jueves, 31 de marzo de 2011

¿Y si me gustara Thalía? (Socialización coliza I)

Ahora que he tenido que estudiar lo gay -ya saben, para no ejercer sin título- me he dado cuenta que en general, sea para apoyarla, criticarla o condenarla, se suele pensar la identidad coliza como si fuera un solo bloque compacto e indiferenciado.

Sin embargo identidades hay tantas como individuos, aunque stricto senso, habría que hablar más bien de personalidades. La identidad siempre tiene un componente social: sumando, es fácil distinguir entre la cola retraída y pituca, de aquella timorata que no tiene donde caerse muerta. Lo social también permite interpretar las sutilezas que separan a la loca de población que en el circuito es conocida por ser tan fuerte, de aquella que en el barrio alto -comportándose de manera parecida- podría ser admirada por su ligereza.

Digo esto porque aún dentro del mundo cola, toda distinción en el lenguaje es un mecanismo para mantener la diferencia y la dominación social. No es un asunto solo de tener dinero. No lo digo yo, lo dijo Pierre Bourdieu hace harto tiempo. Y pensando que declararse gay lo resuelve todo, poco se piensa sobre cómo la salida del closet -que exige una (re)socialización forzosa al tener que buscar un nuevo grupo de referencia- obliga a incorporar nuevas distinciones. Lo ilustro con un ejemplo personal: al principio de mi educación coliza un buen amigo me dijo que para reconocer a los colegas bien debía a éstos gustarles la ópera (Madonna o Raffaella Carrà no son buenos ejemplos, porque aquello es más bien genético)

No miento en absoluto. Y aunque admito que habrá algunos a los que Puccini les guste desde la cuna, pienso también como una expresión cultural tan sofisticada puede ser una forma de florear la identidad homosexualidad. Decir que los colas tienen un "gusto exquisito" es una seguir de algún modo la pauta de la cultura dominante, salvando a cualquiera de sufrir una doble discriminación vital. Pero cómo lo dice Goffman, como lo dice Eric Fassin, las discriminaciones nunca se superponen: se viven en función de la posición social que se ocupa, en un determinado momento, siempre en relación a la identidad que se observa en el otro.

Así, por muy cultivada que sea una camarada, si le hacen un desprecio por ser homosexual, si le gritan maraco, la meten automáticamente en el mismo saco que a la loca de pobla. Desde fuera somos todos desviados y sin embargo, adentro se sobrevive pensando que algunos son más bien portados y confiables que otros. Pero mirando con un ojo crítico -que claramente no he tenido hasta hoy- ¿acaso ser coliza y gustar del arte lírico traza tan claramente la línea divisoria con aquellas locas que gustan de Paulina Rubio para consumir música? ¿Por qué deshacerse en lágrimas dándole las gracias a Verdi sería una expresión emocional tan diferente a perder la cabeza bailando con Mónica Naranjo?

Bourdieu insistía en que los dominantes tenían el poder de descalificar eternamente a los de abajo, porque tenían la clave de decidir qué es lo deseable, lo realmente bonito e imperecedero, aquello a lo que el vulgo nunca comprenderá, aun cuando ganen más plata. Por ejemplo, ahora que todos pueden viajar se distingurá en función de para dónde. Nunca será lo mismo soñarse en la costa azul francesa que hacerlo en Miami Beach. Y aunque se coincida en el destino, tampoco será lo mismo deslumbrarse ante el art-deco del Ocean Drive, que volver contando que uno quedó más que feliz y excitado con esa playa que queda al lado del mall. E incluso si no se sale de casa: ahora que hay tantas discos gay en Santiago -y que todas valen más o menos lo mismo- más valdría ir a una donde no se escuche Thalía. Porque a Thalía no se le puede rendir culto, no, es de loca perdida ir cada semana al mismo edificio para pedir que entre en el propio cuerpo y que lo habite.

Quizás porque no conocemos mujer que esté dispuesta a admitir que quiere verse como ella, pensamos que hay que estar cucú para quererlo. Pero una cosa no hemos comprendido aún: apurados por encontar el nicho dentro del panal coliza, nos volvemos ciegos frente a la experiencia que hay del lado opuesto, tan llena de contenidos, contradicciones e impedimientos como la que cada uno vive en su propio lugar. Pensamos que es algo que no se puede cambiar y de lo cual es mejor olvidarse.

Cuando nos da vergüenza el compañero que baila con desenfreno loco pensamos que es así, por su clase, por su falta de educación, por su oficio de "peluquera". Pero lo realmente democrático sería reconocer de verdad que del otro lado siempre se puede también criticar con razón. Sea por las propias rigideces, sea por todo el capital social que hay que andar constantemente cuidando y al final rigidiza el cuerpo. Porque los profesionales no aman como las locas pobres. Pierre Sansot hablada de las "gentes de poco" aludiendo a que las ciencias sociales desprecian la real sensualidad que puede haber en los "oprimidos".

Si creemos en la condición humana debemos asumir que todo siempre es reversible y conscientes de nuestra sordera podríamos escuchar con otro oído lo que nos suena distante. Porque tal vez afuera se encuentra un espacio infinito y desconocido, deslumbrante precisamente por su posibilidad. Si no, bastaría pensar en la salida del clóset: quedarse con lo conocido sería seguir encerrado y triste para siempre.


domingo, 27 de marzo de 2011

De alertas tempranas y de temblores en la Iglesia

Leyendo las noticias chilenas, ayer me di cuenta que en Chile querían copiar el sistema de alerta temprana de terremotos que tienen en Japón.

Para quienes no lo conozcan, es un dispositivo que avisa que va a temblar, activando un mensaje en la pantalla del televisor, el computador o el celular. Como la señal del sismógrafo es más rápida que el temblor en sí, empieza una cuenta regresiva donde los disciplinados japoneses pueden apagar el gas, detener los trenes y el tránsito, y ponerse fuera del alcance de las cosas que se podrían caer. En Tokio, el 11 de marzo, tuvieron 30 segundos de aviso.

Me pregunto qué pasaría si, estando en Chile, una mañana voy en el metro y una voz aséptica me dice que en 15 segundos más llega el terremoto. Quedaría la media zorra! De seguro las viejas se desmayarían o me atropellarían (otro objeto del cual alejarse) corriendo al colegio a buscar a los niños. Seguro que otros asaltarían las farmacias, los supermercados, los bancos. Flaites y cuicos por igual, como fue en Concepción. No puedo más que intuir un desastre peor que el terremoto en sí.

La diferencia entre ambas naciones no es un asunto de superioridad cultural -Lévi-Strauss no lo permita- sino simplemente la confianza que depositan en las comunidades. ¿Por qué los japoneses no se atropellan ante la inminencia del cataclismo? ¿Por qué nosotros sí, aun si por estadística el zamarreo chileno ha sido mayor que el japonés? Un viejo relato de este último país decía que hace mucho tiempo, en una aldea costera, hubo un fuerte temblor. Cerca de la playa vivían el abuelo más viejo del pueblo con su nieta. Después de pasar abrazados por la calamidad, y mientras en el pueblo todos contaban sus angustias, el abuelo encendió una antorcha, y tranquilamente subió a la colina donde estaba el campo de arroz. Cuando el pueblo vió una humareda se dió cuenta que el viejo estaba incendiando el principal cultivo de la comunidad. Creyéndolo loco, y llenos de ira, corrieron tras de él para lincharlo. Cuando lo alcanzaron finalmente comprendieron el sentido de su locura: abajo el pueblo era engullido por el tsunami. Nadie murió en dicha oportunidad.

No sirve de nada una alerta temprana si no se confía también en el sentido de la comunidad y la en la memoria histórica de la misma representada por el abuelo. En Iloca, por ejemplo, los que confiaron en los sabios, se salvaron porque no bajaron del cerro ni a empujones. En Concepción, por el contrario, los saqueos empezaron luego que la intendenta -muy técnica ella- gritó por televisión que el gobierno los había desamparado y que todos iban a morir. Luego, ponerse a resguardo y calmarse, tienen lugar cuando se confía que luego del desastre la vida va a continuar, aunque -como en el caso del pueblo del cuento japonés- se pase hambre por un rato.

Pienso esto también a propósito de la última conmoción nacional. La de este año, cuando católicos y no están sucumbiendo frente a las acusaciones de protección criminal al interior de la Diócesis de Santiago. En los días que siguieron no ha habido asepcia para tratar la noticia. Volviendo sobre el arquetipo detrás del cuento, pienso que en este caso la sabiduría se confundió con la técnica, la "prudencia" que invocó el debido proceso, que de tan técnico que es opaco, y que de tan autopoiético prefiere enfrentar las cosas en silencio pensando que así evita dolor y más tragedia. ¿Es esto verdad? Sinceramente no lo creo, porque ante los anuncios de un desastre tan evidente, ante tantas alertas tempranas, el miedo a crear caos pudo más. Ahora ya no se puede evitar nada, la ola llegó y el resultado terminó por ser peor que el remedio en sí.

Comparando la reacción frente a un terremoto, todo el caso demuestra cuánto poco se confía en la comunidad cristiana y en la sabiduría original depositada en ella. Sobreinstitucionalizada y sobretecnificada, la Iglesia de Santiago ha depositado el saber técnico sólo en solo algunos personajes. Así, temerosos de avisar la tragedia -porque al final abajo ven más individuos que pueblo compacto- no prendieron la llama cuando había que hacerlo. En la ficción, el sabio no temió quemar el alimento. En la realidad, el lider católico si lo tuvo. Pero para ser justos esto sucede también por nuestra creencia que asocia la jerarquía a un dominio técnico incuestionable, sobre el cual actuamos con indiferencia. El cuento dice que el pueblo se salvó cuando subió a interpelar a su memoria y eso es lo que nos corresponde hacer.

En condiciones ideales, la alerta temprana funciona cuando nadie piensa que se va morir, y porque tiene la certeza que la comunidad va a seguir a pesar de todo. Cuando se habla de cultura sísmica esta base es indeclinable. Más allá de la virulencia que ha generado el caso en cuestión, esta es una oportunidad para dejar de lado la impavidez y tomarse en serio eso de que la Iglesia es una comunidad. Y aunque a mí me pele la jerarquía, es ahora cuando hay que recuperar lo que dicen los Hechos: el cuidado de los primeros cristianos recaía siempre entre todos los que estaban ahí.

La próxima vez que haya un aviso de terremoto, nadie debería resultar herido.