martes, 18 de marzo de 2008

El acróbata

Cuando se trata de aprender a amar, parece que todos tenemos en la cabeza el diagrama de un malabarista. Porque las emociones del romance siempre se viven de manera ardiente, de manera prohibida, con unas vueltas en el aire que empiezan justo desde el primer momento en que uno se mira, en que se encienden los colores de las mejillas imperceptiblemente, en el instante que se dispara el cause hormonal que alborota la sangre entre los pantalones.

Todo ocurre fuerte y desde un inicio. Como si fuera una droga que prende rápido, que hace que las pulsaciones se aceleren y que se nuble la vista. Solo así se puede descubrir el verdadero amor. Cuando la guardia está abajo, pero el deseo está arriba. Cuando el hambre apremia y el presupuesto es poco y al igual que en la vereda acelerada de la ciudad, uno se deja llevar por la promoción más rápida de una multinacional.

¿Y qué hay del slow food? ¿Qué hay de los paseos a paso lento hacia el centro de la existencia ajena? ¿Qué hay de la distracción de los sentidos? ¿Qué hay de la arquitectura añeja que obliga a mirar dos veces? Porque despertar cada mañana y poder mirar como crece la barba del compañero es un privilegio. Mirar como se ensortija el cabello día a día, cómo se endurecen las plantas de los pies. Esos regalos solo se descubren al afinar la vista. Pero no con cualquier herramienta; esto se trata de tener el tiempo, de empezar a contarlo al revés solo esperando volver a verte. Ahí se descubre que la hora avanza no por el engranaje del sol, sino por las expectativas que abundan en la cabeza. Porque el arrebato del saltimbanqui, la pirueta de novela rosa, puede jugarnos en contra al querer apurar los minutos con la fanfarria de la cuerda floja.

Porque la adrenalina es un balazo. Es un impulso a cruzar las fronteras de la conducta que atosiga la cabeza con sus gestos de control. Pero su mayor gracia es que pueda caer sobre el espinazo casi como el fuego de Pentecostés, con una sorpresa que no se elige. Entonces el torrente de la pasión se abre paso como una crecida, como una alteración que evidentemente busca quedarse, como todo en la naturaleza.

Habiendo elegido un cómplice, es fácil perderse entonces en otro mundo de sensaciones. Y es también atractivo portarse mal. Es conveniente buscar un lugar desconocido donde perderse en la piel del otro, donde exponer la cicatriz escondida que escapó de tanto mirón morboso.

El amor que surge de la pasión inconciente, en el flechazo de comercial, es aquel que pertenece a los que no tienen tiempo. A esos no sabría qué decirles para subirme a su espalda. Para otros, las cosas vienen despacio. Eso no significa que lleguen tímidas: por el contrario, una vez aquí es difícil escapar a su potencia. Quizás sea la traición de vivir en Chile, esperando un invierno que se anuncia de a poco y que tarda en hacer caer la lluvia. O quizás sea haberte visto desnudo después de un largo verano que por eternamente caluroso nos acostumbró a andar vestidos con resignación. Pero así se ama a largo plazo, cuando la sensación no es costumbre sino que es un peldaño que se inclina hacia el desván de nuevas aventuras.

Porque ahora que he despertado, dejé de soñar con el acróbata que se encarama de una en el techo. Lo prefiero aquí dentro, inventando nuevos idiomas que no se publican, torciendo la lengua adentro de un beso que no se puede describir y con otras formas para doblar las esquinas de la piel.

Ese salto mortal, esperando tus brazos de trapecio es lo que me atrevo a buscar.

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