sábado, 9 de mayo de 2009

Intimidad amenazada

La tesis del miedo tiene nuevo impulso en este otoño. La luz austral se ensombrece a medida que el sol dura menos tiempo arriba. Y también la conciencia. La influenza nos pegó abajo, literalmente, y la cabeza se sumerge en el mar de amenazas que despliega cada estornudo.

Hace un tiempo escribí con ingenuidad acerca de la democracia del resfrío. Manera de ser naif, valorando la igualdad que nos traen los virus mutantes, visitantes asiduos del cuerpo. Ahora mal, la imaginación encontró el personaje propicio para convertir lo cotidiano en el límite del terror.

No es un ejercicio nuevo. Basta pensar en todo lo numinoso que rodea la vida urbana. Es cosa de caer por el pozo de un ascensor en cualquier minuto, que se nos quiebre la mano en una frenada brusca del metro, que nos aplaste la cabeza una cornisa debilucha de esos edificios añejos que nos gusta conservar. La diferencia es que la obsesión por el miedo tiene que distinguir un límite difuso y en todas esas situaciones siempre hay modo de controlar las cosas o en último término, vivir con las alternativas: mejor subir las escaleras, andar en micro o pasear por la vereda del frente. Y frente a la conciencia gris de la muerte en ciernes, siempre se puede abrazar a otro suicida.

Reconozco que cuando empezó esto de la gripe temí lo peor. Lo primero que pensé era en la posibilidad que cualquiera a los que amo (incluyendo yo mismo, obvio) pudieran morir. Luego comprobé que en realidad la amenaza era otra: la incapacidad de vivir del modo como conozco.

El asesino andaría suelto y su particular humor le permite no ser visto justo en medio de todos los mirones. Un simple estornudo y todo un tren se contagia. La tijera del destino podía cortar el hilo de cualquiera, al bajarse en la siguiente estación.

Miedo y más miedo, y por no tocar el teclado del computador por miedo a infectarse nadie puede averiguar que de la gripe común muere más gente al año que todo lo que pudiera llegar a morir ahora. Tanta información y al final nadie sabe nada. Mejor guardar la distancia contra cualquiera, nadie sabe si tiene el demonio incubando dentro.

Al menos este demonio interno que es desconocido. Los otros, los que nos hacen más mal finalmente, los llevamos criando largo tiempo en nosotros. Ahora que el verano al fin pareció ceder en su tiranía, el tiempo frío se vuelve peor. Ya no es posible acurrucarse junto a otro y despertar para ventilarse en medio de la ciudad.

Esa postal perdida es peor que la muerte. No quiero vivir de esta manera y perder la conexión con los lugares que habito. No quiero despertar solo con el afán de permanecer limpio y libre de ansiedad. La intimidad amenazada que esta peste noticiosa nos trajo, es la mayor enfermedad. Y vivimos al límite de la ignorancia en el tiempo que menos pensamos que así sería. No conforme con las esquinas flaites, cayeron también los respetables vecinos.

Una vez más la solución está en mis audífonos. Otro paso afuera de la casa y podré vivir en paz.