martes, 25 de marzo de 2008

Aviso de bomba

Ay! Ay! Ahí, ahí hay una bomba. Es un paquete sospechoso, un contenido ignoto. Nadie sabe lo que hay dentro de esa caja, oculta debajo de una silla, debajo del poto caliente de ese desconocido que saltaría por los aires ante una señal eléctrica, un impulso a control remoto que controla ese explosivo a distancia, que convulsiona los líquidos a presión dentro de ese cuerpo material, dentro de ese envoltorio que se pasea impune por la ciudad, que baja las escaleras del metro, que camina por los tribunales, que se sube a la micro, que se mete dentro de las universidades o en una de esas se deja caer por tu casa.

Ay! Ahí está la bomba. Como en el cuento de “ahí viene el lobo” se anuncia la detonación de todo desastre, la liberación de los males, el derramamiento de sangre inocente. Y en esa sorpresa, en ese no saber dónde está la dinamita, todos se sienten amenazados. La existencia cotidiana se ve perturbada, ya no se puede comer tranquilo so pena de estar preparados para dar media vuelta y salir corriendo. Ya nadie puede estar en la casa descansando como antes, ahora la cosa se pone peluda porque el mundo cambia en un segundo.

Entonces nos aprovechamos de la falsa alarma. Es mejor decir que parece que ese cuerpo extraño es un explosivo, que químicamente se dice trinitrotolueno, que la amenaza es medible en megatones, que la onda expansiva de la destrucción puede alcanzarte en cualquier segundo y dejarte la cabeza al revés. Esa ciencia del desastre es más efectiva que la quebrazón de vidrios misma y el ruido sordo que hiere los oídos de una bomba verdadera. Porque entre tanta falsa alarma casi nunca algo explota, pero todos huyen despavoridos ante la mención de semejante idea.

¿Y quién indaga finalmente en el contenido de esa carta anónima? ¿Quién se detiene a asegurarse que ese sospechoso no es el portador de la muerte? ¿Quién cautela la calma permanente? ¿Quién le baja el volumen a la alharaca que se mueve por aquí y por allá? ¿Quién mira la verdad realmente?

Y es que la confesión, la desnudez, la pérdida del envoltorio de esas bombas falsas revelan algo inofensivo, a veces tan irónico como un oso de peluche, tan delicioso como una caja de bombones. De ser así, nadie tendría miedo de estrecharlo entre sus manos. Pero es el susto lo que mueve al hombre que se siente amenazado por esos desquiciados que siembran muerte sin control, con esos inmorales que trastocan los valores, que perturban la conciencia del mundo y alteran la tranquilidad de nuestros hijos.

Yo tampoco quiero que alguno de ellos sea mutilado, pero solo sé que arrancando siempre las cosas no se resuelven. Esa huida es la real cabida del demonio, la intranquilidad permanente de no poder ver la verdad de las cosas, de creer más en la amenaza que en la verdadera constitución de la vida.

Porque el que lleva la bomba puede ir de traje y zapatos de suela, sentarse a la mesa de una comida familiar y opinar en todas las reuniones de directorio. Y no es uno, son dos, son tres y son miles.

Sería tan bueno que al final todos pudieran seguir comiendo tranquilos al decir que soy gay…

Estamos juntos en esto, mi negro.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Carnaval y plegaria

Anoche, finalizadas las convulsiones celosas del día, distraje el coraje viendo la televisión. Había olvidado que quería ver un reportaje sobre la Marcha del Orgullo Gay; así que cuando la curiosidad tomó el control remoto ya había trasncurrido media filmación.

Pero creo que no me perdí de nada. Para el tiempo que vi la caravana, esta pasaba frente a un grupo de Los Valientes de David. Para el que no esté enterado, este es un grupo evangélico que se caracteriza por aparecer públicamente blandiendo la espada de la fe y rezando de modo altisonante sus intenciones de convertir al pecador. Evidentemente, cuando los embajadores de Sodoma sacabn sus plumas a la calle, harto había que gritar.

Evidentemente los gritos fueron para lado y lado. Porque aunque la fanaticada religiosa puede ser bien molesta, no es menos cierto que la camarada coliza puede ser aun peor. En la soberbia que da la publicidad del carnaval y la legitimación efímera del desenfreno, el garabato no es más que una herramienta de expesión cualquiera. En último término en la ofensa hacia el pechoño pentecostal no hay más de gala que de enojo.

Porque fuera de la marcha las cosas son bien diferentes. No tengo tan claro si el reclamo podrá ser a boca de jarro, que mostrar la cara sea una posibilidad verdadera. Los protagonistas del evento para la prensa son los travestidos, los que más escándalo hacen con sus escotes de silicona, los que mueven más los brazos y las pelucas para que no se les note abajo lo tieso del truco. Esos, que gritan arrastrando la "sch" parecen ser la portada del movimiento, el derrotero de las ilusiones de una comunidad entera.



Y yo no sé si en la privacidad del barrio alto no habrá algún compañero que querrá vestir lencería. Mujeres encerradas en cuerpos de hombre debería haber en todos lados. Pero hay lugares donde la expresión rabiosa es más permitida, donde el resentimiento es mejor entendido. Cuando se es un etnógrafo, la observación permanente salva al afectado de indagar en sus pasiones. Cuando se es un aristócrata, la coordinación con el mundo define la vida entera y anula el mujereo. Sin carteras que batir, la marcha cola se queda sin cuicos y sigue pareciendo ante los ojos de los religiosos como que esto es una perversión salvaje, una manía desatada por la posesión del demonio.

Garantes del orden católico, anglicano o aun budista, estos pobres aparecen sin religión. Y el orden civilizatorio se pone en riesgo, olvidando que la Marcha es la única fomra que tienen de poner a la luz del día lo que todos pagamos al caer de la noche. No por nada el mercado segmenta a los que buscan drag-queens más caras y sin bigotes.

Y como salidos de un gimnasio rasca, los vedettos azuzan a las masas sedientas de legitimidad, apoyo político, caricias de madre y aun oraciones del prójimo. Porque toda ciudad que se precie de ser metropolitana, alberga una comunidad gay que sale de fiesta, con la regularidad del sábado cristiano y la explosión del parade gringo. Y como todo carnaval, la gracia es rendirle culto a la carne. Después viene el silencio de la penitencia, o la preparacióin metódica del traje del año próximo. En esas puntadas el ritmo se sumerge otra vez en la sombra del anonimato, en la talla de la esquina, en la apagada de calefont burlada.

Antes que pedir la conversión de la naturaleza torcida puede ser mejor rezar por tocer la naturaleza que margina el mismo defecto que ella creo. Son las prédicas bizarras del púlpito lo que alimenta el encono adentro y fuera de la iglesia. La bulla del carnaval suspende el discurso, la oración lo enciende. Y entre medio el hombre sin saber cómo fotografiar su humanidad disfrazada, olvidando que al Juicio Final todos llegaremos en pelota.

martes, 18 de marzo de 2008

El acróbata

Cuando se trata de aprender a amar, parece que todos tenemos en la cabeza el diagrama de un malabarista. Porque las emociones del romance siempre se viven de manera ardiente, de manera prohibida, con unas vueltas en el aire que empiezan justo desde el primer momento en que uno se mira, en que se encienden los colores de las mejillas imperceptiblemente, en el instante que se dispara el cause hormonal que alborota la sangre entre los pantalones.

Todo ocurre fuerte y desde un inicio. Como si fuera una droga que prende rápido, que hace que las pulsaciones se aceleren y que se nuble la vista. Solo así se puede descubrir el verdadero amor. Cuando la guardia está abajo, pero el deseo está arriba. Cuando el hambre apremia y el presupuesto es poco y al igual que en la vereda acelerada de la ciudad, uno se deja llevar por la promoción más rápida de una multinacional.

¿Y qué hay del slow food? ¿Qué hay de los paseos a paso lento hacia el centro de la existencia ajena? ¿Qué hay de la distracción de los sentidos? ¿Qué hay de la arquitectura añeja que obliga a mirar dos veces? Porque despertar cada mañana y poder mirar como crece la barba del compañero es un privilegio. Mirar como se ensortija el cabello día a día, cómo se endurecen las plantas de los pies. Esos regalos solo se descubren al afinar la vista. Pero no con cualquier herramienta; esto se trata de tener el tiempo, de empezar a contarlo al revés solo esperando volver a verte. Ahí se descubre que la hora avanza no por el engranaje del sol, sino por las expectativas que abundan en la cabeza. Porque el arrebato del saltimbanqui, la pirueta de novela rosa, puede jugarnos en contra al querer apurar los minutos con la fanfarria de la cuerda floja.

Porque la adrenalina es un balazo. Es un impulso a cruzar las fronteras de la conducta que atosiga la cabeza con sus gestos de control. Pero su mayor gracia es que pueda caer sobre el espinazo casi como el fuego de Pentecostés, con una sorpresa que no se elige. Entonces el torrente de la pasión se abre paso como una crecida, como una alteración que evidentemente busca quedarse, como todo en la naturaleza.

Habiendo elegido un cómplice, es fácil perderse entonces en otro mundo de sensaciones. Y es también atractivo portarse mal. Es conveniente buscar un lugar desconocido donde perderse en la piel del otro, donde exponer la cicatriz escondida que escapó de tanto mirón morboso.

El amor que surge de la pasión inconciente, en el flechazo de comercial, es aquel que pertenece a los que no tienen tiempo. A esos no sabría qué decirles para subirme a su espalda. Para otros, las cosas vienen despacio. Eso no significa que lleguen tímidas: por el contrario, una vez aquí es difícil escapar a su potencia. Quizás sea la traición de vivir en Chile, esperando un invierno que se anuncia de a poco y que tarda en hacer caer la lluvia. O quizás sea haberte visto desnudo después de un largo verano que por eternamente caluroso nos acostumbró a andar vestidos con resignación. Pero así se ama a largo plazo, cuando la sensación no es costumbre sino que es un peldaño que se inclina hacia el desván de nuevas aventuras.

Porque ahora que he despertado, dejé de soñar con el acróbata que se encarama de una en el techo. Lo prefiero aquí dentro, inventando nuevos idiomas que no se publican, torciendo la lengua adentro de un beso que no se puede describir y con otras formas para doblar las esquinas de la piel.

Ese salto mortal, esperando tus brazos de trapecio es lo que me atrevo a buscar.