viernes, 26 de septiembre de 2008

Latidos ajenos

Descubrimos el placer de entregarnos a los latidos ajenos. Hay variadas formas de hacerlo, como muchos sentidos para percibirlo.

Caminando acompasado por las calles que se resisten, a ratos, a dejar atrás el invierno, descanso al fin del trabajo refugiado en los ruidos mp3. Con una lista más energética que de costumbre, la modorra de la tarde se convierte en saltos olímpicos cuando dejar la oficina se trata.

Lo sé el entusiasmo dura hasta que vea la cama esperando reposo. Al menos esa es la fórmula antigua, porque desde hace un tiempo hay nuevas maneras de residir en ese lugar. Sin embargo, recuerdo en esas canciones un poco viejas, todas las palpitaciones que precedían cada fin de semana, donde los pies se apuntaban para una cacería trucha, un sometimiento a los códigos del baile, pensando que conseguiría alguien cuando en realidad el placer se proponía para latir con un corazón ajeno.

ya sea en los compases electrónicos que reproducen el pulso, ya sea en los chasquidos rítmicos de algún riff rockero, las manos se mueven por sí solas como queriendo repetir los impulsos de la sangre, amarrarse de nuevo con el cordon umbilical que palpitaba por sí solo. Seguridad uterina que reproducen los clubes modernos, donde la oscuridad cenital y los relámpagos láser de la pista de baile envuelven la vista para cegarla.

La ausencia de párpados en las orejas impiden hacerse el sordo ante el murmullo eterno de las baterías, las de verdad y las plásticas de sintetizador. Quién no ha sentido el placer de estar sumergido en un compás ajeno, donde hasta los muebles parece que bailan.

A algunos los asiste la ansiedad por suspender también su propia química. Yo nunca he querido eso. Si he recordado la sensación de moverme sin más, como si la Madre estuviera empujando su cuerpo mayor y la inercia asegurara la vida. Sin decisiones urgentes, sin preocupación por el aire. Ahora, civilizado, compruebo sin embargo que la naturaleza no nos abandona, no nos traiciona nunca. Está ahí en su dominio salvaje convertido en beat. La algarabía humana espera un reproductor (a veces con audífonos) para asegurar la continuidad de la especie, esa que ama vivir por sobre todas las cosas.

Como en el sexo, ese es el placer de latir al son de otro.

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