martes, 24 de abril de 2012

Enfermo de homofóbico

No quiero entrar precisamente en una polémica. Prefiero encender una alerta. Las líneas que siguen son una respuesta a un discurso preocupante que insiste en situar la homofobia como una enfermedad.

Espero no ser malinterpretado, pero a propósito de la formalización de los atacantes de Daniel Zamudio, este es un discurso que se instala en todos los comentarios colgados de la noticia. Y es fácil decir que para explicar la salvaje golpiza quien está enfermo es el homofóbico y no el homosexual. De ahí un paso a desear el manicomio o el pelotón de fusilamiento para los procesados. Sin embargo, si uno examina esta secuencia , es fácil comprobar cómo el mismo tratamiento que durante tantas décadas se le propinó al homosexual en ejercicio ahora se quiere aplicar para otro "desviado". Por eso, describir la homofobia como una enfermedad es una operación sumamente tramposa, porque no nos permite salir del marco referencial con el que miramos el orden social, un orden global que  permite la agresión cotidiana, la violencia solapada hacia los homosexuales que se desliza en preguntas del tipo "y cómo están las pololas", "y me imagino que te casaste" pasado una cierta edad.  Porque la homofobia NO es una enfermedad, es una manera de relacionarse que está asentada en el seno mismo de la sociedad.

La homofobia es algo mucho más profundo, es una suerte de estado basal, una agresión que es el subproducto de las operaciones que definen socialmente qué significa ser hombre o ser mujer. Y de eso nadie se libra. Es una tecnología en el sentido de Foucault, que ahora busca otra víctima para no ver cómo el médico está en realidad enfermo. Luego, la homofobia no cambia con la declaración de patología, no cambia con declarar a Zamudio un mártir y secar en la cárcel a sus agresores homofóbicos. Que si la homofobia fuera una enfermedad, ellos podrían entonces pedir clemencia por su discapacidad. Y eso, sabemos, sería tremendamente injusto. La homofobia no cede con decir por televisión que en Chile hay un antes y un después de Daniel. La lucha por vencer la homofobia no se gana a costa de sumar mártires y tener un botón de alerta para denunciar cada agresión institucional. Porque así le damos alimento a los estúpidos que piensan que somos unos histéricos sin cuestionar su propia barbarie. Y por la misma razón, lamentablemente, la lucha contra la homofobia se gana menos aún al pensar que los homofóbicos son en realidad gays encubiertos.

Asumir sin crítica esta última cuestión es olvidar que a veces las mujeres heterosexuales pueden ser las más terribles para condenar a un maraco. Que cosas tan anodinas como la farándula televisiva ordenan de manera precisa los escalafones de la buena sexualidad, situando siempre al coliza como el enemigo que la destroza con sus comentarios venenosos (cierto Jordi?) Por eso es importante el análisis cualitativo de nuestro propio discurso, porque aunque seamos homosexuales, hemos crecido en un marco homofóbico que también evalua nuestra propia sexualidad desde dentro. Porque aún asumidos y todo, la discriminación  es transversal, donde la búsqueda incesante por reconocer quién es la más loca o quién es el cola más reprimido es un signo de homofobia instituido incluso en el corazón mismo del mundo gay. ¿O cuántos entramos al mujereo, pensando secretamente: "no, si total es broma"? ¿O estamos tan dispuestos a asumir mientras leemos esto que en lo más profundo de nuestro ser somos en verdad afeminados reprimidos? 

Si al pensarlo -tal como yo- nos recorre un frío por el espinazo, ergo, la homofobia no es sino simplemente la reproducción de un orden social que supone la heterosexualidad como única alternativa, dentro del cual el homosexual viril tiene un pecado menos, como diría Daniel Borrillo. Porque al final todos aprendemos que se debe despreciar al hombre o la mujer que "no se comporten como tal". Si no que le pregunten a Jorge Reyes y su declaración. Pero acusarlo a él, por ejemplo, como enfermo de homofóbico es un contrasentido. Para hacer un buen diagnóstico, creo, hay que partir por reconocer que hasta nuestras propias madres han sido homofóbicas, como nosotros también lo hemos sido y que la inconsciencia no nos deja alternativas. Homofobias en el discurso hay muchas. Tal como Eric Fassin señala, dependiendo de la posición social donde estemos lo que cambian son las formas pero no los contenidos. Así, no porque seamos mas instruidos sobre la homosexualidad, seremos más prudentes para hablar o seremos diferentes de los agresores de Daniel.

No es una buena operación entonces querer patear la enfermedad para fuera, como si las cosas relacionadas con la homosexualidad -el serlo o el odiarlos- fuera un suerte de bomba que hay que hacer correr lo más pronto posible. A ver a quién le explota en la cara.  Porque los cambios sociales no se realizan sabiendo a quién es mejor darle la pastilla, un psicotrópico para calmar la desviación. Como cualquier cambio hay que empezar primero por uno. El respeto a lo distinto no requiere condolencias para el enfermo, requiere un proceso que comience por saber hasta qué punto todos somos iguales en la falta. Yo que soy homosexual no estoy enfermo, eso es seguro, pero muchas veces he excluído a mis pares y he tenido la fantasía de dar vuelta a uno de esos abogados bien cartuchones. ¿No estoy entonces por medio de la fantasía legitimando un discurso que no tiene nada de enfermizo sino de cotidiano?

Y si todavía queremos ver la homofobia como una enfermedad, partamos entonces por decir que es una cuestión crónica, y más que una infección es una mutación que llevamos dentro. Todos estamos entonces contagiados. Que sea entonces ese el miedo que nos impulse a salir de la excepción para entrar en lo que nos constituye como sociedad.

martes, 17 de abril de 2012

Cuestión de lealtad

Sucedió mientras pensaba escribir esto. No habia abierto el computador luego de la comida familiar de despedida. Estaba en mi pijama triste y fue entonces cuando me pilló el temblor. Obvio, el primer remezón es una pequeña alerta, donde los años nos han enseñado a no correr como locos. Nobleza obliga, hay que educar el cuerpo y observar tranquilo como el vaivén de la tierra sigue y dice lo que hay que hacer.


Si la cosa no para -pienso- seguro me quedo en tierra mañana. Ya es segunda vez que un terremoto me impediría viajar. Mientras el temblor sigue y mis hermanos se aferran de una puerta, en la escalera algunos vecinos gritan algo indistinguible, las alarmas de los autos estacionados se encienden y los perros ladran. El sonido confuso agrega desorden mientras mi espinazo está petrificado de tensión.

No fue un terremoto, es verdad, pero la tierra se movió lo suficientemente fuerte como para hacerme sentir que la pared de la cual me afirmaba de pronto se había vuelto líquida. Ni que esta tierra se hubiera apurado en hacerme una despedida con un pie de cueca. Cuestión brutal, seguro, que un terremoto nunca es un chiste y que un temblor como el de anoche ha desvelado a varios. Esa calamidad que siempre está al acecho. Ese cuestionamiento intermitente de aquello que tenemos por cierto, nada más concreto que el piso donde vivimos. Y sin embargo, en la víspera de una nueva partida, el sustito que alargó mi noche me hizo ser solidario con todos quienes en ese segundo vivimos la incertidumbre de no saber si el zamarreo sería una anécdota o algo más que eso.

Me voy del país entonces con este recuerdo, como si no saber qué sigue, como si abandonar la tierra como fuente de certeza fuera el mandato a seguir. Como si acaso la tierra sacudiéndose no fuera un signo de aquello que por incierto se tiene seguro. Tal cual como los recuerdos de Chile que cambian de tanto en tanto. Y yo sin embargo, como siempre lidiando mal con las despedidas. Lo que me ata a esta tierra es demasiado y tan porfiado como este pueblo me empeño en habitar un lugar tembloroso, a no decir nunca adiós ni a mi madre, ni a mi padre, ni a mis hermanos, ni a mis amigos. Ni a los espacios donde mi cuerpo cambió. Ni a la rabiosa contradicción que nos atraviesa como una falla: con la misma incertidumbre de un temblor, cada relato que coseché en esta venida es un cuento adicional en el misterio de la vida, donde al hombre lo mismo se lo mata que se lo quiere, donde al homosexual o la lesbiana lo mismo se lo esconde que se lo cuida. 

Me voy a un país donde nunca tiembla y donde aparentemente la vida es más fácil. Pero mi lealtad está aquí. Lo de allá es serle fiel a un proyecto. Un proyecto para entender mejor lo que nos pasa como país, para comprender cómo es posible recomponer los recuerdos y mi propia posición en la vida. Espérame en París mi amor, que ya llego. Y espérame Chile que ya volvemos juntos. A los amigos que no saludé en esta pasada les pido disculpas, confío en volver para cumplir con los abrazos debidos. Sepan todos que entre la ciudad de la luz y la luz que pestañea cuando Chile temblaba otra vez, prefiero la intermitencia de la segunda. Aun cuando a la primero le deba la distancia que me permite escribir esto sin quedarme en el temor de una noche terremoteada. 

Como la despedida de anoche, me voy movido. Pero como en el susto de anoche, no estoy solo. Una vez salte del suelo sentiré otra vez como venir y estar acá me ha permitido tener la fuerza para despegar. Los quiero mucho.


jueves, 5 de abril de 2012

Mariposas en la Iglesia

Podría ser una capilla chica. Poco más que una casa con ventanales grandes.  Un oratorio ubicado en cualquier parte de Chile. Uno de comunidad mediana, sin grandes benefactores ni recursos para copiar un templo de Europa.  La gruta del fondo adornada con flores de género que nunca se secan. El Jesús crucificado de madera al centro, extraño en su tosquedad que lo hace parecer infantil. El espacio de un coro que pocas veces tiene más que una guitarra. Imágenes de santos que parecen sacadas de un póster, que parecen páginas de un mismo calendario. Y alrededor de ellas decenas de mariposas de papel. Rojas, blancas, azules, moradas, amarillas y verdes. De papel lustre del colegio, de cartulina con el borde Artel que no pasó por la tijera del artesano, de celofán e incluso de papel de regalo.

Mariposas pegadas con cinta adhesiva a la pared. Con tanto polvo encima que hacen pensar cuánto tiempo llevan pegadas ahí. No hay modo de saber quién las fabrica, cuánto tiempo se tardaron las manos en plegar la materia que ahí colgada adornan un santuario popular con el insectario que afuera de la capilla está cada vez más escaso. Sin otra pretensión que adornar un lugar que tiene que ser diferente a la monotonía que reina allá fuera, la actividad constante del trabajo, del campo, de la oficina, de la micro o el camino de tierra.

Seguro, de una capilla más pituca las hubieran volado todas. Una comunidad que adquiere prestigio en este país debe necesariamente velar por tener una iglesia más bonita. Racionalizar los materiales y la decoración. Alabar a Dios con las nuevas tendencias de la arquitectura y un coro más afinadito. ¿Y por qué no, acaso nadie está ajeno a querer tener una casa más bonita para celebrar una fiesta? Yo no culpo a los curas o los feligreses estirados que no quieren a las mariposas en la iglesia, total es la buena costumbre, es el deseo de tener un lugar lo más presentable para acordarse de cómo son las cosas en el cielo, donde todos vamos a ser unos angelitos piluchos felices. Además que cuando uno va a la universidad, cuando uno es más educado, empieza a ver la naturaleza de otra manera, quiere entender el orden profundo de las cosas y unas mariposas de papel más que ayudar distraen.

Pero las mariposas siguen ahí aferradas a esa capilla sencilla que se niega a morir por el puro empeño de la comunidad que ahí aprendió a encontrarse para varios eventos. Aunque sea más por inercia que por verdadera adhesión al catecismo. Aunque sea con el pretexto de la procesión que es la antesala para la tomatera donde los hombres y las mujeres se acuerdan de los placeres del cuerpo. Aunque sea el fruto de ese sincretismo que a algunos les hace arriscar la nariz. Como si en la iglesia el cuerpo de verdad quedara fuera, como si la pureza de la misa implicara lavarse las manos tanto como para olvidar que recorrieron otro cuerpo sin querer necesariamente procrear un hijo.

Yo colgaría las mariposas de papel también sobre las sotanas de los curas, para adornarlas quizás un poquito, para llamar la atención sobre el cuerpo que existe bajo ellas. Que por esa negación hoy la capilla se puede quedar vacía, cuando afuera el cuerpo y la intimidad son cada vez más un articulador del orden social. Porque ahora importa siempre ser coherente con el cuerpo y el deseo, por eso una mariposa homosexual que se precie de tal no querrá pisar jamás una iglesia, el hito más visible del castigo a su identidad. Como si ser el mariposeo orgulloso no implicara negociar a veces en el trabajo la propia apariencia. A mí no me convence esa postura, ni tampoco la del homosexual piadoso que piensa que quien abomina de la Iglesia es un pobre sujeto enrabiado y un poco ignorante al final. Porque ni el rabioso ni el piadoso han querido ver las mariposas pegadas en la iglesia, el empeño porfiado de estar ahí. Porque la distracción de la pelea política, la deconstrucción del pensamiento esencialista, siempre quedan fuera de esa capilla que subsiste queriendo parecer una casa, donde cada uno pega las fotos de su propio bienestar, de sus momentos felices, para ayudar a pasar las penas cuando la muerte nos visite.

Allá la exégesis, la hermenéutica y la colección griega de palabras que hipnotizan como las letanías. Si se trata de volver a la iglesia, ahora que estoy grande prefiero decir que da lo mismo si te quieren o no allá dentro porque al final uno llega buscando algo que nunca está muy claro, uno se engrupe con promesas que a veces son verdad y otras veces parecen una estafa. Y que uno aprendió de Dios en una comunidad que es tan ignorante pero busquilla como uno.  Por eso hoy que es Jueves Santo y el rito empieza otra vez, que a pesar que un imbécil católico pide no compadecer a un asesinado porque su deseo lo hizo ser un mal ciudadano, las mariposas en la iglesia todavía no vuelan y se aferran a la pared, homenajeando las manos que las fabricaron y las pusieron ahí.

Y es esa continuidad de la vida la que hace que querer arrancarlas no tenga sentido.