sábado, 7 de mayo de 2011

De la provocación (Socialización coliza III)

¿Cuál es la mayor provocación posible que se nos permite? ¿Darse un beso en la calle? ¿Caminar tomados de la mano por un parque? ¿Andar con poleras apretadas cuando el resto de los machos se viste de camisa para salir a bailar? ¿Subirse al carro travesti para mostrar las tetas en la Gay Parade?

¿Cuál de todas estas cosas es más provocadora que la anterior? Cambie el lugar y observe las consecuencias. ¿Tomarse de la mano en una comida familiar? ¿Dictar clase con la polera apretada? ¿Hacer topless en una procesión religiosa? La provocación nunca se entiende fuera de un código que está espacialmente situado. Y para el caso de nuestra cofradía las desigualdades no están en la imposibilidad de vivir el amor -que entre cuatro paredes bien se pueden hacer todas las acrobacias que uno quiera- sino en la dificultad de poder expresarlo abiertamente en el espacio que a todos pertenece y que todos vigilan. Todos, incluso nosotros mismos.

¿Acaso no es verdad que dentro de los lugares del "ambiente" los códigos se invierten y al que pasa demasiado piola, al que no brilla bien puede quedar al lado? Esa norma coliza -que yo sigo al pie de la letra- es de doble vía y bien se puede pasar de víctima a victimario, cuando a pesar de gastar en ropa fashion para la noche criticamos a quien sigue vestido para la disco en medio del trabajo. Vestirse demasiado coliza a todo evento no sería sino una muestra de mal temperamento y de cabeza perdida.

Ahora bien, no pretendo en caso alguno ponerme latero discutiendo todas las teorías de la dominación que siempre siguen a la afirmación anterior. Siguiendo con las distinciones espaciales, eso queda para la biblioteca y la sala de clases. Lo que me interesa ahora es solamente revisar mi propia experiencia con una pregunta: ¿cuál sería entonces la mayor provocación posible del gremio? ¿cuál es la mejor manifestación de la diferencia, esa que de manera seductora e indeleble hace que todo el resto se de cuenta de lo que no ha visto hasta hoy?

Muchos dicen que no hay para qué andar con la bandera en la espalda. Qué al final eso no es una aporte sino una distancia. Pero tengo la aprehensión que dicho argumento constituye una generalización improbable, porque ni aún la cola más militante puede ser guerrillera todo el día. En los circuitos más duros la diferencia desaparece: ¿si todos se ponen al mismo tiempo la capa arcoiris quién es el que resta disfrazado? Provocar entonces no es sólo un asunto de tomar los signos más evidentes, sino saber situarlos en el momento y espacio justos. Hay veces donde es necesario tomar la bandera, pero también es cierto que no se combate la homofobia solo con asistir a todas las marchas, aun si por un asunto de libre decisión por lo menos a una hay que ir.

Frente a dicha circunstancia lo mejor es hacerse consciente del propio capital cultural y social para convertirlos en herramienta de provocación. Porque la manera como trazamos la linea entre la exposición y el exhibicionismo radica precisamente en nuestra posición social, que nos ha enseñado diferenciadamente cómo debemos presentar el cuerpo. Cuerpo que constituye nuestra única manera de estar en el espacio.

Muchas veces, resulta conveniente para el resto que uno sea una provocación ambulante, total así no se espera nada distinto. Foucault apelaba a las revoluciones del silencio como la única manera de vencer a la razón clínica que insiste en encasillar, compadecer y tratar la disidencia. Yo por mi parte no puedo olvidar las tensiones de la socialización cotidiana, y prefiero traer a ellas la provocación necesaria. Así, creo que la manera de hacer una diferencia es sabiendo callar cuando corresponde, observar y observarse, conocer cuáles son las propias posibilidades porque uno nunca las tiene ni se las sabe todas. Luego, asentada la convicción que le permite a uno decirse gay -venciendo la reprobación que está en otro y nunca debiera estar en uno- bien vale la pena reclamar cuando a uno lo hipersexualizan en la prensa, defender la igualdad cuando se escucha ignorancia entre los compañeros de pega, atender la pena de otro camarada cuando se sienta igual de perdido que uno en este camino que tiene recompensas y amarguras.

Pensando en cómo me gustaría provocar lo primero que no quiero que me encasillen. Yo no quiero encasillarme sino ser solamente una voz más entre muchas que hablan. Y quiero tener la libertad de pasar piola todavía, aunque peque de inocente si miro mi forma de andar. Quisiera poder seguir haciéndome preguntas y prefiero seguir tendiendo siempre espacios para producir sorpresas, esas que como un libro de suspenso hacen que uno atienda a las circunstancias especiales de un relato. Mi escenario es al final la ciudad, que con sus comidas familiares y sus noches de turbiedad absoluta es un universo infinito de insinuaciones, acatamientos de la ley y transgresiones silenciosas.

Y sea Santiago, sea París; sea lumpen, sea estilista. El desafío al ingenio es siempre el mismo.