miércoles, 28 de marzo de 2012

La homofobia que nos hace cómplices

La ciudad me recibe con sus noticias y sus dolores. Esta vez, con una quemadura sobre la piel. Como una fiebre que ha producido un verano que niega retirarse, como una cicatriz que todavía está roja de dolor, la muerte de Daniel Zamudio ha despertado indignación y compasión en una sociedad que ha visto como pocas veces la miseria de su propio vientre.

Yo no conoci a Daniel, como la gran mayoría de los que hoy lo lamentan. Quién sabe si algún día lo encontré en la calle, en alguno de los rincones donde también yo fui. Daniel probablemente no sería diferente a cualquier otro homosexual  pisando estas veredas. Como otro joven transitando por el centro. Pero lamentablemente para él, su anonimato terminó de la manera más triste posible. Una golpiza tan cruda que todavía es difícil leer su relato. Una oreja cortada, sangre y quemaduras sobre la piel que hoy nos duelen a todos. Que persisten en la homofobia que todavía pasa por el lado.

Coincido con lo que dicen muchos, respecto a que todos somos culpables de alguno u otro modo. Y que tenemos que tener cuidado con olvidarnos de Daniel una vez termine su funeral. Pero no creo que sea solo consecuencia de estar adormecidos por el mercado, que nos hemos acostumbrado tanto a la violencia que bien se nos olvida cómo podemos ser tan salvajes. Porque ahora que tenemos los focos del mundo sobre nosotros, rasgamos vestiduras y nos cubrimos la cabeza de cenizas. Pero antes nunca lo hicimos, cuando a otros homosexuales también les pegaron a la salida de una discoteca. Cuando a los travestis a botellazo limpio les hicieron sangrar la cabeza en una barrida. Cuando a una lesbiana la obligaron a casarse en silencio. Cuando nos burlamos de una torta, de un maraco, con ese filo hiriente que uno conoce bien, que uno siente cuando se sale del chiste para ofender un poco.

Y si hablamos tenemos que ser conscientes del lugar que ocupamos para hacerlo. Agresiones como las de Daniel Zamudio han habido miles, solo que esta vez encontró una caja de resonancia impensada. ¿Será por la brutalidad del ataque? ¿Será por la mariconada de ser cuatro contra uno? ¿Será porque Daniel se resistió a morir y no tuvimos más que mirar su lenta agonía? ¿Será porque ser "neo-nazi" exime al resto de la sociedad de asumir su propia homofobia? Porque si tuviera que responder a estas preguntas me inclino por la última: cada vez que no dije que era homosexual por cuidar las reglas del orden circundante sabiendo que era opresivo, por miedo, por acomodo, también colaboré un poco. Cada vez que me sentí seguro para pelar a la cola del lado, también permití esto. Cada vez que tomé un libro sobre homofobia y desdibujé al ser humano detrás del relato, dejé un poco más solo a Daniel.

Poco importa saber si Daniel era un homosexual orgulloso de serlo o no, si se le notaba al caminar o si pasaba piola. Como si eso pesara al momento de medir la falta. Poco importa distinguir cristianamente entre la persona y la condición sexual, como también es estúpido distinguir aquí entre asesino y demente. La homofobia está ahí acechando, es un germen de odio que todos llevamos dentro. Que hace sentir a los hombres seguros por ser peloteros y a las mujeres realizadas por tener pechugas. Que parapeta a las locas ubicadas frente a las que son perdidas. Que existe curiosamente en ese afán social de hacer la diferencia para encontrar nuestra propia identidad. En eso somos todos cómplices y yo también.

Si algo puedo hacer para avanzar aunque sea un poco, para que todas estas palabras y emociones no sean en vano, es tomar conciencia del lugar que ocupo y de las acciones cotidianas que puedo hacer para disminuir la homofobia. Que yo no voy a tener hijos propios a quienes enseñárselo, pero no por eso  debo guardar silencio. Si hoy la sociedad se lamenta de su miseria, nosotros los homosexuales deberíamos lamentarnos de no entender antes que esto de salir del clóset no es una simple choreza, que no basta el mercado pop para hacer más tolerable el color rosa. Cambiar las cosas exige un compromiso político que supera la simple petición de derechos, implica ser responsables de nuestro propio proceso de asumir una sexualidad y liberarla de golpes, de cuestionar nuestro propio orden de las cosas a partir de la homofobia internalizada.

Porque si queremos ser consecuentes y no ser solo invitados sufrientes a un funeral que no se agota en dignidad gracias a una familia que ha compartido su dolor con todo un país, un gesto cotidiano debe impregnar cada uno de nuestros días. Reconocer que la homofobia que nos hace cómplices empieza a carcomer desde cada uno silenciosamente, hasta reventar furiosa en las patadas de esos que aun no tratamos de maricones.

Que la muerte de Daniel no sea causa vacía.