domingo, 9 de enero de 2011

Del matrimonio coliza

Ahora que estamos peleando por el derecho al matrimonio, bien me parece pensar sobre aquello que nos predispone, autoriza o desautoriza para contraer dicho vínculo. Ahora que en Chile empiezan a volar las plumas, ahora que se rasgan velos sobre la materia, poco hemos hecho como colectivo para reflexionar sobre aquello que viene junto con la potencial extensión de la ley para modificar nuestros concubinatos.

Acá en Europa, donde esto se discutió hace 10 años, no son pocos los que se preguntan qué es lo que tiene de atractivo el matrimonio para estar peleando por él cuando -siendo una institución estadísticamente en decadencia y según lo que se espera de nuestras hormonas- no necesitaríamos equiparnos al orden heterosexual para acceder al placer y vivir felices. Porque si de estar juntos amparados por el Estado, si de asegurar las herencias, si de parecernos al Primer Mundo se trata, bastaría lo que garantizan los Acuerdos de Vida en Común. Y de paso todo el mundo se ahorra el terror: no habría que imaginarse dos hombres adoptando un niño o la posibilidad de criar la siguiente generación pensando que algo así es normal.

Y parece que algunos colas no salimos de este esquema de discusión, en la medida que peleamos por poder casarnos como si eso fuera solamente acceder a un reconocimiento simbólico dentro de una sociedad opresora, como si eso fuera un permiso para vivir en una sociedad liberada sin salir de Chile. Y en la ilusión de la pasión política se nos pasa el momento donde tenemos que interrogar al matrimonio. En el reclamo por un derecho legítimo se nos olvida pensar cómo queremos ordenar la vida en común y de paso no convertir la etiqueta "casado" solo en una chapita decorativa en el desfile social.

Porque ¿de qué sirve estar casado cuando no hemos hecho el proceso de educar nuestra propia identidad, cuando no hemos conversado lo que de veras cuesta establecer una relación con Otro? ¿De qué sirve pedir permiso a la Iglesia católica si con el afán de ajustar la discusión legal a lo esperado por la fe, se nos olvida cultivar la humildad necesaria para reconocer nuestras contradicciones, nuestros límites, nuestras oscuridades y así acceder humanamente a un compromiso estable? De otro modo pasará lo que en España, donde una pareja se divorció ligerito, agarrados de las trenzas por culpa del poodle. De nada nos sirve pelear por casarse, si en la arenga nos convertimos en la caricatura que algunos quieren ver: ciudadanos de segunda categoría, naturalmente incapacitados para reproducir el amor, satánicos transformadores del blanco matrimonio en una fiesta disco.

Pelear por el matrimonio homosexual nos obliga precisamente a preguntarnos a cómo ordenaremos la vida, cuando nadie nos explicó como se vive el matrimonio más allá de esa dimensión heterosexual y tradicional imposible de cumplir. ¿Cómo viviremos el amor en estas nuevas condiciones? ¿Igual como se vive el amor heterosexual? ¿Tratando de criar el mismo tipo de familias? Sin dudas que no, es imposible hacerlo y precisamente por eso los moralistas defienden que no tengamos derecho, por ejemplo, a pedir equivalencia en algo donde no la hay.

Esa es la matemática de la igualdad sin diferencias. Es la repetición boba del Levítico que ignora una teología donde la Revelación ha sido histórica, agregando a las leyes que se escribieron sobre piedra aquello que hoy se hace en un computador. Pensar que todo lo que se produce en una sociedad laica es completamente divorciado de Dios, es seguir pensando en la totalidad de nuestros pueblos como adolescentes sin discernimiento.

Hay prójimos que hoy opinan a los cuales no dan ganas de explicarles la posibilidad antropológica de un matrimonio cola sin que la sociedad se desorganice. Hay conservadores a los cuales tratar de convencer que la normalidad homosexual no desautoriza la norma heterosexual no tiene sentido. Como dice Eric Fassin y como en parte demostró George Chauncey, este es el tiempo de observar como las libertades extendidas hacia las mujeres cerró las puertas a las libertades homosexuales sospechosas de poder derribar el orden patriarcal conocido. Muchos reconocerán en esto una afirmación añeja, pensando que se critica algo que es naturalmente así, bíblicamente o científicamente comprobado.

Qué más da si nos ven como resentidos o picados pidiendo leche a una teta que no nos corresponde: a la larga el rechazo puede ser la materia donde nos reconocemos llamados a superarnos para evitar una vida desgraciada y nos educamos nosotros mismos para llegar a un matrimonio libremente consentido.

sábado, 1 de enero de 2011

Integración (sub)cultural

Tantas veces que volví a mis pareceres sobre las fiestas kitsch. Tantas cosas que dije intentando construir un relato con pretensiones intelectuales. Tanto que hice presente mi vanidosa regla para medir la calidad de la cultura cola, intentando descifrar si lo que me resultaba atractivo de aquel ambiente era la sofisticada ironía para bailar al ritmo del "mal gusto" o era el apego uterino a la música que integró mi infancia.

Hoy extraño esas fiestas donde fuí capaz de cantar de corrido todo el repertorio. Y es por eso que, aferrado al bienestar de esos instantes, todavía cargo en el métro algunas canciones del repertorio latino, coloreando de una manera diferente el horizonte haussmaniano de esta ciudad. París y sus piedras monocromáticas se ven muy distinto cantando a Pandora, dejándose llevar por las trompetas de Juan Gabriel o animando la loca fiesta interna con Raffaella Carrá. Quizás porque tal afirmación identitaria me hace presente, indeclinablemente, el hecho que aquí nadie comprenderá este gusto bizarro, que nadie me pescará en bajada si trato de hacer un análisis dadaísta o improvisar alguna explicación sociológica de algo que no tiene ninguna pretensión más que entretener.

Porque al final el kitsh se trata, en gran medida, de elevar a los altares de la expresión artística algo que por su carácter precisamente se aleja del canon de la alta cultura. Y este tipo de música hace la diferencia al romper con su vistosidad la rutina cotidiana. Esta música, que es tan ordinaria para la alta cultura que imponen las élites y que -como diría Bourdieu- lo dejan a uno para siempre convertido en un consumidor de medio pelo: un tejedor del pañito blanco para poner sobre la tele o un mal imitador del modernismo escandinavo comprando un living en Ikea.

Termina el 2010 y yo he vivido sin darme cuenta todo eso. Entonces pienso que el verdadero acto de subversión será saberse de verdad, bien de verdad, las letras de Rocío Jurado y no tener miedo de presentarlas fuera de las cuatro paredes que fueron la Blondie o los innegablemente gozosos carretes colizas de nuestra antigua casa. El verdadero acto de diferencia será experimentar la música subcultural en el real sitio de mi biografía.

Esa manera de vivir la cultura, no como un elemento de posicionamiento social sino como una parte constitutiva de los límites y andamios de lo humano, es lo que finalmente puedo donar al intentar cruzar las fronteras simbólicas de mi extranjería. Una manera de vivir mi cultura que me obliga a tomar conciencia de mí. Que me obliga a ser honesto con mi actual incapacidad de comprender el orgullo identitario que de seguro la Tigresa del Oriente o René de la Vega construyen en algunos individuos pobres, lamentando que tales gustos poco ayudarán para avanzar en la pirámide del bienestar social. Y por el contrario, del otro lado me permite criticar de una buena vez esa maldita suposición donde los homosexuales serían representantes del refinamiento social porque aman la ópera, porque cocinan exquisito o porque se visten con los códigos de la vanguardia. Quienes reproducir esa distinción solo forjan un cliché dentro del discurso de la exclusión.

Lo digo porque los maricas franceses, nuestros patrones del afirulamiento, resulta que también viven su vida con los códigos de lo corriente u ordinario. Su cultura popular es lo que viven en las fiestas, fuera del escrutinio público. Los maricas franceses también ganaron concursos de kermesse escolar imitando estrellas de dudosa elegancia. No son solo teoría de la resistencia, no son solo dialéctica y antropología, son también personas que reemplazan el sueño del Noa-Noa con evocaciones a la soleada Alejandría egipcia, son también quienes reemplazan a la Porotito Verdes y su Mayonesa por los pasos de las Claudettes, son quienes simulan el amor de la Lambada a través de la fiebre de los patines discos. Todas cosas escondidas para los foráneos que algún día imitamos la Galia comiendo croque monsieur en algún bar al final de Ernesto Pinto Lagarrigue.

Por eso ahora el 2011 lo recibí con el regalo de dar un paso adicional dentro de la cultura popular francesa, una que que, igual que en Chile, tiene la misma ambivalencia que la experiencia de todos los hombres. Un buen baile para empezar el año, canciones nuevas que me enseñan nuevos amigos y una buena insinuación en la práctica: todavía estoy a tiempo de aprender a leer Foucault sin perder la alegría basal que brindan todas las coreografías que aprenderé fuera de los libros.