martes, 10 de junio de 2008

Mercado Rosa

Las noticias dan cuenta del doble estándar en Chile. Vaya novedad. Esta vez, a propósito del Mercado Rosa, la muy siútica manera de hablar de los negocios colizas. Siempre en relación con el público objetivo, claro, porque algunos entrevistados a veces se apuran en aclarar que sus hormonas andan ordenaditas, como si sus clientes fueran puras tontonas que no podrían tener jamás una empresa.

Es parte del contrasentido del mercado: quizás habrá gasfiteros a los que se les apaga el calefón, que a lo mejor no se ven; pero no cabe duda que hay arquitectos a los que se les llueve la pieza. Es que cuando las necesidades de los pobres se resuelven, al menos en apariencia, el hombre se puede dedicar al consumo hedonista de bienes y productos. Entonces lo que se transa ya no es la capacidad de proveer alimento, sino el resquicio de preparar el charquicán con merquén egipcio.

En eso las comadres colas llevan la delantera. El gremio se ha especializado en el dominio de lo exquisito, quizás por un pasado reciente que obligó a esconder el cuerpo y sus apetitos tanto como fuera posible. Pero ahora, esa capacidad de ir contra la naturaleza les otorga un pedestal más alto en el manejo de los símbolos. En el lenguaje del mercado actual, la sofisticación la lleva, empujando siempre más allá los diseños y los costos, por el puro ejercicio estético más que por los cambios en las materias primas. Puro valor de cambio, como diría Marx.

Premiando la adolescencia eterna, esa que no tiene hijos pero que cada vez tiene más plata, los caballeros del pañuelo rosa derrochan millones. Harto tiempo escondieron los billetes en los vuelos de sus camisas; ahora pueden exhibirlos. Al otro lado, el mercado estará con los brazos bien abiertos. Lo que no se nota es como esta nueva realidad –que en Chile dista de mostrarse públicamente- finalmente pervierte la liberación aparente del homosexual criollo.


Primero, porque no todos ganan tanto dinero como para calzar zapatos Dior por la vida. Al mercado rosa no le gustan los patipelados. Segundo, porque los pocos que sí pueden implementar estos lujos abandonan las ganas de dar otras luchas, seducidos por el reconocimiento instantáneo que ofrece la vida. Tercero, porque los que tienen espacio para pelear por su validez viven también en el espacio de la vanidad, como cualquier hombre, y de no tener alguna reflexión previa, se convierten en simples resentidos.

Las distinciones por lo tanto, no se anulan, por el contrario se fortalecen. Ya ha sido escrito aquí que el capitalismo se alimenta de los márgenes, del terreno donde se puede especular y generar valor puramente simbólico a los bienes. Qué necesidades creadas ni nada, la moda la manda un gobierno que no es de este mundo, donde todos pasamos frío pero nos abrigamos distinto. Ese mismo gobierno que esconde los negocios aun cuando en la noche brillen con más neón que el resto del vecindario, o que al revés, disfraza con exclusividad la marca de los marginados.

No se ven las costureras que por cien pesos pegan botones Zara en las camisas que su hijo maricón no podrá comprar en San Ramón. No se ven las pestañas quemadas de este payaso que trata de conseguir fama sacando lustre de un pecado recurrente, cada día investido con un chaleco nuevo. No se aprecia el cáncer cultivado en un balneario reluciente de la costa azul francesa. No se nombran los dueños de negocio que hacen la nata con los colizas que buscan un espacio para sentarse y dejarse ver.

No se que tanta libertad se ha conseguido con la visa de encaje. La de la plata y la de la carne.

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