viernes, 6 de junio de 2008

Cruz pal cielo

El ego del hombre es materia bíblica desde sus inicios. Ya nos relata Babel que Dios tuvo que confundir al hombre para evitar que su orgullo le pisara los talones en las nubes de la antigüedad.

Envalentonado, poco a poco fue aprendiendo a cocer los ladrillos que permitieron crear su propio Edén maltrecho en la tierra, prescindiendo del resto de las creaturas que adornaron el génesis. Celoso, con los años reemplazó la caverna por la casa donde él era su propio señor. Es que el dominio de las manos y el fuego no puede hacer sino otra cosa que construir un mundo a su imagen y semejanza. Cabe preguntarse si no pasó eso hace poco, cuando Le Corbusier se puso hablar de escalas antropométicas.

Pero antes que la misma arquitectura, el hombre decidió encaramarse al cielo, quizás emulando al judío Moisés que subió al monte para aprender la Ley. Arriba, se puede mirar el mundo mortal, trascendiendo el propio vértigo, prescindiendo de la seguridad del suelo. Arriba, se simboliza toda la potencia de la humanidad, que modela su propia vida con torres cada vez más infinitas.

Salimos del bosque para aprender a trepar en ascensores otra vez. Parece que abajo la pobreza abunda, el aire se enrarece. Para solucionarlo, inventamos los rascacielos, para ahorrar espacio pero no vanidad.

Y desde hace un siglo que la competencia no cesa. Cuando en Chile nos aventuramos recién a querer ganarle a los terremotos con un monolito en la Costanera, en el resto del planeta hace rato nos dejaron atrás. Es cosa de enterarse de lo que pasa en Dubai y comprender que los árabes no se van con chicas.

Porque aunque no lo parezca, como en Babel, el rey se confunde en su elevada prisión. El juramento del hombre es propasarse a sí mismo una y otra vez, acaso para dejar maravillas de trascendencia. No importa que en el camino haya que escalivizar a indocumentados pakistaníes, no importa que al otro lado del Golfo Pérsico la gente no tenga donde vivir. Para los socios de Occidente, exportadores de tecnologías y vicios, los edificios de Oriente son la última frontera.

Esta gran construcción requiere obreros cada vez más ensombrecidos por el concreto que tiran al aire. El látigo antiguo ha sido reemplazado por el salario relampagueante que alcanza para poco. Al menos allá es así y acá parece que es parecido. Cruz pa'l cielo entonces, que allá arriba el dinero asegura cercanía con lo divino, pero que acá abajo se ve ridículo de tanto faltar aire para respirar.

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