martes, 17 de abril de 2012

Cuestión de lealtad

Sucedió mientras pensaba escribir esto. No habia abierto el computador luego de la comida familiar de despedida. Estaba en mi pijama triste y fue entonces cuando me pilló el temblor. Obvio, el primer remezón es una pequeña alerta, donde los años nos han enseñado a no correr como locos. Nobleza obliga, hay que educar el cuerpo y observar tranquilo como el vaivén de la tierra sigue y dice lo que hay que hacer.


Si la cosa no para -pienso- seguro me quedo en tierra mañana. Ya es segunda vez que un terremoto me impediría viajar. Mientras el temblor sigue y mis hermanos se aferran de una puerta, en la escalera algunos vecinos gritan algo indistinguible, las alarmas de los autos estacionados se encienden y los perros ladran. El sonido confuso agrega desorden mientras mi espinazo está petrificado de tensión.

No fue un terremoto, es verdad, pero la tierra se movió lo suficientemente fuerte como para hacerme sentir que la pared de la cual me afirmaba de pronto se había vuelto líquida. Ni que esta tierra se hubiera apurado en hacerme una despedida con un pie de cueca. Cuestión brutal, seguro, que un terremoto nunca es un chiste y que un temblor como el de anoche ha desvelado a varios. Esa calamidad que siempre está al acecho. Ese cuestionamiento intermitente de aquello que tenemos por cierto, nada más concreto que el piso donde vivimos. Y sin embargo, en la víspera de una nueva partida, el sustito que alargó mi noche me hizo ser solidario con todos quienes en ese segundo vivimos la incertidumbre de no saber si el zamarreo sería una anécdota o algo más que eso.

Me voy del país entonces con este recuerdo, como si no saber qué sigue, como si abandonar la tierra como fuente de certeza fuera el mandato a seguir. Como si acaso la tierra sacudiéndose no fuera un signo de aquello que por incierto se tiene seguro. Tal cual como los recuerdos de Chile que cambian de tanto en tanto. Y yo sin embargo, como siempre lidiando mal con las despedidas. Lo que me ata a esta tierra es demasiado y tan porfiado como este pueblo me empeño en habitar un lugar tembloroso, a no decir nunca adiós ni a mi madre, ni a mi padre, ni a mis hermanos, ni a mis amigos. Ni a los espacios donde mi cuerpo cambió. Ni a la rabiosa contradicción que nos atraviesa como una falla: con la misma incertidumbre de un temblor, cada relato que coseché en esta venida es un cuento adicional en el misterio de la vida, donde al hombre lo mismo se lo mata que se lo quiere, donde al homosexual o la lesbiana lo mismo se lo esconde que se lo cuida. 

Me voy a un país donde nunca tiembla y donde aparentemente la vida es más fácil. Pero mi lealtad está aquí. Lo de allá es serle fiel a un proyecto. Un proyecto para entender mejor lo que nos pasa como país, para comprender cómo es posible recomponer los recuerdos y mi propia posición en la vida. Espérame en París mi amor, que ya llego. Y espérame Chile que ya volvemos juntos. A los amigos que no saludé en esta pasada les pido disculpas, confío en volver para cumplir con los abrazos debidos. Sepan todos que entre la ciudad de la luz y la luz que pestañea cuando Chile temblaba otra vez, prefiero la intermitencia de la segunda. Aun cuando a la primero le deba la distancia que me permite escribir esto sin quedarme en el temor de una noche terremoteada. 

Como la despedida de anoche, me voy movido. Pero como en el susto de anoche, no estoy solo. Una vez salte del suelo sentiré otra vez como venir y estar acá me ha permitido tener la fuerza para despegar. Los quiero mucho.


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