martes, 8 de noviembre de 2011

Misa a la francesa

A la misma hora que mi hermano seguro daba saltos de cueca chilota, a la misma hora, quizás un poco antes, yo hacía la fila para comulgar en una iglesia de París.

Habíamos ido a una misa "divertida", diferente para el estándar francés. Menos formal quizás, pero igualmente normativa. Todo el mundo bien arreglado y concentrado. Todas las canciones bordeando un poco la melodía preconciliar. Una quietud un tanto electrizante que me ponía los pelos de punta. Pasaban los minutos y no podía evitar sentirme como las chicas del evangelio de ese día, esas que se quedaron afuera de la fiesta por pajaronas. Por no tener una lámpara prendida cuando volvía el novio. Por no entender cómo funcionan las cosas; así de tontorrona me sentía y eso que yo había tenido toda una vida para entender el rito y algo más de dos años para comprender el idioma.

Y mi hermano y mi cuñada seguro zapateaban de alegría en su misa a la chilena, dentro de una iglesia sin mucho brillo, algo más que un albergue social comparado con el rococó de estos templos galos. Seguro que a los que están aquí haciendo la fila conmigo la cueca les parecería una danza del buen salvaje. Y en ese caso no hay mucho más que explicar. Acá la fila que se hace eterna, mientras la letanía repica en mi oido su molesto zumbido. ¿O será el zapateo de mis hermanos que agujonea nostálgico su distancia? ¿Cómo en el mismo silencio un mismo rito puede ser tan diferente?

Porque el mundo es demasiado grande para caber en esta iglesia, pienso. La distancia abismal entre esta misa y aquello que rezaba Santiago, donde están mi primera comunión y mi primer pecado. Las cosas de las cuales nunca me arrepentí. Y aunque quisiera sentirme otra vez dentro de la comunidad universal, tendría tanto que explicar antes. La fila no avanza y me pregunto si al cura le habría gustado mirarme de adolescente, cuando en el dormitorio tenía una cruz de madera colgada al lado del póster de Madonna. Si no consideraría blasfemia mi historia de los gatos bautizados. O si aprobaría mi convivencia coliza mirando la fiesta donde bailo apretao con Francisco. Porque las caderas no mienten dicen por ahí, menos aun en este país de baile difícil.

La fila que avanza tan lento, y allá de fondo la guitarra no existe. Puta, si el curita supiera cómo el órgano me hace recordar mis cavidades más profundas. Imposible entonces ocultar el negro de mi pasado si aquí todos parecen angelitos con abrigo nuevo. ¿O acaso estaré un poquito más cerca del paraíso? ¿Es por eso que siento un poco de rabia?  Mis resistencias que son un pecado mayúsculo en una sociedad acostumbrada a las revoluciones. La dificultad que significa entender esta diferencia, una que quizás no hay para qué entender.

Total si la religión es un orden institucional -ahí voy obligado- sucumbir a la fe es una decisión voluntaria. Renunciar a explicar algo, incluida esta sensación que tiene tanto de nostalgia, vergüenza y reivindicación. Termino la fila y acá estoy otra vez. Las palabras de rigor que ya salen solas, porque después de cada amén digo siempre que dejaré de reclamar aunque sea un solo día de mi vida. Y si la misa recuerda el viaje del Calvario, si el calvario es tan distinto del charango de mi tierra, mejor aprovechar acá de medir bien las distancias y volver un momento al desafío de convertir esta historia maltrecha en futuro impecable, que de eso si las revoluciones sacan brillo.

La hostia pasa por la garganta como siempre raspando un poquito, lo mismo que las palabras que me cuesta tanto sacar en francés. El silencio posterior obliga, los pies de cueca terminaron en Santiago y como mi hermano, seguro, hay momentos donde solo quiero una aprobación del cielo. 

Como otras veces esta letanía pretenciosa recién comienza.

Portugal - Donde Debo Estar by paniko

lunes, 3 de octubre de 2011

De las cicatrices

Las heridas del corazón son siempre ambivalentes. De una parte, se llevan en el silencio de la emoción imposible de comunicar. De otra, se salen de uno a través de las miradas y de aquellas palabras que marcan para siempre un modo de ser. De ahí que las más difíciles de ver sean las cicatrices propias. Así, llevado un mes de entrevistas -conociendo el alma homosexual del prójimo- esta tesis ha sido también un espejo que permite buscar las marcas sobre el rostro propio y ajeno.

La geografía queda de lado por un momento si se trata de conocer cómo la decisión de seguir al propio cuerpo puede cambiar la persona que uno pensaba ser. Ahí el drama de la vida, que por mucho que se sublime nunca abandona el plano de lo físico. La ciudad que se dejó atrás por seguir una carta que prometía amor eterno. El barrio que se abandona por rabia contra la madre. El pasaje oscuro que de pronto se atraviesa siguiendo el llamado selvático de la entrepierna. El hueveo eterno que desdobla la vida casada llegada la noche soltera.

Entre pecho y espalda una dosis de alcohol que embriaga los miedos. O bien en la cabeza una pelota de espejos que hace ver todo diferente. El olvido momentáneo del temor y de las alertas frente a todo lo que puede cambiar para mal. El corazón herido en su taquicardia. Pero la sospecha de la felicidad fue lo que abrió la caja de Pandora y de ahí la existencia que desde entonces la humanidad conoce. La manzana roja de la tentación, la delgada linea  que separa el bien y el mal, brilla seductora habiendo promesas de más allá. Si esa mordida es lo suficientemente profunda, entonces no hay que sino comenzar a despedirse del paraíso evidente que se conocía. Y esa despedida duele tanto como un catéter a la vena, como una inyección en el vientre. Entrar en el territorio desconocido sin más defensa que un corazón atribulado por no sentir como se esperaba.

Sin embargo la peor manera de curar las heridas es aquella que no reconoce la felicidad pasada, por mucho que el dolor se empeñe en borrarla. La infancia maltrecha que fortaleció la musculatura interior, los aprendizajes innegables de las primeras relaciones fallidas, el dejarse amar finalmente luego de descubrir el virus ese que flota en la sangre. Todas cicatrices que se dicen lo mismo que se silencian. Todos relatos que finalmente unen la cofradía coliza con la humanidad entera.

No puedo dejar hoy de hacerme preguntas que sólo aparecen en la noche de la razón. Cuando el cuerpo recuerda su propia fuerza vital y su capacidad de cicatrizar las heridas de su propio corazón. Condición de lo humano que está lejos de la crítica clínica de Foucault, de la reflexión filosófica del género. Es más bien la cruz convertida en pulsión y la capacidad de sobreponerse ante toda circunstancia. La vida que se marca a sí misma, que se despide de su vieja piel mientras salen a relucir los nuevos colores que uno desconoce. La dermis dibujada con las heridas del amor imposible, con los recorridos de esas manos que de ser prohibidas tuvieron que aprender a ser luego fuente de placer legítimo, fantasía real, orgullo de quien atravesó ese rito que es doloroso pero edificante. El beso apretado que no siempre es correspondido. El desengaño que sigue a toda revelación. Y la reconciliación que está ahi, siempre esperando.

La manera de mirarse entonces requiere esa conciencia de los otros como compañeros de un camino que comparte tropiezos, estando del lado del bien mirándonos a nosotros los malos, estando en la misma posta de las heridas que con su ardor también nos recuerdan que seguimos existiendo, despiertos. Yo, solo cumplo con la misión imprevista de pensar todo lo escuchado develando esa regla universal que siempre se me escapa.

Compañeros queridos, de aquí me voy despidiéndome de alguien que dejé de ser y con la conciencia que la felicidad incluye también el dolor y que no vale asustarse: ya he cambiado antes, esto también me cambia y así como las arrugas en la cara muestran cuánto se ha llorado y reido en la vida, las cicatrices del corazón dan cuenta de cuánto se ha peleado en la misma.

Y mientras más se lucha, en mi caso más libertad se consigue.

Alex Anwandter - Tatuaje by The Triangle Boyn

martes, 20 de septiembre de 2011

La casa propia

No es novedad que en este país todos los días se levante una casa. 

Que el casado casa quiere. Que la casa propia es el sueño de todo chileno que se precie de tal. Sin embargo, persiguiendo aquella afirmación se nos puede perder la vida completa. Porque la idiosincracia del adobe olvida que a pesar de su robusta presencia, nuestros ladrillos se deshacen fácil cuando se viene el río crecido, cuando el suelo se sacude con su brutalidad de terremoto. Porque vivimos en un país donde el tejado cerámico tiene que caernos sobre la cabeza para que entendamos la verdad del cosmos. Porque tenemos que pasar el invierno detrás de la galería vidriada que, con su luz astillada, nos recuerda la fragilidad misma de los materiales con los que solemos rodearnos.

Si la vida se pierde levantando la propia morada, en un país donde todo el tiempo se está constuyendo, es porque se olvida que la casa constituye sólo la evidencia material de la propia humanidad. Una que se arregla cada vez que la naturaleza decide agrietar el cuerpo y el alma, que se repara pero siempre se deja un aviso de su cicatriz. La casa que tiene que ser propia, pero que se tiene que compartir también. La casa a la cual le crujen los huesos con las heladas, que acumula recuerdos que de no volver sobre ellos sólo resultan depositarios del polvo. 

La casa chilena que a pesar de su modernidad de California insiste una y otra vez asearse con las canciones italianas que destilan amor convencional en su radio a pilas. La casa tostada con palta, la casa arreglada para fiesta, la casa que cultiva rendijas para hacer respirar el verano. La casa que a todos nos vio nacer y que pasada la soltería insite en volver. Que el casado casa quiere.

Si no, ¿cómo explicar esta nostalgia? ¿Cómo entender que de volver sobre los mismos pasillos insista todo el tiempo en buscar tu calidez? ¿Cómo celebrar mi patria si no construyendo la casa propia, el sueño de la casa propia, de nuestra casa que plancha las camisas para que salgamos a trabajar cada mañana? Y si el mundo nos espera desafiante, si el camino está bordado de laureles, ambos sabemos que al final del día esperamos dormir uno al lado del otro. Ahí, en ese espacio que por estos días está separado por un océano, uno de verdad, que en su distancia me confirma que te necesito en casa, que necesito nuestra casa, esa que estamos armando de a poco, como cualquiera, como el vecino de este país que todavía se levanta del último temblor.

¿Dónde más armaremos nuestras historias? ¿Dónde más recordaremos el pasado cantando cebolla antes de almorzar? ¿Dónde más disfrazaremos nuestras canciones de amor detrás de veladas cantadas junto con amigos? Me haces falta y quiero pronto regresar a casa, aunque esto me cueste salir otra vez de Chile, esta tierra que amamos y donde queremos armar el hogar futuro. Porque la casa la llevo dentro, la casa se ha vuelto mi piel, una que late otra vez venida la primavera y su promesa de calor. La casa propia que eres tú, la casa que no me aguanto volver a habitar, para multiplicar la felicidad que conocí desde niño y que me hizo siempre confiar que aunque viva en un país que insista derribar sus adobes, siempre tendremos un lugar donde compartir los momentos.

Yo ya sé bien que no perderé la vida intentando construir eternamente una casa. Lo sé porque ya no es propia, ni siquiera es de los dos. Pertenece a nuestra historia y los materiales a veces duros y a veces transparentes con lo que todo se ha construido. Las emociones que resisten todos los cambios. Las canciones que permanecen. La memoria grabada en el cuerpo. La sangre embriagada de recuerdo y futuro.

Te extraño, y aun viajante seguimos construyendo una casa.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La ciudad que arde

La ciudad y sus rincones que son visibles y secretos a la vez. Ojos omnipresentes que sin embargo no lo ven todo. La fragilidad del concreto que parece inamovible pero acá en Santiago se quiebra de tanto en tanto. El edificio ese de la Costanera que encumbrado pretende mirarlo todo y sin embargo ve poco. 

Será cuestiones del smog que lo mismo que nos mata, nos regala atardecer rojizos que se extrañan desde fuera. Será el amasijo de cables que sobre nuestras cabezas nos amarran al destino. Será esa pulcritud de ciudad jardín ensombrecida por tanto cartel publicitario. Será la contradicción propia del espacio, que finalmente se vive según la identidad de quien lo transita. La modernidad del metro y el rascacielo para quien vive chato en el suburbio. La norma del centro que cruza el río y se desborda en la Chimba, que no existe, pero todavía se dice.

¿Cómo si no comprender entonces que los territorios homosexuales que están en todos lados y en ninguna parte a la vez? En la fantasía metropolitana de la tolerancia nos convencemos que las marchas multitudinarias por la Alameda representan el final de nuestra mentalidad provinciana, pero seguimos siendo una capital sentada todavía sobre el campo. Cómo si en Santiago no existieran tantos territorios colizas como clases sociales hay. Cómo si no se desbordara el sexo detrás de la fachada renovada y racional de un edificio del centro. Cómo si no hablara de nuestra alma el café con piernas, donde la maldad existe solo en el ojo de quien mira, pero nunca en la patente municipal.

¿Cómo entender entonces una ciudad que se organiza en torno a los relatos, a los amigos que dicen donde ir y donde no? De las solidaridades que distinguen el ardor de la piel de disco del fuego eterno del infierno en la tierra. Del pelambre de la casa del amigo donde se queman sin control a las locas perdidas, a la cuica que vive de arpía. De la entrada del bar donde se quema mentalmente la vestimenta del recién llegado. De las banderas gay minúsculas que junto a la caja registradora de los locales encomiendan  su ganancia a la Inmaculada del cerro, quizás imitando las prostitutas de San Camilo, devotas permanentes de la virgencita. 

La costumbre de pasar soplado por determinadas calles cierra a los ojos a todas las cosas que entre cuatro paredes borran la distinción entre el día y la noche. La ciudad arde permanentemente dentro de nuestra conciencia sedienta de encuentros casuales, de romances eternos que aun no pueden ser matrimonio. Y en el intermedio, toda la gama posible de acciones que nos permiten reconocernos en nuestra identidad coliza. La escapada debajo del neón y de las luces del espectáculo de plumas. La libertad que se quiere buscar en la ciudad pecaminosa, aún cuando el corazoncito se derrita por ir almorzar el domingo a la casa paterna. 

El tiempo y el espacio que se curvan según nuestra conciencia de las cosas. Creer que se pasa al lado del mal cuando se transita al barrio coliza, uno que existe en la imaginación todavía, pero que igual muestra esa tensión permanente que impone la ciudad: la presión de ser distinto para la moda metropolitana, pero sin escapar de las reglas permanentes de la normalidad cauteladas por el ojo de todos los desconocidos. Así el cuerpo pasa de lado a lado, se viste según donde se quiera ir en la noche y camina distinto según la vereda que se pise. El pavimento quema distinto cuando se es coliza descalzo.

Hacer una cartografía de la ciudad ardiente entonces no es cosa sencilla. Sobre la realidad del concreto que se encumbra hacia al cielo, está la fantasía todavía subterránea y la pretensión sexualizada que recae sobre todos los espacios, aunque solo algunos se reconozcan. ¿Qué tan real es el fuego entonces? Diría Harvey, eso depende del capital y la bruma que nos mete en la cabeza. Diría Sansot, eso existe verdaderamente en el pecho de la "gente de a pie". Yo digo que todavía está en la pregunta y en la sensación picante de mi piel mientras paseo por Santiago.

Santiago, que tiembla en la noche y comienza a arder adelantada la primavera.

jueves, 18 de agosto de 2011

La homofobia del investigador

Pierre Bourdieu insistía en su pequeño ensayo "Reflexiones sobre la cuestión gay" que la homofobia dominante en las ciencias sociales relegaba siempre a segundo plano todas las investigaciones que tuvieran que ver con el género, los homosexuales, las minas que no lo son tanto, los travestidos, las trabajadoras del puterío y toda clase de hierbas similares.

Para la sociología, las grandes reglas de la sociedad, el sistema de dominación capitalista, el engrupimiento religioso convertido en sistema, las ideologías que sucumben ante la revolución. Para la antropología las reglas del parentesco, el proceso de civilización. Nada que ver con la gente que se revuelca en medio del parque, con el vicio fleto que mancha las sábanas de burgueses y proletarios. Razón suficiente para no estudiar nada que tuviera que ver con el tema durante 100 años. Por que tal como lo dijera Goffman, el estigma es contagioso y no cabe duda que quien estudia la homosexualidad es también secretamente amante de la cochinada.

Nunca el tema está en la misma posición que otros. Pero tampoco lo está el investigador. Y lo digo por algo que pasa en mayor o menor medida: cuando se trata de contar qué es lo que uno investiga, las identidades no son tan móviles como uno quisiera. Yo, en tanto que homosexual cuento mi metodología para entrevistar a los transformistas y a las niñas de las flores. Y la respuesta muchas veces es un incómodo silencio. Y estoy seguro que es prácticamente igual de cavernoso en Francia que en Chile. Porque contrario a lo que se crea no depende sólo de una sociedad sino de un contexto.

Frente a la misma investigación una chica hétero sería probablemente admirada por su valentía al cruzar los límites de lo conocido; siempre y cuando no empiece a parecerse a una lesbiana enojona después. Un homosexualito como yo, en cambio, como que de alguna forma termina restregando el estigma inicial, haciendo hiperpresente la diferencia que se conoce pero que todavía incomoda al interlocutor.

Y lo sé. A la niña hétero las lesbianas más retrógradas la van a quemar en la hoguera. A mi no tanto, a lo más un chamuscón. Pero la vergüenza sigue ahí, en esa explicación forzosa a quien, con su incomodidad, interroga si será necesario seguir diciendo que me gusta la tontera. Esa misma cara de espanto contenido que impide darse un beso libremente en la calle. Consecuencia no más del ideario liberal del te acepto mientras no se te note. Porque para qué vestirse como lady para ir a la pega, para que posar de colijunto y escuchar música fina cuando no es necesario. Y no obstante aquello, la primera dificultad a vencer no está ni en esta homofobia social ni en este rechazo camuflado de las ciencias sociales.

La homofobia, dice Eribon, prexiste al individuo. No por nada todo homosexual, sea hombre o mujer, sabe que querer al prójimo del mismo sexo es tremendamente malo, mucho antes de ese primer deseo equivocado. Entonces ¿por qué no va a ser así cuando se lleva una investigación y se hace evidente una inclinación no tan propicia? Un homosexual hablando de sus iguales, si se situa del lado victimizado, bien puede devenir un libertador esclavo, a menos que se haga conciente de su propia inseguridad, en cómo se incorporó la etiqueta del mal en la propia vida. Porque nadie está libre a priori de querer esconder el resfrío o bien, querer estornudar todo el rato encima de los que miran feo.

Pensar que no nos quieren porque somos molestosos es solo una mirada ingenua y parcial. La homofobia es un sistema que está más allá de la propia posición de ninguneado o ninguneador. Que califica buenos temas de malos temas. Que probablemente considere más atendible al gay compuesto que al zafado, mismo si el primero no hubiera sido respetuoso del método científico. Por eso en estos días que estoy fuera de los libros y en el tiempo de las palabras intercambiadas, lo que dijera Bourdieu, lo que afirmara Goffman, lo que identificara Eribon, no serán más que ecos sordos sino parto por resituar mi biografía. Solo así podré librarme de la homofobia que cargo sin saberlo. Mal que mal, desde chico me gustaron las cosas distintas. La diferencia es que ahora no seré tan ingenuo o bien podré actuar que lo sigo siendo.

Reinas de la primavera allá voy.

domingo, 19 de junio de 2011

Confesión enamorada

Del amor se aprendimos las canciones desde chico. Esas melodías que tantas veces sonaron en las mañanas, en las tardes de invierno o los atardeceres eternos del verano. Esas palabras raras prestadas de los adultos y que hoy, ya convertido en uno, se recuperan como una nostalgia antigua, como una certeza particular que persiste en la cabeza precisamente por su opacidad de niebla.

Ese andamiaje fino de palabras, quizás sin pensar orientó ese aprendizaje difuso de los sentimientos que poco a poco debían irse nombrando. Y cuando uno crece sabiendo que el amor debe decirse de la manera más especial posible ¿cómo encontrar palabras nuevas para confesar los latidos, los primeros deseos de sexo equivocado, las admiraciones silenciosas y el tartamudeo que sucediera al primer enamoramiento?

¿Cómo confesar después las experiencias en los lugares errados, los tropiezos que parecen precipicios, si parece no haber lugar correcto para amar? Acaso las palabras aprendidas no dejarán más alternativa que el abandono melancólico o la rebeldía más desatada? ¿Por qué comprender el sentido exacto de las canciones primeras está reservado solo para algunos? Dentro de la armadura oxidada de las creencias sociales, todo puede convertirse en una discusión argumentativa, cuando enarmorarse en realidad es cosa tan sencilla.

Querer pensar el amor en intelectual y recitarlo en griego filosofar está tan lejos del amor que se siente y busca decirse. Por eso, antes de discutir cualquier cosa una decisión debería ser tomada: reconocer que dentro de las infinitas formas de reconocer al enamorado, nunca nadie lo sabe todo, porque uno mismo no lo supo a tiempo y necesitó de las palabras de otros, de las canciones que suenan hace tanto ya, para confesarse a sí mismo que el amor había llegado.

Es injusto tener que discutir cómo vamos a definir un futuro si no hay palabras para decirlo. ¿Cómo inventar algo distinto, cuando es imposible hacerlo sin volver al pasado, no porque este sea la seguridad infinita, sino porque es el lugar donde se aprende a pensar y creer en el futuro? Y así como nos enseñaron a amar escuchando la radio, habrá que resistirse a los discursos que quieren educar nuestra soledad, peleando por el derecho a construir una vida compartida sin tener que esperar a que el resto, la política, las familias, la religión, decidan cómo se va a llamar lo que podemos fundar.

Porque si ya nos dieron las palabras para confesarnos desde mucho antes de nacer, nosotros también tendremos que crear las nuestras para explicar el mundo a los que vienen detrás. Y así como el castellano nos enseñó a traspasar las prpias fronteras internas, así como el chileno que nos enseñó a nombrar el sexo, este silencio que hoy nos confronta es el vacío que demanda la luz originaria de toda creación. Porque del amor que se aprende de pequeño algo sí es enteramente seguro: resta todo por aprender.

martes, 7 de junio de 2011

La esclavitud del libertador

Una de las cosas más fáciles de aprender de la teoría coliza, es aquella que señala que la sexualidad está organizada sobre un principio de dominación masculina y un discurso que, administrando la violencia simbólica en lo cotidiano, naturaliza la heterosexualidad como la única opción válida de la vida social, donde el hombre está "hecho" para la vida pública y la competencia, mientras la mujer ha "evolucionado" para ser sensible, procrear y -eventualmente- cuidar la prole en casa.

Quien crea que dicho discurso es letra muerta, dese una vueltecita por cualquier foro de Internet discutiendo sobre el matrimonio coliza y asómbrese con las respuestas que todavía hoy muchas mujeres mobilizan, o con las groserías que los hombres todavía expresan hacia los maracos. Porque debajo del andamiaje de la normalidad sexual, la homofobia sigue temiendo los cambios con uan agresividad espeluznante, y sigue pensando que mirar la homosexualidad como cosa normal es el principio del fin de la cultura.

Frente a dicho escenario opresivo y dictatorial nos correspondería a los que estudiamos sociología del sexo, a los que alguna vez agarramos un libro de feminismo y teoría queer, romper con las cadenas de la dominación, demostrar casi pitágoricamente cómo los demás, los que escriben en contra nuestra, están profundamente equivocados y perdidos en su jurásica cantinela. Sería nuestra misión garantizar siempre toda independencia del cuerpo, vigilar irrestrictamente la todo trazo de homofobia, denunciar cada palabra del conservadurismo, y oponerse aguerrido a todo fascismo innegablemente católico. La coherencia personal sólo se consiguiría de radicarse en un sólo bando: aquel de los que ya asumieron todas las libertades del cuerpo, contrario a los que siguen cargando el yugo del orden normativo. Pero frente a dicha operación ¿quién está libre de contradicciones como para no sucumbir ante tan maniquea frontera?

Situarse sobre cualquier verdad incólume -aún cuando tengan por objeto liberar la consciencia de los oprimidos- termina por negar todas las tensiones que cualquier vida cotidiana tiene, porque a la larga éstas siempre quedan fuera de los macrodiscursos sociales. Por el contrario una mirada más situacionista insistirá en la libertad que tienen los sujetos para elegir en su cotidianidad, sus propias traiciones, su rebeldía sensible frente a un mundo estructurado que lo rodea. Si se trata de combatir la homofobia, no sólo debiera mirarse la opresión cristiana, también sería necesario reconocer qué tan homofóbico se es a cada momento, como también dejar seducirse por el humor estigmatizado de los colas, esos que tratándose de mujer intentan vencer la etiqueta de invertidos que han cargado por tanto tiempo.

Dejar de reirse, tomarse demasiado en serio el mujereo porque viene del lado del mal, porque es una homofobia reproducida, es ceder también ante la esclavitud discursiva, la misma que supuestamente se quiere superar. Porque nada más aburrido que un intelectual que no se rie de sí mismo o que un católico que nunca ha cometido pecado. Eso pasa porque el arquetipo del héroe, como dice Jung, corresponde al hombre o a la mujer autosuficientes e incompletos, quienes se olvidaron del minuto donde alguien, quién sea que fuera, le tendió una mano, le dijo algo provocador que le permitió superarse, crecer y salir del espacio encerrado del debutante.

Pienso ahora que no por nada la historia muchas veces ha convertido el héroe en dictador, precisamente porque aquel ha olvidado como el individuo se integra en una sociedad tan contradictoria, como todo aspecto de la vida humana. La libertad queer sin pensar la cotidianidad, sin observar los deseos ñoños del alma, y sin conservar los pecados que nunca se confiesan -entonces- puede terminar por ser un castillo de naipes y una jaula de hierro que oprime más que la opresión que se combate. Puro procedimiento que ha perdido referencia al contenido. Pura soberbia del que piensa que no se equivoca.

¿Cómo pelear entonces por los derechos con la verdadera libertad que se necesita? ¿Cómo oponerse a la homofobia sin ser un resentido de la misma? Quizás recordando siempre que la propia posición está dentro de una dinámica donde uno eligió y fue también elegido. No por nada lo que observa la vista, lo que escribe la mano, muchas veces está bien distante de lo que la piel indica. Nada peor que vernos como desviados olvidando la propia desviación. Porque mal que mal, no por nada debajo de las armaduras, queda otra cosa que la propia desnudez.

sábado, 7 de mayo de 2011

De la provocación (Socialización coliza III)

¿Cuál es la mayor provocación posible que se nos permite? ¿Darse un beso en la calle? ¿Caminar tomados de la mano por un parque? ¿Andar con poleras apretadas cuando el resto de los machos se viste de camisa para salir a bailar? ¿Subirse al carro travesti para mostrar las tetas en la Gay Parade?

¿Cuál de todas estas cosas es más provocadora que la anterior? Cambie el lugar y observe las consecuencias. ¿Tomarse de la mano en una comida familiar? ¿Dictar clase con la polera apretada? ¿Hacer topless en una procesión religiosa? La provocación nunca se entiende fuera de un código que está espacialmente situado. Y para el caso de nuestra cofradía las desigualdades no están en la imposibilidad de vivir el amor -que entre cuatro paredes bien se pueden hacer todas las acrobacias que uno quiera- sino en la dificultad de poder expresarlo abiertamente en el espacio que a todos pertenece y que todos vigilan. Todos, incluso nosotros mismos.

¿Acaso no es verdad que dentro de los lugares del "ambiente" los códigos se invierten y al que pasa demasiado piola, al que no brilla bien puede quedar al lado? Esa norma coliza -que yo sigo al pie de la letra- es de doble vía y bien se puede pasar de víctima a victimario, cuando a pesar de gastar en ropa fashion para la noche criticamos a quien sigue vestido para la disco en medio del trabajo. Vestirse demasiado coliza a todo evento no sería sino una muestra de mal temperamento y de cabeza perdida.

Ahora bien, no pretendo en caso alguno ponerme latero discutiendo todas las teorías de la dominación que siempre siguen a la afirmación anterior. Siguiendo con las distinciones espaciales, eso queda para la biblioteca y la sala de clases. Lo que me interesa ahora es solamente revisar mi propia experiencia con una pregunta: ¿cuál sería entonces la mayor provocación posible del gremio? ¿cuál es la mejor manifestación de la diferencia, esa que de manera seductora e indeleble hace que todo el resto se de cuenta de lo que no ha visto hasta hoy?

Muchos dicen que no hay para qué andar con la bandera en la espalda. Qué al final eso no es una aporte sino una distancia. Pero tengo la aprehensión que dicho argumento constituye una generalización improbable, porque ni aún la cola más militante puede ser guerrillera todo el día. En los circuitos más duros la diferencia desaparece: ¿si todos se ponen al mismo tiempo la capa arcoiris quién es el que resta disfrazado? Provocar entonces no es sólo un asunto de tomar los signos más evidentes, sino saber situarlos en el momento y espacio justos. Hay veces donde es necesario tomar la bandera, pero también es cierto que no se combate la homofobia solo con asistir a todas las marchas, aun si por un asunto de libre decisión por lo menos a una hay que ir.

Frente a dicha circunstancia lo mejor es hacerse consciente del propio capital cultural y social para convertirlos en herramienta de provocación. Porque la manera como trazamos la linea entre la exposición y el exhibicionismo radica precisamente en nuestra posición social, que nos ha enseñado diferenciadamente cómo debemos presentar el cuerpo. Cuerpo que constituye nuestra única manera de estar en el espacio.

Muchas veces, resulta conveniente para el resto que uno sea una provocación ambulante, total así no se espera nada distinto. Foucault apelaba a las revoluciones del silencio como la única manera de vencer a la razón clínica que insiste en encasillar, compadecer y tratar la disidencia. Yo por mi parte no puedo olvidar las tensiones de la socialización cotidiana, y prefiero traer a ellas la provocación necesaria. Así, creo que la manera de hacer una diferencia es sabiendo callar cuando corresponde, observar y observarse, conocer cuáles son las propias posibilidades porque uno nunca las tiene ni se las sabe todas. Luego, asentada la convicción que le permite a uno decirse gay -venciendo la reprobación que está en otro y nunca debiera estar en uno- bien vale la pena reclamar cuando a uno lo hipersexualizan en la prensa, defender la igualdad cuando se escucha ignorancia entre los compañeros de pega, atender la pena de otro camarada cuando se sienta igual de perdido que uno en este camino que tiene recompensas y amarguras.

Pensando en cómo me gustaría provocar lo primero que no quiero que me encasillen. Yo no quiero encasillarme sino ser solamente una voz más entre muchas que hablan. Y quiero tener la libertad de pasar piola todavía, aunque peque de inocente si miro mi forma de andar. Quisiera poder seguir haciéndome preguntas y prefiero seguir tendiendo siempre espacios para producir sorpresas, esas que como un libro de suspenso hacen que uno atienda a las circunstancias especiales de un relato. Mi escenario es al final la ciudad, que con sus comidas familiares y sus noches de turbiedad absoluta es un universo infinito de insinuaciones, acatamientos de la ley y transgresiones silenciosas.

Y sea Santiago, sea París; sea lumpen, sea estilista. El desafío al ingenio es siempre el mismo.


sábado, 23 de abril de 2011

Religión y represión (Socialización coliza II)

Una de las preguntas más difíciles de responder acá en Francia es aquella que cuestiona cómo se puede ser católico y homosexual al mismo tiempo. Porque dentro de una sociedad cuya libertad sexual es un indicador de modernidad, la disciplina religiosa otorga un márgen de maniobra casi nulo cuando se trata del sí-mismo.

Creerle a la religión puede ser sinónimo de reprimido. Y a primera vista harta razón tienen: no es precisamente una virtud cristiana el gozar del propio cuerpo con sola referencia a la sangre y las hormonas, sino que al contrario, es más propio organizar su uso en torno a una ideología sobre cómo deben ser las cosas en materia de la carne. Que del sexo solo se puede esperar un afán procreativo, una entrada regulada al misterio de la vida. Y cualquier otro gusto -se entiende- queda fuera de la voluntad divina. Por eso, en resumen, si eres católico estás en contra de la libertad de tirar.

Y aunque a lo largo del tiempo mucho de esto pueda ser cierto, y aunque cuando se habla de homofobia simplemente no se pueden obviar los desatinos vaticanos, no es menos cierto que hasta ahora el análisis prescinde de un elemento importante: toda categoría social es construida intersubjetivamente y dentro de un contexto histórico determinado. La condición humana universal se expresa siempre de distintos modos.

En primer lugar, no se puede obviar el escenario complejo de la relación entre religión y represión. Porque la distancia entre lo que se quiere hacer y lo que se termina haciendo, entre la expectativa y la experiencia, es tan antigua como el ser humano. No hay cientista social serio que confíe ciegamente en el discurso, sin intentar observar la práctica real ejercida por los individuos o los grupos. Pensar que todo católico cola vive siempre reprimido sería situarse en la postura del que todo lo sabe. ¿Y no es acaso eso, lo mismo que se acusa al cristiano?

En mi caso, si se habla de religión no se puede dejar de mirar la experiencia propia del sincretismo latinoamericano, donde la lógica de la santería, del canto charangolino y la coreografía medio mamona de los grupos juveniles dan cuenta de un uso indiscutido del cuerpo para misionar. Pero tampoco se puede dejar de comparar la religiosidad popular con la liturgia más selecta y culta donde tales permisos son mucho más escasos y cuyas caracteristicas más contenidas han tendido a ser privilegiadas por ese orden institucional que muchos critican. Igualar sin cuestionar religión y sexualidad reprimida, es olvidar a las prostitutas que se encomiendan a la Virgen, a los camioneros huecos que llevan un San Cristóbal siempre colgando en el retrovisor, o a los colitas que no dudan poner un crucifijo tras la puerta de su recién comprado departamento.

En segundo lugar, no existe una observación de la represión social desde un sitial absolutamente libre. Cuando ocurrieron las revoluciones sexuales de finales del siglo XX se separaron la regulaciones del cuerpo erótico de otros campos normativos de la sociedad. Al punto mismo de ir más allá de la distinción clínica entre heterosexualidad y homosexualidad, para entender toda la diversidad queer. Michel Bozon dice que, en medio de todos estos cambios, hoy es el propio individuo quien es responsable de la coherencia de sí mismo en materia sexual. Sin embargo, no se puede afirmar que "nueva sexualidad" esté exhenta de un nuevo orden igual de regulador, esta vez respecto a la exigencia del uso siempre caliente del propio sexo. Se juzga la sexualidad desde la performance y así el homosexual que se "libera" está de alguna forma obligado a ser hipersexuado, sin considerar las distintas posiciones que este puede tener en el espacio social. Si dicha obligación al sexo es verdad, ¿quién es más reprimido: los que no tienen orgasmos todos los días o aquellos que no pueden no tenerlos?

Si se absolutiza la sexualidad como dominio absoluto, y se absolutiza también a su enemiga religión, es fácil entender porqué la contradicción entre ser católico y coliza es tan grande. Pero si se entiende la vida espiritual como parte de una construcción diacrónica, si se observan los intersticios donde la creencia religiosa forma parte de la amalgama social, la contradicción con el catecismo no es sino una oportunidad de abrir un nuevo espacio de identidad.

Todo cola católico siempre vive un minuto donde no sabe bien cuál es la realidad correcta. Y al mismo tiempo espera encontrar a otros para terminar de definir su propia identidad y salir de su encierro aparente. La verdadera libertad de dicho proceso, la que Dios permite en la historia pero que el orden conservador preocupado de su capital simbólico rechaza, está precisamente en la posibilidad de tomar distancia de las cosas: de la misa, del aula, de la discoteca y del bar. Y comprender que en todos ellos hay claves de lo permitido y lo prohibido. Un análisis situacional de la propia vida recupera precisamente esa sensualidad que hay en cada lugar y cosa, superponiendo los sentidos a las etiquetas. Y si uno se considera creatura, si quiere todos los días volver a serlo, no hay más que seguir el escabroso camino de vuelta hacia el paraíso terrenal.

Yo para responder a la pregunta del inicio sólo puedo decir que, como siempre, hay que afinar la mirada miope. Porque de la represión se sale al mirarse en el espejo y saber que nunca se tiene todo aprendido. Sentir la corona de espinas que clava el pensamiento y pensar en quienes carecen de esta necesaria distancia. Y que tal como la religión enseña, solo se vive intensamente en el segundo presente, sabiendo todo el tiempo que hay un más allá que todavía no se conoce.

viernes, 22 de abril de 2011

Acto de santidad

Hace muchos años ya, cometí un acto deleznable. Estaba de misionero en el sur, de jefe de un grupo de ocho, en alguna parte del campo entre Florida y Bulnes. Durante diez días fui una suerte de autoridad eclesiástica en ese apartado rincón del Bío-Bío, nombrado ministro de comunión temporal y temporero.

Todos los días llevaba conmigo una especie de cajita, pequeñita, me cabía en el bolsillo de la camisa. Yo la cargaba ahí precisamente para tenerla cerca del corazón, a ver si en una de esas se me limpiaba por osmosis. Además que habría sido feo llevarla en el bolsillo del pantalón. Como quien carga un pañuelo, las monedas o las llaves, aunque no tenía ningún empacho en decirle a la gente que Jesús era consuelo, riqueza del alma y entrada al paraíso. Movido por un espíritu celoso, conciente de la seriedad de la tarea, cuidaba aquel viático como si fuera mi propia vida.

Todo se fue al carajo la séptima noche. Estaba solo en la cocina, me había ofrecido a lavar los platos para que el público descansara. Mis únicos compañeros en aquella soledad eran los gatos de la casa donde alojábamos. Flacos como ellos solos se hacían los simpáticos al reconocer mi autoridad sobre la comida. Felino como yo solo, no resistí la tentación de convidarles los restos de salchichón que nos quedaban. Y siendo jefe de las misiones, humilde como buen cristiano, me incliné para repartir el alimento, nada que ver tirarlo al voleo con desprecio fariseo. Sin embargo, la bondad de mi gesto se transformó en terror cuando veía -en cámara lenta- cómo desde mi doblado pecho volaba la cajita con las hostias.

Fui testigo de la eternidad segundo inmensos después, cuando el cuerpo de Dios volaba por los aires al rebote del piso. Y otra eternidad mediante presencié como los gatos no distinguían carne de pan, e indolentes -o bien cristianos piadosos- devoraban sin discreción lo uno y lo otro. Sobrevivieron unas pocas ofrendas, las que recogí compungido y muerto de culpa. Si al menos a los gatos se les hubiera puesto el pelo brilloso o les hubieran salido alas... Pero se fueron a dormir sin saber lo que hicieron, lamiéndose el pelaje para arrancarse las pulgas de siempre.

Por suerte el cura a cargo de todo era mi amigo, y supo contener bien mi lamento y mi vergüenza del día siguiente. En esos días la religión era para mi un sistema de normas que -sonrisas cosechadas luego- me hacía sentir que yo tenía un buen rol que cumplir en este mundo. Todo a mi alrededor estaba construido de tal manera que incluso los cismas personales tenían un buen sentido. Y aunque sigo pensando esto, y aunque casi diez años más tarde no sienta ya en el corazón que debo arrepentirme por ser homosexual, la pregunta sobre cómo mis creencias me hacen interpretar lo bueno y lo malo de los actos cotidianos sigue vigente.

Hoy vivo mi primera Semana Santa fuera de Chile. Acá hoy viernes no es feriado, hay ruido de martillos y taladros en la remodelación de una tienda frente a la casa. Como es habitual la gente se grita en la calle si los autos avanzan lento y las motos insisten con su zumbido de tábano. No hay retiros, no hay carreras por comprar pescado. No hay transmisiones tranquilas por la radio. El pan se parte con cuchillo como todos los días. Las pocas misas son eternas y tan solemnes como nunca había visto. Extraño un poco el charango de Santiago, aunque en el fondo me cargue esa contradicción de escuchar instrumentos de izquierda en la comunidad, pero sin cuestionar las creencias cotidianas que mantienen la jerarquía entre el estado laical y el doxo sacerdocio.

Cuando en materia religiosa se experimenta un desorden, es fácil apelar a los fanatismos de cada lado. Los del mundano quehacer del laico y los del cielo inalcanzable de la virtud religiosa. Hoy por ejemplo, estoy invitado a una exposición de arte donde -probablemente a modo de protesta- veré crucifijos hechos con falos de hombre. Que la religión es una normativa que impide la sexualidad libre. Que nos castiga a los que deseamos varón. Y tengo miedo que en un lugar así mi historia de los gatos beatos no cause gracia alguna. Porque ahí está mi propio desorden: me falta aún reconocer cómo para mí la religión ha sido otra experiencia más de la vida, ni la más importante, ni la que más me ha perjudicado. Ese es mi testimonio. Uno que bien podría observar un antropólogo. Aunque yo no entienda por qué aceptaba sofocarme en las procesiones, echarme por tierra en los momentos de mayor fervor y hacerle el gallito a mi orgullo intelectual cuando me largaba a rezar las veces que sentí que me penaban en mi departamento de soltero.

Si los gatos de mi historia se fueron al cielo, supongo que la comunión que les dí me abonó puntos en la libreta de San Pedro. Aunque me complica pensar que el Paraíso tendrá más ratones que la Tierra para hacer más felices a los mininos. ¿El que a mí me espera hará que Francisco y yo nos mantengamos siempre jóvenes y me regalará un abdomen plano? Tal vez no. Solo sé que de existir albergará mi claroscuro de hombre, porque ahi está mi felicidad. Y recordando que hoy es el día que murió Cristo, no he de necesitar tanto gesto externo para entender la cruz, porque la humildad la aprendí cuando esa noche me bajé del pedestal del misionero, de la tarima donde podía hablar sin dudas, y solo fui alguien asustado de perder al Jesús que llevaba en el pecho. Pero El no se fue a pesar de mis desmadres, no se fue a pesar de caminar por mi vereda chueca.

Porque así como dije la vez pasada, son los detalles los que enriquecen la historia personal. Y cuando se trata de fe, son las contradicciones el verdadero alimento. La muerte y la vida, lo prohibido que siempre deseo, la misión que nunca escuché pero que sigo sin miedo. Los ejes contrapuestos de la humanidad.

Este soy yo, ahora, sin renegar de la cruz que carga mis virtudes y mis faltas.

lunes, 18 de abril de 2011

Innovar sobre lo mismo

Un buen amigo afirmó este fin de semana que me había vuelto soberanamente monotemático. Contraído por la crónica rosa, deslavado por las teorías maricas que llevo meses estudiando, pareciera que el campo de mi discurso se anduvo limitando bastante en el último tiempo.

¿Pero podría acaso ser diferente? Tal parece que los compromisos adultos hacen precisamente eso: centrar las palabras y cerrar otros flancos temáticos para no perder potencia. Por algo existen los especialistas en innovación. Yo, por ejemplo, licenciado de la reflexión coliza, para innovar tendría que reconocer mi absoluta falta de maestría en la ciencia de levantar cohetes, en la química de la pirotecnia, en el arte de contener la respiración bajo el agua, en el oficio de horadar túneles. Incorporar esos temas sería una buena forma de escribir un blog sumergido bajo el sexo.

Ahora bien, toda acusación amerita una defensa. No es primera vez que debo cuestionarme las apariencias porque estas importan. Y si de expectativas se trata, cabe preguntarse entonces: ¿Es mejor ser parte de una ciencia que brinda certidumbres, comprometer sólo la opinión especialista para parecer fiable, o más vale relatar los terrenos escabrosos de la fantasía, de los contenidos al cual el espíritu todavía es incapaz de poner palabras y serle infiel a la experiencia?

Tal como lo dijeran los moros en España, ser un infiel es marchar por fuera del camino del Iluminado. Aquel sendero que la religión onmisciente desacredita, remitiéndolo a la magia de los hechiceros, al que habita en lo bajo, lo oscuro, lo que no se nombra. Religión que, paradojalmente, versa sobre lo dogmático de lo desconocido. A quien piense distinto -la historia lo dice- más vale eliminarlo a sangre y espada. Y sin embargo son los muertos quienes terminan por abonar la misma tierra donde después se construye la catedral, o por enriquecer los altares de la religión del lado.

Sin dogmas todo son expectativas, con ellos todo se vuelve relato. Y desde ahí el principio de toda reflexividad: asumir la particular posición del observador, en el tiempo donde se sabe un poco y de desconoce otro tanto. Yo ya no podría volver a las mismas encrucijadas de ayer, estoy en un lugar donde sé tanto más y tanto menos sobre este camino. Los juicios del pasado tienen hoy una pátina de dulce. Si intentara volver para estar seguro, arriesgo una monotonía que bien valdría la pena de la acusación inicial. Mejor acusen a Sísifo quien siempre empuja la misma piedra, porque yo, acusado de monótono, apuro el tranco para perseguir mi propia roca, que ahora rueda veloz con la inercia que le dió mi primer empujoncito.

Mi defensa es por tanto esta: estoy afinando el oído para captar el sonido de alta fidelidad que hay detrás de lo que pienso y lo que intuyo. Renuncié a las grandes variaciones melódicas, porque el arte de ser hombre está en los pequeños detalles. Esos que hacen parecer la historia -lo que se repite siempre, pero también lo que invento- una cosa siempre cambiante. Y si la letanía de los vivos es la invocación a los que se dejó en la tumba, tal vez solo necesito un martirio de San Sebastián coliza para darle razón de fiesta a mis amigos católicos después de muerto. O quizás solo deba trazar la piel ajena para hablar sobre la geografía de la homosexualidad, sin equivocarme en la ortografía del francés. De ese modo -y sin dejar de renunciar a las certidumbres que hoy por hoy predico- estaría un paso más cerca de poblarla con la fantasía que toda obra humana necesita.

Y sin salir de mi espíritu estaría innovando. Y yo, que inventé el curso intensivo para relajarse, que me titulé de cola sin haber hecho la práctica, debo recordar medio dormido que no por nada siempre me gustaron los fantasmas y las cosas viejas, esas que -innovando sobre lo mismo, volviendo del pasado- me tiran hacia la noche bajo el neón del siglo XXI.

jueves, 31 de marzo de 2011

¿Y si me gustara Thalía? (Socialización coliza I)

Ahora que he tenido que estudiar lo gay -ya saben, para no ejercer sin título- me he dado cuenta que en general, sea para apoyarla, criticarla o condenarla, se suele pensar la identidad coliza como si fuera un solo bloque compacto e indiferenciado.

Sin embargo identidades hay tantas como individuos, aunque stricto senso, habría que hablar más bien de personalidades. La identidad siempre tiene un componente social: sumando, es fácil distinguir entre la cola retraída y pituca, de aquella timorata que no tiene donde caerse muerta. Lo social también permite interpretar las sutilezas que separan a la loca de población que en el circuito es conocida por ser tan fuerte, de aquella que en el barrio alto -comportándose de manera parecida- podría ser admirada por su ligereza.

Digo esto porque aún dentro del mundo cola, toda distinción en el lenguaje es un mecanismo para mantener la diferencia y la dominación social. No es un asunto solo de tener dinero. No lo digo yo, lo dijo Pierre Bourdieu hace harto tiempo. Y pensando que declararse gay lo resuelve todo, poco se piensa sobre cómo la salida del closet -que exige una (re)socialización forzosa al tener que buscar un nuevo grupo de referencia- obliga a incorporar nuevas distinciones. Lo ilustro con un ejemplo personal: al principio de mi educación coliza un buen amigo me dijo que para reconocer a los colegas bien debía a éstos gustarles la ópera (Madonna o Raffaella Carrà no son buenos ejemplos, porque aquello es más bien genético)

No miento en absoluto. Y aunque admito que habrá algunos a los que Puccini les guste desde la cuna, pienso también como una expresión cultural tan sofisticada puede ser una forma de florear la identidad homosexualidad. Decir que los colas tienen un "gusto exquisito" es una seguir de algún modo la pauta de la cultura dominante, salvando a cualquiera de sufrir una doble discriminación vital. Pero cómo lo dice Goffman, como lo dice Eric Fassin, las discriminaciones nunca se superponen: se viven en función de la posición social que se ocupa, en un determinado momento, siempre en relación a la identidad que se observa en el otro.

Así, por muy cultivada que sea una camarada, si le hacen un desprecio por ser homosexual, si le gritan maraco, la meten automáticamente en el mismo saco que a la loca de pobla. Desde fuera somos todos desviados y sin embargo, adentro se sobrevive pensando que algunos son más bien portados y confiables que otros. Pero mirando con un ojo crítico -que claramente no he tenido hasta hoy- ¿acaso ser coliza y gustar del arte lírico traza tan claramente la línea divisoria con aquellas locas que gustan de Paulina Rubio para consumir música? ¿Por qué deshacerse en lágrimas dándole las gracias a Verdi sería una expresión emocional tan diferente a perder la cabeza bailando con Mónica Naranjo?

Bourdieu insistía en que los dominantes tenían el poder de descalificar eternamente a los de abajo, porque tenían la clave de decidir qué es lo deseable, lo realmente bonito e imperecedero, aquello a lo que el vulgo nunca comprenderá, aun cuando ganen más plata. Por ejemplo, ahora que todos pueden viajar se distingurá en función de para dónde. Nunca será lo mismo soñarse en la costa azul francesa que hacerlo en Miami Beach. Y aunque se coincida en el destino, tampoco será lo mismo deslumbrarse ante el art-deco del Ocean Drive, que volver contando que uno quedó más que feliz y excitado con esa playa que queda al lado del mall. E incluso si no se sale de casa: ahora que hay tantas discos gay en Santiago -y que todas valen más o menos lo mismo- más valdría ir a una donde no se escuche Thalía. Porque a Thalía no se le puede rendir culto, no, es de loca perdida ir cada semana al mismo edificio para pedir que entre en el propio cuerpo y que lo habite.

Quizás porque no conocemos mujer que esté dispuesta a admitir que quiere verse como ella, pensamos que hay que estar cucú para quererlo. Pero una cosa no hemos comprendido aún: apurados por encontar el nicho dentro del panal coliza, nos volvemos ciegos frente a la experiencia que hay del lado opuesto, tan llena de contenidos, contradicciones e impedimientos como la que cada uno vive en su propio lugar. Pensamos que es algo que no se puede cambiar y de lo cual es mejor olvidarse.

Cuando nos da vergüenza el compañero que baila con desenfreno loco pensamos que es así, por su clase, por su falta de educación, por su oficio de "peluquera". Pero lo realmente democrático sería reconocer de verdad que del otro lado siempre se puede también criticar con razón. Sea por las propias rigideces, sea por todo el capital social que hay que andar constantemente cuidando y al final rigidiza el cuerpo. Porque los profesionales no aman como las locas pobres. Pierre Sansot hablada de las "gentes de poco" aludiendo a que las ciencias sociales desprecian la real sensualidad que puede haber en los "oprimidos".

Si creemos en la condición humana debemos asumir que todo siempre es reversible y conscientes de nuestra sordera podríamos escuchar con otro oído lo que nos suena distante. Porque tal vez afuera se encuentra un espacio infinito y desconocido, deslumbrante precisamente por su posibilidad. Si no, bastaría pensar en la salida del clóset: quedarse con lo conocido sería seguir encerrado y triste para siempre.


domingo, 27 de marzo de 2011

De alertas tempranas y de temblores en la Iglesia

Leyendo las noticias chilenas, ayer me di cuenta que en Chile querían copiar el sistema de alerta temprana de terremotos que tienen en Japón.

Para quienes no lo conozcan, es un dispositivo que avisa que va a temblar, activando un mensaje en la pantalla del televisor, el computador o el celular. Como la señal del sismógrafo es más rápida que el temblor en sí, empieza una cuenta regresiva donde los disciplinados japoneses pueden apagar el gas, detener los trenes y el tránsito, y ponerse fuera del alcance de las cosas que se podrían caer. En Tokio, el 11 de marzo, tuvieron 30 segundos de aviso.

Me pregunto qué pasaría si, estando en Chile, una mañana voy en el metro y una voz aséptica me dice que en 15 segundos más llega el terremoto. Quedaría la media zorra! De seguro las viejas se desmayarían o me atropellarían (otro objeto del cual alejarse) corriendo al colegio a buscar a los niños. Seguro que otros asaltarían las farmacias, los supermercados, los bancos. Flaites y cuicos por igual, como fue en Concepción. No puedo más que intuir un desastre peor que el terremoto en sí.

La diferencia entre ambas naciones no es un asunto de superioridad cultural -Lévi-Strauss no lo permita- sino simplemente la confianza que depositan en las comunidades. ¿Por qué los japoneses no se atropellan ante la inminencia del cataclismo? ¿Por qué nosotros sí, aun si por estadística el zamarreo chileno ha sido mayor que el japonés? Un viejo relato de este último país decía que hace mucho tiempo, en una aldea costera, hubo un fuerte temblor. Cerca de la playa vivían el abuelo más viejo del pueblo con su nieta. Después de pasar abrazados por la calamidad, y mientras en el pueblo todos contaban sus angustias, el abuelo encendió una antorcha, y tranquilamente subió a la colina donde estaba el campo de arroz. Cuando el pueblo vió una humareda se dió cuenta que el viejo estaba incendiando el principal cultivo de la comunidad. Creyéndolo loco, y llenos de ira, corrieron tras de él para lincharlo. Cuando lo alcanzaron finalmente comprendieron el sentido de su locura: abajo el pueblo era engullido por el tsunami. Nadie murió en dicha oportunidad.

No sirve de nada una alerta temprana si no se confía también en el sentido de la comunidad y la en la memoria histórica de la misma representada por el abuelo. En Iloca, por ejemplo, los que confiaron en los sabios, se salvaron porque no bajaron del cerro ni a empujones. En Concepción, por el contrario, los saqueos empezaron luego que la intendenta -muy técnica ella- gritó por televisión que el gobierno los había desamparado y que todos iban a morir. Luego, ponerse a resguardo y calmarse, tienen lugar cuando se confía que luego del desastre la vida va a continuar, aunque -como en el caso del pueblo del cuento japonés- se pase hambre por un rato.

Pienso esto también a propósito de la última conmoción nacional. La de este año, cuando católicos y no están sucumbiendo frente a las acusaciones de protección criminal al interior de la Diócesis de Santiago. En los días que siguieron no ha habido asepcia para tratar la noticia. Volviendo sobre el arquetipo detrás del cuento, pienso que en este caso la sabiduría se confundió con la técnica, la "prudencia" que invocó el debido proceso, que de tan técnico que es opaco, y que de tan autopoiético prefiere enfrentar las cosas en silencio pensando que así evita dolor y más tragedia. ¿Es esto verdad? Sinceramente no lo creo, porque ante los anuncios de un desastre tan evidente, ante tantas alertas tempranas, el miedo a crear caos pudo más. Ahora ya no se puede evitar nada, la ola llegó y el resultado terminó por ser peor que el remedio en sí.

Comparando la reacción frente a un terremoto, todo el caso demuestra cuánto poco se confía en la comunidad cristiana y en la sabiduría original depositada en ella. Sobreinstitucionalizada y sobretecnificada, la Iglesia de Santiago ha depositado el saber técnico sólo en solo algunos personajes. Así, temerosos de avisar la tragedia -porque al final abajo ven más individuos que pueblo compacto- no prendieron la llama cuando había que hacerlo. En la ficción, el sabio no temió quemar el alimento. En la realidad, el lider católico si lo tuvo. Pero para ser justos esto sucede también por nuestra creencia que asocia la jerarquía a un dominio técnico incuestionable, sobre el cual actuamos con indiferencia. El cuento dice que el pueblo se salvó cuando subió a interpelar a su memoria y eso es lo que nos corresponde hacer.

En condiciones ideales, la alerta temprana funciona cuando nadie piensa que se va morir, y porque tiene la certeza que la comunidad va a seguir a pesar de todo. Cuando se habla de cultura sísmica esta base es indeclinable. Más allá de la virulencia que ha generado el caso en cuestión, esta es una oportunidad para dejar de lado la impavidez y tomarse en serio eso de que la Iglesia es una comunidad. Y aunque a mí me pele la jerarquía, es ahora cuando hay que recuperar lo que dicen los Hechos: el cuidado de los primeros cristianos recaía siempre entre todos los que estaban ahí.

La próxima vez que haya un aviso de terremoto, nadie debería resultar herido.

domingo, 6 de febrero de 2011

Amor sin libreto(a)

Este fin de semana jugamos a Cupido. Por esas cosas que el destino propone, terminamos oficiando de tramoyas de una romántica petición de matrimonio. Y a parte de preparar todos los eventos elegantes de la jornada, resolveríamos todos los inconvenientes que -obvio- tenían que pasar en una situación como esta. Si no, corríamos el riesgo de arruinar el momento.

Porque cuando se piensa en el romance se suele acentuar efectivamente la magia que debiera poblar cada uno de los momentos. La caja que sorpresivamente guarda un anillo que a lo mejor se sospecha, se espera o incluso impacienta. Una gran parte de mis coterráneos, hombres y mujeres, sueña todavía con un momento así, tanto mejor si la luz del futuro cónyuge tiene por telón de fondo un lugar como los canales de Venecia, las buganvilias de Cartagena de Indias, o las luces de París.

Sé también que hay otros que piensan que tal tipo de romance puede ser irreal, un absurdo, una postal innecesaria y opresiva. Personalmente he deslizado algunas críticas así, sin embargo reconozco que hasta hoy, pocas veces he sincerado desde dónde se formula mi aversión hacia el barroco del amor. Si tuviera que ser honesto: es el miedo profundo a que me tilden de loca boba y melosa. Frente a eso es preferible blandir el escudo de alguna teoría, es preferible atosigarse de seco realismo antes que sacrificar el corazón sangrante sobre el lienzo de la ingenuidad.

Mas hoy prefiero dar un paso al costado y reconocer que ayer Cupido me flechó con una pregunta. Porque cuando repaso el libreto de la pedida de mano, me tropiezo inevitablemente con un dilema: y si fuéramos nosotros, quién tendría que tener la iniciativa? Quién es el que tendría que tiritar de emoción frente al diamante? Porque ni a Francisco ni a mí nos enseñaron a esperar o recibir la piedra, por el contrario, nos educaron para ser albañiles, para prometer un cierto amor eterno cortesano y para conquistar a la Otra sin las tosquedades de nuestro carácter.

Todo eso es distinción de género, y ya le pillé el hilo a lo que muchas cabezas inteligentes han pensado sobre la materia. Sin embargo, frente a la circunstancia de ayudar a un amigo a pedir matrimonio, pude reconocer que aun debajo de aquella estructura subsiste una esperanza que no soy nadie para derribar, por mucho que aún mi propia vida sufra consecuencias de un orden social construido de esta manera. De qué se trata entonces todo esto ¿de botar la tradición o de mirarla de otra manera? Porque aunque no tenga un anillo cercándome los dedos, puedo dar fe que -precisamente por no contar con ese guión para la historia de pareja- nos hemos obligado a buscar los equivalentes en otros símbolos.

Precisamente hoy reconocí en una risa compartida esa certeza. Algo tan romántico como reparar un baño estropeado nos hizo reconocer que para nosotros, quisiéramos o no, el vínculo nos ataba a lo cotidiano, al desafío de conciliar dos historias que no tienen nada en común, porque desde un principio se aprendieron con palabras que no eran compatibles y que en el diccionario todavía no lo son. Luego, el don no está en el anillo, sino en hacerse cargo de la propia basura, del disfraz que alguna vez tiene que ceder. Confiar que hay un Otro sin el cual el Yo nunca existirá completo. No es una cosa de mujeres esperando al príncipe, no es psicoanálisis convertido en religión, es sencillamente saber ceder un poco para experimentar el miedo, para experimentar el vacío de dejarse llevar, y no quedarse inmóvil frente al terror.

Yo no voy a probarle nada a la sociedad con un certificado, aun si ambos algún día llegamos a quererlo. La principal discusión no es esa, sino el reconocer que para amar es preciso confiar precisamente en aquellos campos donde no hay nada claro, que no tienen como ordenarse y que, sin las excusas de la teoría (sea esta verdadera o inventada), solo nos devuelve un reflejo desnudo de lo que somos cada uno. Esa es la discusión que va de la mano con la pedida de mano.

Hoy supimos que las carreras de ayer valieron la pena: el mundo tiene un par de novios que producen alegría de puro mirarlos. Y quejarse del convencionalismo sería a estas alturas ser un cursi de rebote. Es mejor temer convertirse en una loca resentida. Mi misión para este tiempo será entonces cuestionarme la distancia con el mundo, con lo que se tiene que hacer y con lo que me dicen que tengo que aprender. Esa es precisamente la manera de evitarme la amargura y estar dispuesto no solamente a colaborar en los sueños de amor que tengan otros, sino también a verificar las reglas que tengo escritas para mí mismo, para otra pareja de dos hombres, de dos mujeres o de dos sujetos cualquiera.

Jugando a Cupido, puedo incorporar un poquito de magia para alumbrar mi realismo, que al final del día la magia también es real.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Febrero

Hoy que hace un frío que se las pela, recuerdo los febreros calurosos del sur. Esos febreros donde el ocio era el silencio para escuchar la voz interior.

Quizás por eso recuerdo particularmente aquel febrero que me dolió por la distancia de mi primer enamorado. No tuve remedio: ese primer febrero llegó como un aluvión incontrolable de hormonas y por un tiempo destiñó todos los recuerdos de mi infancia choapina. Ese fue el primer febrero donde supe realmente para donde seguiría mi vida.

Las piedras de río que amontonaba como castillos, los columpios de sauce que ya no soportaban mi peso, las arrancadas nocturnas de La Llorona, la ansiedad por tragarse todo como si no hubiera otro verano por vivir, todo eso de pronto no significó nada. Ese primer febrero asumí que el cuerpo se me iba solo, porque quería estar al lado de otro cuerpo que parecía prohibido. Era el año 2000, el 2001 o el 2002, no sé, cualquiera de esos años que parecían el futuro. Sin embargo, yo seguía cargando esa litografía del campo, tan ajena, tan distinta a la de mis compañeros de universidad. Pienso en ese tiempo, a sabiendas que todos los febreros me esperaron aparecer de la mano de una muchacha que nunca llegó (y que de seguro mi silencio hace que algunos sigan esperando)

Esas andadas debajo de las alamedas polvorientas, arrastrando las patas, nunca presintieron que yo estaría acá. París, que era un sueño de loca siútica, inalcanzable para mi confianza de proletario y de veraneo sin mar. Todavía invisible incluso ese febrero tardío donde, aferrando mi soledad a una mochila, di vueltas por un Brasil de idioma ajeno, pero de invitación caliente. Así y todo seguiría negando para donde me llevan mis propios pasos de baile. Y sin embargo, igual extraño ese tiempo mudo, esa sordera de espejo narciso, ese tiempo perdido que hoy, a pesar de todo, forma parte de mi libertad.

Febrero ahora me pilla precisamente del lado contrario del mundo. Más que aventurero inconsciente, creo que es un tiempo para ser sumiso frente a mi propia historia. Relato que puedo desgranar como lo hiciera con los infinitos choclos del verano salamanquino, como lo hiciera con los innumerables porotos que alimentaban mi solitud adolescente. Solitud que no sabía, sería la magra expresión de la fuerza que estaba reservando precisamente para este momento.

Y es que no se puede pensar en el futuro sin hacerse cargo del pasado y no se puede pretender liberar el intelecto sino se asumen las estrecheces del espíritu. No se puede devenir hombre sino se alimenta y cuida a ese niño patipelado que siempre irá con nosotros y al cual, personalmente, le debo mucho. Porque cuando me codeo con la crema y la nata de los que piensan la revolución cola, me acuerdo de esos febreros que no tenían nieve y pienso que acá es tan difícil explicar que lo que pareció violento, no fue sino parte de una vida que nunca estará libre de malas adolescencias. Y que a pesar de lo doloroso que parecieran esos tiempos que relato -que de seguro otros tantos comparten- la verdad es que ahora comprendo que son el combustible que me sostiene en este hogar transatlántico, en esta aventura que comparto con otro que también conocí durante febrero. Tal como diría Jung, son la sombra que aviva la llama de la curiosidad vital que espera paciente su satisfacción.

Por eso, aunque tenga que trabajar encerrado en una biblioteca mientras los amigos estén retozando al sol, invoco veranos pasados y pido que estas cosas regresen. Porque ahora estoy seguro que, a diferencia del tiempo donde nos enseñaron que había que responderlo todo para evitarse las dudas, las respuestas incompletas son la clave para vivir de veras al ritmo de lo que suena afuera y adentro.

Y eso ningún libro leído en febrero me lo pudo enseñar.

domingo, 9 de enero de 2011

Del matrimonio coliza

Ahora que estamos peleando por el derecho al matrimonio, bien me parece pensar sobre aquello que nos predispone, autoriza o desautoriza para contraer dicho vínculo. Ahora que en Chile empiezan a volar las plumas, ahora que se rasgan velos sobre la materia, poco hemos hecho como colectivo para reflexionar sobre aquello que viene junto con la potencial extensión de la ley para modificar nuestros concubinatos.

Acá en Europa, donde esto se discutió hace 10 años, no son pocos los que se preguntan qué es lo que tiene de atractivo el matrimonio para estar peleando por él cuando -siendo una institución estadísticamente en decadencia y según lo que se espera de nuestras hormonas- no necesitaríamos equiparnos al orden heterosexual para acceder al placer y vivir felices. Porque si de estar juntos amparados por el Estado, si de asegurar las herencias, si de parecernos al Primer Mundo se trata, bastaría lo que garantizan los Acuerdos de Vida en Común. Y de paso todo el mundo se ahorra el terror: no habría que imaginarse dos hombres adoptando un niño o la posibilidad de criar la siguiente generación pensando que algo así es normal.

Y parece que algunos colas no salimos de este esquema de discusión, en la medida que peleamos por poder casarnos como si eso fuera solamente acceder a un reconocimiento simbólico dentro de una sociedad opresora, como si eso fuera un permiso para vivir en una sociedad liberada sin salir de Chile. Y en la ilusión de la pasión política se nos pasa el momento donde tenemos que interrogar al matrimonio. En el reclamo por un derecho legítimo se nos olvida pensar cómo queremos ordenar la vida en común y de paso no convertir la etiqueta "casado" solo en una chapita decorativa en el desfile social.

Porque ¿de qué sirve estar casado cuando no hemos hecho el proceso de educar nuestra propia identidad, cuando no hemos conversado lo que de veras cuesta establecer una relación con Otro? ¿De qué sirve pedir permiso a la Iglesia católica si con el afán de ajustar la discusión legal a lo esperado por la fe, se nos olvida cultivar la humildad necesaria para reconocer nuestras contradicciones, nuestros límites, nuestras oscuridades y así acceder humanamente a un compromiso estable? De otro modo pasará lo que en España, donde una pareja se divorció ligerito, agarrados de las trenzas por culpa del poodle. De nada nos sirve pelear por casarse, si en la arenga nos convertimos en la caricatura que algunos quieren ver: ciudadanos de segunda categoría, naturalmente incapacitados para reproducir el amor, satánicos transformadores del blanco matrimonio en una fiesta disco.

Pelear por el matrimonio homosexual nos obliga precisamente a preguntarnos a cómo ordenaremos la vida, cuando nadie nos explicó como se vive el matrimonio más allá de esa dimensión heterosexual y tradicional imposible de cumplir. ¿Cómo viviremos el amor en estas nuevas condiciones? ¿Igual como se vive el amor heterosexual? ¿Tratando de criar el mismo tipo de familias? Sin dudas que no, es imposible hacerlo y precisamente por eso los moralistas defienden que no tengamos derecho, por ejemplo, a pedir equivalencia en algo donde no la hay.

Esa es la matemática de la igualdad sin diferencias. Es la repetición boba del Levítico que ignora una teología donde la Revelación ha sido histórica, agregando a las leyes que se escribieron sobre piedra aquello que hoy se hace en un computador. Pensar que todo lo que se produce en una sociedad laica es completamente divorciado de Dios, es seguir pensando en la totalidad de nuestros pueblos como adolescentes sin discernimiento.

Hay prójimos que hoy opinan a los cuales no dan ganas de explicarles la posibilidad antropológica de un matrimonio cola sin que la sociedad se desorganice. Hay conservadores a los cuales tratar de convencer que la normalidad homosexual no desautoriza la norma heterosexual no tiene sentido. Como dice Eric Fassin y como en parte demostró George Chauncey, este es el tiempo de observar como las libertades extendidas hacia las mujeres cerró las puertas a las libertades homosexuales sospechosas de poder derribar el orden patriarcal conocido. Muchos reconocerán en esto una afirmación añeja, pensando que se critica algo que es naturalmente así, bíblicamente o científicamente comprobado.

Qué más da si nos ven como resentidos o picados pidiendo leche a una teta que no nos corresponde: a la larga el rechazo puede ser la materia donde nos reconocemos llamados a superarnos para evitar una vida desgraciada y nos educamos nosotros mismos para llegar a un matrimonio libremente consentido.

sábado, 1 de enero de 2011

Integración (sub)cultural

Tantas veces que volví a mis pareceres sobre las fiestas kitsch. Tantas cosas que dije intentando construir un relato con pretensiones intelectuales. Tanto que hice presente mi vanidosa regla para medir la calidad de la cultura cola, intentando descifrar si lo que me resultaba atractivo de aquel ambiente era la sofisticada ironía para bailar al ritmo del "mal gusto" o era el apego uterino a la música que integró mi infancia.

Hoy extraño esas fiestas donde fuí capaz de cantar de corrido todo el repertorio. Y es por eso que, aferrado al bienestar de esos instantes, todavía cargo en el métro algunas canciones del repertorio latino, coloreando de una manera diferente el horizonte haussmaniano de esta ciudad. París y sus piedras monocromáticas se ven muy distinto cantando a Pandora, dejándose llevar por las trompetas de Juan Gabriel o animando la loca fiesta interna con Raffaella Carrá. Quizás porque tal afirmación identitaria me hace presente, indeclinablemente, el hecho que aquí nadie comprenderá este gusto bizarro, que nadie me pescará en bajada si trato de hacer un análisis dadaísta o improvisar alguna explicación sociológica de algo que no tiene ninguna pretensión más que entretener.

Porque al final el kitsh se trata, en gran medida, de elevar a los altares de la expresión artística algo que por su carácter precisamente se aleja del canon de la alta cultura. Y este tipo de música hace la diferencia al romper con su vistosidad la rutina cotidiana. Esta música, que es tan ordinaria para la alta cultura que imponen las élites y que -como diría Bourdieu- lo dejan a uno para siempre convertido en un consumidor de medio pelo: un tejedor del pañito blanco para poner sobre la tele o un mal imitador del modernismo escandinavo comprando un living en Ikea.

Termina el 2010 y yo he vivido sin darme cuenta todo eso. Entonces pienso que el verdadero acto de subversión será saberse de verdad, bien de verdad, las letras de Rocío Jurado y no tener miedo de presentarlas fuera de las cuatro paredes que fueron la Blondie o los innegablemente gozosos carretes colizas de nuestra antigua casa. El verdadero acto de diferencia será experimentar la música subcultural en el real sitio de mi biografía.

Esa manera de vivir la cultura, no como un elemento de posicionamiento social sino como una parte constitutiva de los límites y andamios de lo humano, es lo que finalmente puedo donar al intentar cruzar las fronteras simbólicas de mi extranjería. Una manera de vivir mi cultura que me obliga a tomar conciencia de mí. Que me obliga a ser honesto con mi actual incapacidad de comprender el orgullo identitario que de seguro la Tigresa del Oriente o René de la Vega construyen en algunos individuos pobres, lamentando que tales gustos poco ayudarán para avanzar en la pirámide del bienestar social. Y por el contrario, del otro lado me permite criticar de una buena vez esa maldita suposición donde los homosexuales serían representantes del refinamiento social porque aman la ópera, porque cocinan exquisito o porque se visten con los códigos de la vanguardia. Quienes reproducir esa distinción solo forjan un cliché dentro del discurso de la exclusión.

Lo digo porque los maricas franceses, nuestros patrones del afirulamiento, resulta que también viven su vida con los códigos de lo corriente u ordinario. Su cultura popular es lo que viven en las fiestas, fuera del escrutinio público. Los maricas franceses también ganaron concursos de kermesse escolar imitando estrellas de dudosa elegancia. No son solo teoría de la resistencia, no son solo dialéctica y antropología, son también personas que reemplazan el sueño del Noa-Noa con evocaciones a la soleada Alejandría egipcia, son también quienes reemplazan a la Porotito Verdes y su Mayonesa por los pasos de las Claudettes, son quienes simulan el amor de la Lambada a través de la fiebre de los patines discos. Todas cosas escondidas para los foráneos que algún día imitamos la Galia comiendo croque monsieur en algún bar al final de Ernesto Pinto Lagarrigue.

Por eso ahora el 2011 lo recibí con el regalo de dar un paso adicional dentro de la cultura popular francesa, una que que, igual que en Chile, tiene la misma ambivalencia que la experiencia de todos los hombres. Un buen baile para empezar el año, canciones nuevas que me enseñan nuevos amigos y una buena insinuación en la práctica: todavía estoy a tiempo de aprender a leer Foucault sin perder la alegría basal que brindan todas las coreografías que aprenderé fuera de los libros.