domingo, 28 de septiembre de 2008

Cola de colas

Marchas van, marchas vienen. La vida se hace caminando dicen algunos, aun cuando no haya forma de igualar los pasos entre todos. Y es que la curiosidad altera el velocímetro diario.

Ayer, como una forma de cumplir mis cometidos ciudadanos, salí a interceptar la marcha gay pasando por plena Alameda. Las primeras cuadras móviles de esta manada homosexual fueron motivo suficiente como para reventar la memoria del celular devenido en fotógrafo. Los segundos camiones pokemón fueron el anzuelo como para marchar cerrando filas. Y es que caminar debajo de la vereda es una cosa muy distinta cuando se hace de día.



En la avenida de los tránsitos cotidianos, el tránsito cortado permite mirar las cosas desde una perspectiva diferente. Atardece en un Santiago que parece más cosmopolita, precisamente por la cantidad de gente que abarrota las calles caminando una opinión. Escolares sobre los paraderos de micro, que cuando uno es el transgresor, no parecen tan amenazantes como dicen las noticias.

Tetas al vuelo de la cofradía travesti, rezando por la compañera caída, mientras batallan contra la gravedad siliconada. Carne vieja guiñando el ojo a ver si consiguen un "piquito" aunque sea en una foto. Lesbianas agresivas insultando masculinas a cuanto transformista presume de su cintura de cabaret. Políticos astringentes sumando posiciones mientras uno se olvida que lo pueden ver por las noticias, que le pueden decir algo en el trabajo terminada la fiesta.

Todos los colores a veces tan chillones de estas manifestaciones, al final tienen su sentido. Es que son pocas las veces que se puede mostrar con luz natural, así que el artificio debe ser aún más grande, como un año nuevo, como un carnaval. Tanta pintura en la cara y tintura en la cabeza permite ocultar la ignorancia, las lágrimas, el encono rabioso de loca resentida.

Había que marchar alguna vez. Aunque sea para reirse en la fila, para agrandar esta cola de colas, que de superlativa tiene mucho, que de moderna la pura semántica de la transacción, que de reivindicativa tiene la reivindicación de sí misma.

La vida se hace caminando, como dicen algunos. Yo, parece, también lo puedo decir a contar desde hoy. Porque para hacerse juicios completos, alguna vez hay que abandonar la razón para abusar del trance tecno de coliza nueva, de perra cosmopolita. Cesado el ritmo, las luchas cotidianas siguen igual.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Latidos ajenos

Descubrimos el placer de entregarnos a los latidos ajenos. Hay variadas formas de hacerlo, como muchos sentidos para percibirlo.

Caminando acompasado por las calles que se resisten, a ratos, a dejar atrás el invierno, descanso al fin del trabajo refugiado en los ruidos mp3. Con una lista más energética que de costumbre, la modorra de la tarde se convierte en saltos olímpicos cuando dejar la oficina se trata.

Lo sé el entusiasmo dura hasta que vea la cama esperando reposo. Al menos esa es la fórmula antigua, porque desde hace un tiempo hay nuevas maneras de residir en ese lugar. Sin embargo, recuerdo en esas canciones un poco viejas, todas las palpitaciones que precedían cada fin de semana, donde los pies se apuntaban para una cacería trucha, un sometimiento a los códigos del baile, pensando que conseguiría alguien cuando en realidad el placer se proponía para latir con un corazón ajeno.

ya sea en los compases electrónicos que reproducen el pulso, ya sea en los chasquidos rítmicos de algún riff rockero, las manos se mueven por sí solas como queriendo repetir los impulsos de la sangre, amarrarse de nuevo con el cordon umbilical que palpitaba por sí solo. Seguridad uterina que reproducen los clubes modernos, donde la oscuridad cenital y los relámpagos láser de la pista de baile envuelven la vista para cegarla.

La ausencia de párpados en las orejas impiden hacerse el sordo ante el murmullo eterno de las baterías, las de verdad y las plásticas de sintetizador. Quién no ha sentido el placer de estar sumergido en un compás ajeno, donde hasta los muebles parece que bailan.

A algunos los asiste la ansiedad por suspender también su propia química. Yo nunca he querido eso. Si he recordado la sensación de moverme sin más, como si la Madre estuviera empujando su cuerpo mayor y la inercia asegurara la vida. Sin decisiones urgentes, sin preocupación por el aire. Ahora, civilizado, compruebo sin embargo que la naturaleza no nos abandona, no nos traiciona nunca. Está ahí en su dominio salvaje convertido en beat. La algarabía humana espera un reproductor (a veces con audífonos) para asegurar la continuidad de la especie, esa que ama vivir por sobre todas las cosas.

Como en el sexo, ese es el placer de latir al son de otro.

martes, 16 de septiembre de 2008

Renacer de las cosas

Hace tres días que el sol comienza otra vez a mostrar los brotes de todos los árboles que bordean mi calle. Como si fuera el anuncio de otro septiembre prometido, como si fuera la extinción del invierno vuelto hacia adentro. Como si fuera un sombrero que se empieza a tejer de nuevo sobre mi cabeza, las ramas se pueblan con pensamientos de resurrección.

Hace tres días que se nota que el sol se empina más alto y hoy se puebla el cielo de nuevos volantines. Yo, que vivo entre edificios he olvidado un poco esos peladeros verdes que rodean Santiago, donde la gracia era elevar ese pedazo de papel sin clavarse entre los espinos. Ni que quisieran ser una corona alrededor de la frente, esas plantas prometían que en tres días otra vez se prometería la abundancia eterna del verano.

No hay cosas fugaces en este tiempo. Cada cosa tiene su ritmo y nuestra existencia se empluma como los pajaritos, se rellena de amor. La palidez lánguida del otoño tiene las mismas horas de luz, pero está más llenas de cenizas. Ahora el crepúsculo se alarga en las verdas, y yo me doy cuenta que es primera primavera que voy a estar emparejado. Siempre, siempre, me salvé de la depresión que auguran los estadísticos del Rorschach. Siempre, y eso que Santiago no es Rio de Janeiro, que acá predominaría un gris que se vuelve insoportable luego que las mujeres empiezan a mostrar sus hombros en público.

Ahora que viene el renacer de las hormonas, yo tengo la oportunidad se sumarme al coro de brotes, al murmullo de las flores pequeñas que se agitan con el viento de septiembre.

Y arriba de mi cabeza se teje el sombrero. La naturaleza y sus compases me invitan a bailar otra vez con las melodías del mundo. ¿Sabré en esta oportunidad practicar una cueca compartida? Saludando al sol renacido no hay otra respuesta más que la esperanza

viernes, 12 de septiembre de 2008

Carioca



Solo para decir que anduve en Rio de Janeiro. Solo para contar que ha sido el único lugar donde bailé en una protesta y nadie protestó por como bailaba. Solo para recordar que hasta las micros hervían de samba. Solo para narrar como las casas se asujetan de los cerros como peleándose por estar ahí, por ser parte de esa ciudad que tiene pura magia. Magia de verdad, de la buena, de la mala y de la muy mala.

Solo para poder leer que estuve dentro de las postales que entretuvieron mis tardes de telenovela. Solo para poder pronunciar otra vez Ipanema, agua mala que me dejó tomar de la mano a mi namorado y que casi se lo tragó por veado. Solo para descansar otra vez en las siluetas del Corcovado que rompe la cadencia del bossa nova, que no podía ser inventada en otras calles, llenas de árboles húmedos, de imposibles contrastes.

Como dentro de una olla a presión, las cosas se agitan cuando hay tanto calor y tantas cosas que chocan dentro de ella. Yo, como turista podría pasar por alto esas cosas, pero decidí encumbrarme en un cerrito viajando en ese tranvía del pasado de carioca, aventurándome también a beber caipirinha en Lapa y sintiéndome quizás un poco inseguro por mi andar. Pero Rio me cuidó esta vez y yo puedo escribir para puro regocijarme. Y estuve en sus terrazas colgando del cielo, sin despegar los pies de la tierra y sus oscuridades.


Solo para decir que alguna vez estuve en Rio de Janeiro