miércoles, 19 de marzo de 2008

Carnaval y plegaria

Anoche, finalizadas las convulsiones celosas del día, distraje el coraje viendo la televisión. Había olvidado que quería ver un reportaje sobre la Marcha del Orgullo Gay; así que cuando la curiosidad tomó el control remoto ya había trasncurrido media filmación.

Pero creo que no me perdí de nada. Para el tiempo que vi la caravana, esta pasaba frente a un grupo de Los Valientes de David. Para el que no esté enterado, este es un grupo evangélico que se caracteriza por aparecer públicamente blandiendo la espada de la fe y rezando de modo altisonante sus intenciones de convertir al pecador. Evidentemente, cuando los embajadores de Sodoma sacabn sus plumas a la calle, harto había que gritar.

Evidentemente los gritos fueron para lado y lado. Porque aunque la fanaticada religiosa puede ser bien molesta, no es menos cierto que la camarada coliza puede ser aun peor. En la soberbia que da la publicidad del carnaval y la legitimación efímera del desenfreno, el garabato no es más que una herramienta de expesión cualquiera. En último término en la ofensa hacia el pechoño pentecostal no hay más de gala que de enojo.

Porque fuera de la marcha las cosas son bien diferentes. No tengo tan claro si el reclamo podrá ser a boca de jarro, que mostrar la cara sea una posibilidad verdadera. Los protagonistas del evento para la prensa son los travestidos, los que más escándalo hacen con sus escotes de silicona, los que mueven más los brazos y las pelucas para que no se les note abajo lo tieso del truco. Esos, que gritan arrastrando la "sch" parecen ser la portada del movimiento, el derrotero de las ilusiones de una comunidad entera.



Y yo no sé si en la privacidad del barrio alto no habrá algún compañero que querrá vestir lencería. Mujeres encerradas en cuerpos de hombre debería haber en todos lados. Pero hay lugares donde la expresión rabiosa es más permitida, donde el resentimiento es mejor entendido. Cuando se es un etnógrafo, la observación permanente salva al afectado de indagar en sus pasiones. Cuando se es un aristócrata, la coordinación con el mundo define la vida entera y anula el mujereo. Sin carteras que batir, la marcha cola se queda sin cuicos y sigue pareciendo ante los ojos de los religiosos como que esto es una perversión salvaje, una manía desatada por la posesión del demonio.

Garantes del orden católico, anglicano o aun budista, estos pobres aparecen sin religión. Y el orden civilizatorio se pone en riesgo, olvidando que la Marcha es la única fomra que tienen de poner a la luz del día lo que todos pagamos al caer de la noche. No por nada el mercado segmenta a los que buscan drag-queens más caras y sin bigotes.

Y como salidos de un gimnasio rasca, los vedettos azuzan a las masas sedientas de legitimidad, apoyo político, caricias de madre y aun oraciones del prójimo. Porque toda ciudad que se precie de ser metropolitana, alberga una comunidad gay que sale de fiesta, con la regularidad del sábado cristiano y la explosión del parade gringo. Y como todo carnaval, la gracia es rendirle culto a la carne. Después viene el silencio de la penitencia, o la preparacióin metódica del traje del año próximo. En esas puntadas el ritmo se sumerge otra vez en la sombra del anonimato, en la talla de la esquina, en la apagada de calefont burlada.

Antes que pedir la conversión de la naturaleza torcida puede ser mejor rezar por tocer la naturaleza que margina el mismo defecto que ella creo. Son las prédicas bizarras del púlpito lo que alimenta el encono adentro y fuera de la iglesia. La bulla del carnaval suspende el discurso, la oración lo enciende. Y entre medio el hombre sin saber cómo fotografiar su humanidad disfrazada, olvidando que al Juicio Final todos llegaremos en pelota.

No hay comentarios.: