domingo, 30 de noviembre de 2008

Locas itinerantes

Anoche tuve el privilegio de conocer una de esas fiestas itinerantes para maricas adinerados. Vitrina de colizas selectas, que llegaban todas en auto a este rincón de Santiago que hace años no visitaba. Yo, empujado por una entrada que me regalaron tomé la mano de Francisco y lo arrastré hacia mi curiosidad.

Tanto que critico y yo mismo he dejado de transitar por la ciudad con la soltura que lo hacía antes. Pero bueno, todavía tengo memoria barriobajera como para saber que el Hipódromo Chile no está al lado de Isidora Goyenechea. Siempre me critican por snob pero jamás hubiera estado en la entrada gritándolo por celular, como esas comadres que parecía intercambiaban domicilios o estuvieran pidiendo un crédito. Y ninguna se daba cuenta de las sendas picadas Caperana y Planella que estaban justo cruzando la calle, del pasto seco en las veredas que conducen al cementerio o de los conventillos oscuros que flanqueban cada lado de los taxis.

Lugar de apostadores con tufo de vino, el Hipódromo no parecía ser propietario de ese glamour de loca fina. Salvo por los caballos encabritados de la entrada, sugerentes en su falta de jinete (imaginación no me falta) y las reminicencias apolilladas a Ascott. La caravana de regias era interminable y yo ahí con mi boleto fiado sintiéndome también como una princesa de un palacio radical.

Buena música adentro pero a falta de aire me lo pasé afuera. Ya no estoy para estos trotes, y aunque nunca alcancé a galopar, igual algo me distanciaba de este circo que seguramente se congregaba de cuando en cuando, esperando levantar carpa ante la menor insinuación de ese cuerpo de gimnasio que se mueve al compás del house, del dub y el minimal que seguramente pocas saben reconocer.


¿Por qué será que todas me parecen tontas? Metido ahí fui uno más no más y daba lo mismo mi polerita de diseñador-emergente-reniega-de-Armani, mis pasos de yo-escucho-a-Luomo y mis anteojos de yo-leo-mucho-a-Foucault. Fui una pura vez y ya todas me parecían miembros de un culto, de un iglesia que recita otras letanías tecno y celebra la liturgia propia de la comunidad que se reconoce. Tanto códigos e invitaciones secretas tienen un sentido. Y es que el precio selecciona y aquí no se vienen a meter rotos aun cuando estar ahí, en ese pedazo de Santiago, era casi como un acto colonial.

Y bueno, a lo mejor en esas sombras se puede bailar más tranquilo. No se necesitan los vedetos de Bellavista y nadie espera a las transformistas practicar su ballet, ese que lanza a la cara todas nuestras contradicciones en lo que socialización sexual refiere. Ahí no hay Nelson Mauris arribistas porque todos están arriba. Aquí no viene ninguna peluquera que no corte el pelo de Lyon para allá. Todos lindos, para qué mentir, pero vaya saber uno si de tanto mirarse no se aburren.

Esto es como esas páginas sociales donde al final todos se ven igual por pertencer a las mismas familias que durante siglos se han cruzado. Mi sangre tiene otra tinta, definitivamente y la búsqueda del padre me arrastra más hacia la picada sombría que hacia el pabellón de luces donde terminé bailando.

Prefiero los carnavales del otro día, donde al final se pelea con el mal gusto y el pésimo gusto de tener leyes en contra en la vida civil. Pero eso es más modernizante que esta cofradía de señoritos que después van a la pega con la motivación de poder comprar este pedacito de libertad y seguir rentando de esa tierra como el abuelo vasco.

A mi que me registen a la entrada, ya no estoy para acrobacias y creo que de este circo no necesito reportear más.

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