como carta blanca para demostrar que se es liberal, pero no tanto, que en Chile casi siempre se puede ser secular en lo público pero conservador en lo privado y lo más evidente, que los homosexuales pueden ser felices siempre y cuando no se les note demasiado el resfrío.

Mal que mal al AVC nunca se llega vestido de blanco. Lo mismo que a la urna. Si Josefa Errázuriz fue pava en no estar preparada para contestar la pregunta, más pavos somos nosotros por colgarle todo un cambio social a una candidatura que tiene gran peso simbólico, pero que no soluciona todos los conflictos morales del país. Y aunque me cargó su respuesta -porque me subí al mismo carro que describí al principio- vuelvo otra vez a un punto que me parece importante siempre tener a la vista: los cambios empiezan desde nosotros mismos.

Si del movimiento homosexual se trata, las pretensiones de hegemonía son las que están detrás de las peleas de gata que de tanto en tanto nos convocan, así como la desidia de no hablar estas cosas con nuestra familia son las que hacen parecer este tema como un asunto marginal a la hora de calcular la política. Por eso más que reclamar contra esta candidata y su respuesta en particular, mejor es ir mañana a la Plaza Italia para decir una vez más que este tema no es un simple detalle y, de paso, demostrar también que estar casado no es la única manera de conseguir la legimitidad homosexual, sino que ser fiel a los principios que cada uno ha fijado para su vida.

El respeto a esa diversidad es en realidad lo que nos hace una sociedad más moderna e inclusiva.

domingo, 1 de julio de 2012

La pelea homosexual

Lo que sigue es a propósito de la absurda pelea entre organizaciones homosexuales que la prensa describió la semana pasada, luego de la Marcha por la Alameda. No me voy a referir al objeto en disputa, porque estoy muy lejos para comentarlo, pero sí al discurso que moviliza la noticia en cuestión. 

Básicamente lo que se intenta mostrar es una disputa por la hegemonía de la representación homosexual. La prensa aquí se centra en el dramatismo de la pelea y la sazona con un componente de clases sociales, imaginería típica del melodrama latinoamericano. Pero esta pelotera es muy distinta respecto de otras rencillas políticas o sociales propias del país. Porque una cosa es cierta, es mucho más fácil imaginar esta disputa como una bolsa de gatos colizas. Lo difícil es observarla como un indicador de los cambios sociales y culturales que operan en el país. 

Me explico. Hay dos puntos que deberían ser considerados: por una parte, el proceso de emancipación de la sexualidad y por otro, la  histórica sofisticación de los modales propia de la civilización occidental. En el primero de los casos, nos referimos a la pérdida de hegemonía de las instituciones en materia de regulación de la sexualidad. Como dice Michel Bozon, hoy en día ya no son las instituciones como la Iglesia o la República las que regulan la sexualidad en función de un proyecto colectivo, sino que es el individuo quien internaliza las reglas y la consecuente exigencia por cumplirlas. El “yo decido” es cada vez más importante en la identidad sexual individual. Por eso se entiende que las organizaciones homosexuales, tal como dice Massimo Prearo, hayan cambiado su discurso pasando desde el “no me golpees por ser gay” al “no me digas con quien no me puedo acostar” que domina las marchas actuales. 

En el segundo de los casos, nos referimos a los cambios en las maneras de comportarse y mostrar públicamente las pulsiones del cuerpo. Es lo que señala Norbert Elias al explicar por qué el control de sí mismo es cada vez más importante y cómo en determinados espacios sociales, sobre todos los más públicos y politizados, desaparecen las expresiones de afecto desordenado, de hambre o de emoción. Y aunque el sexo esté presente en todos lados, en la práctica, es más sofisticado quien tiene una distancia razonable con el mismo, sabiendo practicarlo cuando es preciso y donde es preciso. 

Si consideramos ambos factores, la emancipación de la sexualidad y la sofisticación de los modales, es fácil comprender por qué la figura del gay clásico ha perdido terreno y ha ganado forma el paradigma del nuevo homosexual integrado, trabajador y por qué no, consumidor. Porque la identidad homosexual no es algo inmutable, es el reflejo de los procesos sociales en su entorno. Por eso el escenario actual es tan diferente al de veinte años atrás. Hoy la manera más popular para definir la adultez es “déjenme estar con quién yo elijo”. En este sentido, ¿quién no va querer apoyar el amor, sobre todo si este, tal como el sexo, no obedecería a otras razones más que el corazón? Paralelamente, la mejor manera para presentarse ante los demás es a través de una sexualidad lo más sofisticada posible, no solo porque elimina la representación del desorden inherente al prejuicio contra la homosexualidad sino también porque demuestra un dominio de sí que es socialmente valorado. 

Más que por haber cautivado a los políticos o a los ABC1, la mayor convocatoria de la Marcha tendría que explicarse a partir de estos dos ejes, claves por su capacidad de generar deseabilidad. Algo que el antiguo líder parece no haber visto, al sentir como un usurpador al que tuvo la gracia de estar en una mejor situación respecto de lo que está pasando socialmente. Por que la noticia no dedica ni una sola línea a revisar la cronología del movimiento homosexual chileno como para entenderlo. Si la sobriedad de la Marcha de la Igualdad realmente ayuda a la diversidad sexual eso es otro cuento que voy a criticar después. Pero lo que sí puedo decir ahora es que reclamar y aclararle a la opinión pública quién es el legítimo creador de Marcha Gay en Chile es bastante miope, pues esta Manifestación no obedece nunca una iniciativa personal sino que es el indicador de un proceso social mucho más complejo, donde el cambio en el discurso sobre la sexualidad y la manera de mostrarlo es una muestra más de las contradicciones y deseos de la postmodernidad. Pero bueno, poco espero si una organización durante 21 años no ha sido permeada  en su estructura de poder interna.

Al mismo tiempo Iguales tiene que evitar victimizarse al decir que la principal crítica tiene que ver con sus privilegios. Eso sería una operación no solamente derrotista sino tramposa y poco solidaria. Porque la mejor manera de generar los cambios es hacerse siempre cargo de la propia biografía y de la propia posición social , desnudando las asimetrías que -como dice Anthony Giddens- de seguir ocultas perpetúan la iniquidad. Para movilizar realmente el "yo decido" hay que siempre tener todas la información sobre la mesa, porque si no, pasa lo que muestran las reacciones a la noticia: que la pelea homosexual es un asunto de egos personales maltrechos, una pelotudez de marginales faltos de cariño y un salpicadero de cahuines de vieja.

Algo que sin duda no ayuda a entender hacia donde tiene que ir la causa.

martes, 24 de abril de 2012

Enfermo de homofóbico

No quiero entrar precisamente en una polémica. Prefiero encender una alerta. Las líneas que siguen son una respuesta a un discurso preocupante que insiste en situar la homofobia como una enfermedad.

Espero no ser malinterpretado, pero a propósito de la formalización de los atacantes de Daniel Zamudio, este es un discurso que se instala en todos los comentarios colgados de la noticia. Y es fácil decir que para explicar la salvaje golpiza quien está enfermo es el homofóbico y no el homosexual. De ahí un paso a desear el manicomio o el pelotón de fusilamiento para los procesados. Sin embargo, si uno examina esta secuencia , es fácil comprobar cómo el mismo tratamiento que durante tantas décadas se le propinó al homosexual en ejercicio ahora se quiere aplicar para otro "desviado". Por eso, describir la homofobia como una enfermedad es una operación sumamente tramposa, porque no nos permite salir del marco referencial con el que miramos el orden social, un orden global que  permite la agresión cotidiana, la violencia solapada hacia los homosexuales que se desliza en preguntas del tipo "y cómo están las pololas", "y me imagino que te casaste" pasado una cierta edad.  Porque la homofobia NO es una enfermedad, es una manera de relacionarse que está asentada en el seno mismo de la sociedad.

La homofobia es algo mucho más profundo, es una suerte de estado basal, una agresión que es el subproducto de las operaciones que definen socialmente qué significa ser hombre o ser mujer. Y de eso nadie se libra. Es una tecnología en el sentido de Foucault, que ahora busca otra víctima para no ver cómo el médico está en realidad enfermo. Luego, la homofobia no cambia con la declaración de patología, no cambia con declarar a Zamudio un mártir y secar en la cárcel a sus agresores homofóbicos. Que si la homofobia fuera una enfermedad, ellos podrían entonces pedir clemencia por su discapacidad. Y eso, sabemos, sería tremendamente injusto. La homofobia no cede con decir por televisión que en Chile hay un antes y un después de Daniel. La lucha por vencer la homofobia no se gana a costa de sumar mártires y tener un botón de alerta para denunciar cada agresión institucional. Porque así le damos alimento a los estúpidos que piensan que somos unos histéricos sin cuestionar su propia barbarie. Y por la misma razón, lamentablemente, la lucha contra la homofobia se gana menos aún al pensar que los homofóbicos son en realidad gays encubiertos.

Asumir sin crítica esta última cuestión es olvidar que a veces las mujeres heterosexuales pueden ser las más terribles para condenar a un maraco. Que cosas tan anodinas como la farándula televisiva ordenan de manera precisa los escalafones de la buena sexualidad, situando siempre al coliza como el enemigo que la destroza con sus comentarios venenosos (cierto Jordi?) Por eso es importante el análisis cualitativo de nuestro propio discurso, porque aunque seamos homosexuales, hemos crecido en un marco homofóbico que también evalua nuestra propia sexualidad desde dentro. Porque aún asumidos y todo, la discriminación  es transversal, donde la búsqueda incesante por reconocer quién es la más loca o quién es el cola más reprimido es un signo de homofobia instituido incluso en el corazón mismo del mundo gay. ¿O cuántos entramos al mujereo, pensando secretamente: "no, si total es broma"? ¿O estamos tan dispuestos a asumir mientras leemos esto que en lo más profundo de nuestro ser somos en verdad afeminados reprimidos? 

Si al pensarlo -tal como yo- nos recorre un frío por el espinazo, ergo, la homofobia no es sino simplemente la reproducción de un orden social que supone la heterosexualidad como única alternativa, dentro del cual el homosexual viril tiene un pecado menos, como diría Daniel Borrillo. Porque al final todos aprendemos que se debe despreciar al hombre o la mujer que "no se comporten como tal". Si no que le pregunten a Jorge Reyes y su declaración. Pero acusarlo a él, por ejemplo, como enfermo de homofóbico es un contrasentido. Para hacer un buen diagnóstico, creo, hay que partir por reconocer que hasta nuestras propias madres han sido homofóbicas, como nosotros también lo hemos sido y que la inconsciencia no nos deja alternativas. Homofobias en el discurso hay muchas. Tal como Eric Fassin señala, dependiendo de la posición social donde estemos lo que cambian son las formas pero no los contenidos. Así, no porque seamos mas instruidos sobre la homosexualidad, seremos más prudentes para hablar o seremos diferentes de los agresores de Daniel.

No es una buena operación entonces querer patear la enfermedad para fuera, como si las cosas relacionadas con la homosexualidad -el serlo o el odiarlos- fuera un suerte de bomba que hay que hacer correr lo más pronto posible. A ver a quién le explota en la cara.  Porque los cambios sociales no se realizan sabiendo a quién es mejor darle la pastilla, un psicotrópico para calmar la desviación. Como cualquier cambio hay que empezar primero por uno. El respeto a lo distinto no requiere condolencias para el enfermo, requiere un proceso que comience por saber hasta qué punto todos somos iguales en la falta. Yo que soy homosexual no estoy enfermo, eso es seguro, pero muchas veces he excluído a mis pares y he tenido la fantasía de dar vuelta a uno de esos abogados bien cartuchones. ¿No estoy entonces por medio de la fantasía legitimando un discurso que no tiene nada de enfermizo sino de cotidiano?

Y si todavía queremos ver la homofobia como una enfermedad, partamos entonces por decir que es una cuestión crónica, y más que una infección es una mutación que llevamos dentro. Todos estamos entonces contagiados. Que sea entonces ese el miedo que nos impulse a salir de la excepción para entrar en lo que nos constituye como sociedad.

martes, 17 de abril de 2012

Cuestión de lealtad

Sucedió mientras pensaba escribir esto. No habia abierto el computador luego de la comida familiar de despedida. Estaba en mi pijama triste y fue entonces cuando me pilló el temblor. Obvio, el primer remezón es una pequeña alerta, donde los años nos han enseñado a no correr como locos. Nobleza obliga, hay que educar el cuerpo y observar tranquilo como el vaivén de la tierra sigue y dice lo que hay que hacer.


Si la cosa no para -pienso- seguro me quedo en tierra mañana. Ya es segunda vez que un terremoto me impediría viajar. Mientras el temblor sigue y mis hermanos se aferran de una puerta, en la escalera algunos vecinos gritan algo indistinguible, las alarmas de los autos estacionados se encienden y los perros ladran. El sonido confuso agrega desorden mientras mi espinazo está petrificado de tensión.

No fue un terremoto, es verdad, pero la tierra se movió lo suficientemente fuerte como para hacerme sentir que la pared de la cual me afirmaba de pronto se había vuelto líquida. Ni que esta tierra se hubiera apurado en hacerme una despedida con un pie de cueca. Cuestión brutal, seguro, que un terremoto nunca es un chiste y que un temblor como el de anoche ha desvelado a varios. Esa calamidad que siempre está al acecho. Ese cuestionamiento intermitente de aquello que tenemos por cierto, nada más concreto que el piso donde vivimos. Y sin embargo, en la víspera de una nueva partida, el sustito que alargó mi noche me hizo ser solidario con todos quienes en ese segundo vivimos la incertidumbre de no saber si el zamarreo sería una anécdota o algo más que eso.

Me voy del país entonces con este recuerdo, como si no saber qué sigue, como si abandonar la tierra como fuente de certeza fuera el mandato a seguir. Como si acaso la tierra sacudiéndose no fuera un signo de aquello que por incierto se tiene seguro. Tal cual como los recuerdos de Chile que cambian de tanto en tanto. Y yo sin embargo, como siempre lidiando mal con las despedidas. Lo que me ata a esta tierra es demasiado y tan porfiado como este pueblo me empeño en habitar un lugar tembloroso, a no decir nunca adiós ni a mi madre, ni a mi padre, ni a mis hermanos, ni a mis amigos. Ni a los espacios donde mi cuerpo cambió. Ni a la rabiosa contradicción que nos atraviesa como una falla: con la misma incertidumbre de un temblor, cada relato que coseché en esta venida es un cuento adicional en el misterio de la vida, donde al hombre lo mismo se lo mata que se lo quiere, donde al homosexual o la lesbiana lo mismo se lo esconde que se lo cuida. 

Me voy a un país donde nunca tiembla y donde aparentemente la vida es más fácil. Pero mi lealtad está aquí. Lo de allá es serle fiel a un proyecto. Un proyecto para entender mejor lo que nos pasa como país, para comprender cómo es posible recomponer los recuerdos y mi propia posición en la vida. Espérame en París mi amor, que ya llego. Y espérame Chile que ya volvemos juntos. A los amigos que no saludé en esta pasada les pido disculpas, confío en volver para cumplir con los abrazos debidos. Sepan todos que entre la ciudad de la luz y la luz que pestañea cuando Chile temblaba otra vez, prefiero la intermitencia de la segunda. Aun cuando a la primero le deba la distancia que me permite escribir esto sin quedarme en el temor de una noche terremoteada. 

Como la despedida de anoche, me voy movido. Pero como en el susto de anoche, no estoy solo. Una vez salte del suelo sentiré otra vez como venir y estar acá me ha permitido tener la fuerza para despegar. Los quiero mucho.


jueves, 5 de abril de 2012

Mariposas en la Iglesia

Podría ser una capilla chica. Poco más que una casa con ventanales grandes.  Un oratorio ubicado en cualquier parte de Chile. Uno de comunidad mediana, sin grandes benefactores ni recursos para copiar un templo de Europa.  La gruta del fondo adornada con flores de género que nunca se secan. El Jesús crucificado de madera al centro, extraño en su tosquedad que lo hace parecer infantil. El espacio de un coro que pocas veces tiene más que una guitarra. Imágenes de santos que parecen sacadas de un póster, que parecen páginas de un mismo calendario. Y alrededor de ellas decenas de mariposas de papel. Rojas, blancas, azules, moradas, amarillas y verdes. De papel lustre del colegio, de cartulina con el borde Artel que no pasó por la tijera del artesano, de celofán e incluso de papel de regalo.

Mariposas pegadas con cinta adhesiva a la pared. Con tanto polvo encima que hacen pensar cuánto tiempo llevan pegadas ahí. No hay modo de saber quién las fabrica, cuánto tiempo se tardaron las manos en plegar la materia que ahí colgada adornan un santuario popular con el insectario que afuera de la capilla está cada vez más escaso. Sin otra pretensión que adornar un lugar que tiene que ser diferente a la monotonía que reina allá fuera, la actividad constante del trabajo, del campo, de la oficina, de la micro o el camino de tierra.

Seguro, de una capilla más pituca las hubieran volado todas. Una comunidad que adquiere prestigio en este país debe necesariamente velar por tener una iglesia más bonita. Racionalizar los materiales y la decoración. Alabar a Dios con las nuevas tendencias de la arquitectura y un coro más afinadito. ¿Y por qué no, acaso nadie está ajeno a querer tener una casa más bonita para celebrar una fiesta? Yo no culpo a los curas o los feligreses estirados que no quieren a las mariposas en la iglesia, total es la buena costumbre, es el deseo de tener un lugar lo más presentable para acordarse de cómo son las cosas en el cielo, donde todos vamos a ser unos angelitos piluchos felices. Además que cuando uno va a la universidad, cuando uno es más educado, empieza a ver la naturaleza de otra manera, quiere entender el orden profundo de las cosas y unas mariposas de papel más que ayudar distraen.

Pero las mariposas siguen ahí aferradas a esa capilla sencilla que se niega a morir por el puro empeño de la comunidad que ahí aprendió a encontrarse para varios eventos. Aunque sea más por inercia que por verdadera adhesión al catecismo. Aunque sea con el pretexto de la procesión que es la antesala para la tomatera donde los hombres y las mujeres se acuerdan de los placeres del cuerpo. Aunque sea el fruto de ese sincretismo que a algunos les hace arriscar la nariz. Como si en la iglesia el cuerpo de verdad quedara fuera, como si la pureza de la misa implicara lavarse las manos tanto como para olvidar que recorrieron otro cuerpo sin querer necesariamente procrear un hijo.

Yo colgaría las mariposas de papel también sobre las sotanas de los curas, para adornarlas quizás un poquito, para llamar la atención sobre el cuerpo que existe bajo ellas. Que por esa negación hoy la capilla se puede quedar vacía, cuando afuera el cuerpo y la intimidad son cada vez más un articulador del orden social. Porque ahora importa siempre ser coherente con el cuerpo y el deseo, por eso una mariposa homosexual que se precie de tal no querrá pisar jamás una iglesia, el hito más visible del castigo a su identidad. Como si ser el mariposeo orgulloso no implicara negociar a veces en el trabajo la propia apariencia. A mí no me convence esa postura, ni tampoco la del homosexual piadoso que piensa que quien abomina de la Iglesia es un pobre sujeto enrabiado y un poco ignorante al final. Porque ni el rabioso ni el piadoso han querido ver las mariposas pegadas en la iglesia, el empeño porfiado de estar ahí. Porque la distracción de la pelea política, la deconstrucción del pensamiento esencialista, siempre quedan fuera de esa capilla que subsiste queriendo parecer una casa, donde cada uno pega las fotos de su propio bienestar, de sus momentos felices, para ayudar a pasar las penas cuando la muerte nos visite.

Allá la exégesis, la hermenéutica y la colección griega de palabras que hipnotizan como las letanías. Si se trata de volver a la iglesia, ahora que estoy grande prefiero decir que da lo mismo si te quieren o no allá dentro porque al final uno llega buscando algo que nunca está muy claro, uno se engrupe con promesas que a veces son verdad y otras veces parecen una estafa. Y que uno aprendió de Dios en una comunidad que es tan ignorante pero busquilla como uno.  Por eso hoy que es Jueves Santo y el rito empieza otra vez, que a pesar que un imbécil católico pide no compadecer a un asesinado porque su deseo lo hizo ser un mal ciudadano, las mariposas en la iglesia todavía no vuelan y se aferran a la pared, homenajeando las manos que las fabricaron y las pusieron ahí.

Y es esa continuidad de la vida la que hace que querer arrancarlas no tenga sentido. 

miércoles, 28 de marzo de 2012

La homofobia que nos hace cómplices

La ciudad me recibe con sus noticias y sus dolores. Esta vez, con una quemadura sobre la piel. Como una fiebre que ha producido un verano que niega retirarse, como una cicatriz que todavía está roja de dolor, la muerte de Daniel Zamudio ha despertado indignación y compasión en una sociedad que ha visto como pocas veces la miseria de su propio vientre.

Yo no conoci a Daniel, como la gran mayoría de los que hoy lo lamentan. Quién sabe si algún día lo encontré en la calle, en alguno de los rincones donde también yo fui. Daniel probablemente no sería diferente a cualquier otro homosexual  pisando estas veredas. Como otro joven transitando por el centro. Pero lamentablemente para él, su anonimato terminó de la manera más triste posible. Una golpiza tan cruda que todavía es difícil leer su relato. Una oreja cortada, sangre y quemaduras sobre la piel que hoy nos duelen a todos. Que persisten en la homofobia que todavía pasa por el lado.

Coincido con lo que dicen muchos, respecto a que todos somos culpables de alguno u otro modo. Y que tenemos que tener cuidado con olvidarnos de Daniel una vez termine su funeral. Pero no creo que sea solo consecuencia de estar adormecidos por el mercado, que nos hemos acostumbrado tanto a la violencia que bien se nos olvida cómo podemos ser tan salvajes. Porque ahora que tenemos los focos del mundo sobre nosotros, rasgamos vestiduras y nos cubrimos la cabeza de cenizas. Pero antes nunca lo hicimos, cuando a otros homosexuales también les pegaron a la salida de una discoteca. Cuando a los travestis a botellazo limpio les hicieron sangrar la cabeza en una barrida. Cuando a una lesbiana la obligaron a casarse en silencio. Cuando nos burlamos de una torta, de un maraco, con ese filo hiriente que uno conoce bien, que uno siente cuando se sale del chiste para ofender un poco.

Y si hablamos tenemos que ser conscientes del lugar que ocupamos para hacerlo. Agresiones como las de Daniel Zamudio han habido miles, solo que esta vez encontró una caja de resonancia impensada. ¿Será por la brutalidad del ataque? ¿Será por la mariconada de ser cuatro contra uno? ¿Será porque Daniel se resistió a morir y no tuvimos más que mirar su lenta agonía? ¿Será porque ser "neo-nazi" exime al resto de la sociedad de asumir su propia homofobia? Porque si tuviera que responder a estas preguntas me inclino por la última: cada vez que no dije que era homosexual por cuidar las reglas del orden circundante sabiendo que era opresivo, por miedo, por acomodo, también colaboré un poco. Cada vez que me sentí seguro para pelar a la cola del lado, también permití esto. Cada vez que tomé un libro sobre homofobia y desdibujé al ser humano detrás del relato, dejé un poco más solo a Daniel.

Poco importa saber si Daniel era un homosexual orgulloso de serlo o no, si se le notaba al caminar o si pasaba piola. Como si eso pesara al momento de medir la falta. Poco importa distinguir cristianamente entre la persona y la condición sexual, como también es estúpido distinguir aquí entre asesino y demente. La homofobia está ahí acechando, es un germen de odio que todos llevamos dentro. Que hace sentir a los hombres seguros por ser peloteros y a las mujeres realizadas por tener pechugas. Que parapeta a las locas ubicadas frente a las que son perdidas. Que existe curiosamente en ese afán social de hacer la diferencia para encontrar nuestra propia identidad. En eso somos todos cómplices y yo también.

Si algo puedo hacer para avanzar aunque sea un poco, para que todas estas palabras y emociones no sean en vano, es tomar conciencia del lugar que ocupo y de las acciones cotidianas que puedo hacer para disminuir la homofobia. Que yo no voy a tener hijos propios a quienes enseñárselo, pero no por eso  debo guardar silencio. Si hoy la sociedad se lamenta de su miseria, nosotros los homosexuales deberíamos lamentarnos de no entender antes que esto de salir del clóset no es una simple choreza, que no basta el mercado pop para hacer más tolerable el color rosa. Cambiar las cosas exige un compromiso político que supera la simple petición de derechos, implica ser responsables de nuestro propio proceso de asumir una sexualidad y liberarla de golpes, de cuestionar nuestro propio orden de las cosas a partir de la homofobia internalizada.

Porque si queremos ser consecuentes y no ser solo invitados sufrientes a un funeral que no se agota en dignidad gracias a una familia que ha compartido su dolor con todo un país, un gesto cotidiano debe impregnar cada uno de nuestros días. Reconocer que la homofobia que nos hace cómplices empieza a carcomer desde cada uno silenciosamente, hasta reventar furiosa en las patadas de esos que aun no tratamos de maricones.

Que la muerte de Daniel no sea causa vacía.



martes, 17 de enero de 2012

De las nanas y la discriminación

Me preocupa que todo este revuelo de las nanas discriminadas quede en nada. Que la cosa sea reirse de la salida de libreto de una patrona y no ir al fondo del asunto. Quedarnos en la reacción superficial y todo el caleidoscopio de reacciones que marcan tendencia en las redes sociales. Como si seguir el cotilleo, hacer una funa o crucificar en el extranjero a la tontorrona que puso el tema en la palestra, bastaran para solucionar el problema.

Porque si queremos reflexionar sobre lo que ocurre con las nanas dos cosas debieran ser consideradas a priori. Primero, la naturaleza del trabajo doméstico en sí mismo y la desigual distribución de salarios y reconocimientos que implica. Segundo, la capacidad de discriminar en el sentido complejo de la palabra.

Lo del trabajo no es nada nuevo, especialmente en sociedades complejas. Decir que la injusticia con el trabajador es un vicio del capitalismo es cosa nula; basta con pensar en un dirigente soviético o un emperador chino y se confirma que aquel que se ocupa de la casa, de la ropa, de la limpieza del hogar del potentado está siempre ubicado económica y simbólicamente en un escalafón inferior de aquel quien le emplea. Pero la cosa no termina ahí. El servicio doméstico, en particular aquel que en Chile atribuimos a las nanas, es tan diverso como extendido. Sin citar artículos o cifras baste decir que en algunas casas se ocupan de la prole ajena, en otras además cocinan, o también se ocupan del dramático lavado y planchado. A veces suben y bajan escaleras de casa grande, otras veces limpian los exiguos 30 m2 de un departamento gay. No hay por lo tanto una sola descripción de cargo y los contratos (si los hay) quedan casi al libre arbitrio del empleador y a la precariedad que depende de la información previa que tenga la contratada sobre lo que es justo pagar. No hay simetría por ninguna parte y por lo mismo la evaluación y el trato asumen experiencias previas, si la familia ha tenido antes o no empleados en la casa. No es lo mismo Ana Herrera en Los Ochenta, la patrona de Catalina Saavedra en  La Nana, o la misma Inés Pérez antes y después del recorte de su nota. El acto de comer con la familia o no ilustra aquello a la perfección.

Eso obliga entonces a entrar en los detalles que se pasan por alto. Como el hecho si decir "mi nana", es una transformación encubierta que naturaliza la idea de la persona como extensión de la casa. No es lo mismo escribir en una composición escolar "quiero mucho a mi nana" que decir "a mi nana yo le pago imposiciones". El sentido es distinto y obliga a repensar la distinción. Aunque claro está, eso no es hacer justicia por ninguna parte, lo más sensato sería sacar una cuenta real de cuanto no se paga el correcto valor del trabajo doméstico. Quien trabaje o estudie y se ocupe solito de limpiar el baño, cocinar todos los días, hacer una cama decente, limpiar los vidrios al menos una vez al año y pasar una aspiradora aunque sea por donde mira la suegra, sabe lo monótono pero imprescindible de la tarea. Desentenderse, entregarlo al libre mercado, es reproducir una relación marcada por la jerarquía y el relativo desprecio a lo doméstico, en un mundo que se vive fuera desde que los griegos consagraron la polis. Esta desigualdad y despliegue de poder es tan evidente que por algo en los sex shop se venden trajes de mucama fracesa para sazonar el sexo. Porque en los ejemplos del párrafo anterior la desigualdad de género quedaba fuera.



Pero segundo y quizás esto agrava mucho la falta, toda la polémica muestra que tenemos nula distancia con las representaciones expuestas en televisión o en cualquier otro soporte. Ahí no discriminamos cuando deberíamos hacerlo. Porque si se observa bien, nadie reparó en cómo la habitual técnica de obtener cuñas edita la realidad al punto que vemos sólo lo que queremos ver. Nadie, jamás nunca nadie hace una declaración a la televisión en 20 segundos, pero en el formato cómodo del noticiero predigerido Inés Pérez la cagó medio a medio al decir veinticinco palabras que fueron su condena. Mal. Y todos (me incluyo) reaccionamos como si fuera la única que hiciera diferencias. Como si Chicureo y la figura del nuevo rico fueran el epítome de la  discriminación social en Chile.

¿Por qué no se muestra entonces lo que sucede en lo cotidiano, la injusticia laboral puertas adentro que puede ocurrir también en la casa de los editores y dueños de los medios de comunicación (que seguro tienen más de una persona trabajando en casa)? ¿Aplicarán en esos casos la regla del salario ético? ¿Habrán tomado distancia del abuso de la ley laboral especial que permite hasta 72 horas de trabajo para una nana puertas adentro? ¿Tendrán verdadera conciencia del hecho que parte importante de su sueldo, de la tan manida innovación y emprendimiento, depende del hecho que alguien se ocupe del cubil? Y lo principal ¿tenemos nosotros esa conciencia, hayamos contratado o no servicio doméstico en casa? ¿Subiríamos los sueldos al día siguiente? Y aunque el razonamiento de la vecina del Algarrobo II siempre resulte extraño, siempre lleve un resabio de discriminación resbalosa, sobrerreaccionar a la noticia y no observar cómo el linchamiento reproduce el problema hasta el infinito es no querer aprender nada.

Parece que Chile comenzó el 2012 buscando hacer justicia a como de lugar. Que rueden cabezas por aquellas que no rodaron antes. Pero lo que sí es seguro es que  2011 nos enseñó que para poner las cosas en la plaza pública se pueden usar otras manera y que la sordera sigue a los gritos. Estrategia artera, estos problemas no son una lucha de clases, por reaccionar frente a ellos no estamos volviendo a los setenta, como nos quieren hacer creer. Pero buscar justicia sin pensar antes cómo participamos de la injusticia nos pone casi en el mismo sitial del cura que en el púlpito olvida sus contradicciones hipócritas, sus abusos y arruina a toda su parentela eclesial. 

Como alguna vez escuché por ahí, no sigamos confiscando la palabra de los oprimidos sin hacer alguna diferencia real.