No quiero entrar precisamente en una polémica. Prefiero encender una alerta. Las líneas que siguen son una respuesta a un discurso preocupante que insiste en situar la homofobia como una enfermedad.
Espero no ser malinterpretado, pero a propósito de la formalización de los atacantes de Daniel Zamudio, este es un discurso que se instala en todos los comentarios colgados de la noticia. Y es fácil decir que para explicar la salvaje golpiza quien está enfermo es el homofóbico y no el homosexual. De ahí un paso a desear el manicomio o el pelotón de fusilamiento para los procesados. Sin embargo, si uno examina esta secuencia , es fácil comprobar cómo el mismo tratamiento que durante tantas décadas se le propinó al homosexual en ejercicio ahora se quiere aplicar para otro "desviado". Por eso, describir la homofobia como una enfermedad es una operación sumamente tramposa, porque no nos permite salir del marco referencial con el que miramos el orden social, un orden global que permite la agresión cotidiana, la violencia solapada hacia los homosexuales que se desliza en preguntas del tipo "y cómo están las pololas", "y me imagino que te casaste" pasado una cierta edad. Porque la homofobia NO es una enfermedad, es una manera de relacionarse que está asentada en el seno mismo de la sociedad.
La homofobia es algo mucho más profundo, es una suerte de estado basal, una agresión que es el subproducto de las operaciones que definen socialmente qué significa ser hombre o ser mujer. Y de eso nadie se libra. Es una tecnología en el sentido de Foucault, que ahora busca otra víctima para no ver cómo el médico está en realidad enfermo. Luego, la homofobia no cambia con la declaración de patología, no cambia con declarar a Zamudio un mártir y secar en la cárcel a sus agresores homofóbicos. Que si la homofobia fuera una enfermedad, ellos podrían entonces pedir clemencia por su discapacidad. Y eso, sabemos, sería tremendamente injusto. La homofobia no cede con decir por televisión que en Chile hay un antes y un después de Daniel. La lucha por vencer la homofobia no se gana a costa de sumar mártires y tener un botón de alerta para denunciar cada agresión institucional. Porque así le damos alimento a los estúpidos que piensan que somos unos histéricos sin cuestionar su propia barbarie. Y por la misma razón, lamentablemente, la lucha contra la homofobia se gana menos aún al pensar que los homofóbicos son en realidad gays encubiertos.
Asumir sin crítica esta última cuestión es olvidar que a veces las mujeres heterosexuales pueden ser las más terribles para condenar a un maraco. Que cosas tan anodinas como la farándula televisiva ordenan de manera precisa los escalafones de la buena sexualidad, situando siempre al coliza como el enemigo que la destroza con sus comentarios venenosos (cierto Jordi?) Por eso es importante el análisis cualitativo de nuestro propio discurso, porque aunque seamos homosexuales, hemos crecido en un marco homofóbico que también evalua nuestra propia sexualidad desde dentro. Porque aún asumidos y todo, la discriminación es transversal, donde la búsqueda incesante por reconocer quién es la más loca o quién es el cola más reprimido es un signo de homofobia instituido incluso en el corazón mismo del mundo gay. ¿O cuántos entramos al mujereo, pensando secretamente: "no, si total es broma"? ¿O estamos tan dispuestos a asumir mientras leemos esto que en lo más profundo de nuestro ser somos en verdad afeminados reprimidos?
La homofobia es algo mucho más profundo, es una suerte de estado basal, una agresión que es el subproducto de las operaciones que definen socialmente qué significa ser hombre o ser mujer. Y de eso nadie se libra. Es una tecnología en el sentido de Foucault, que ahora busca otra víctima para no ver cómo el médico está en realidad enfermo. Luego, la homofobia no cambia con la declaración de patología, no cambia con declarar a Zamudio un mártir y secar en la cárcel a sus agresores homofóbicos. Que si la homofobia fuera una enfermedad, ellos podrían entonces pedir clemencia por su discapacidad. Y eso, sabemos, sería tremendamente injusto. La homofobia no cede con decir por televisión que en Chile hay un antes y un después de Daniel. La lucha por vencer la homofobia no se gana a costa de sumar mártires y tener un botón de alerta para denunciar cada agresión institucional. Porque así le damos alimento a los estúpidos que piensan que somos unos histéricos sin cuestionar su propia barbarie. Y por la misma razón, lamentablemente, la lucha contra la homofobia se gana menos aún al pensar que los homofóbicos son en realidad gays encubiertos.
Asumir sin crítica esta última cuestión es olvidar que a veces las mujeres heterosexuales pueden ser las más terribles para condenar a un maraco. Que cosas tan anodinas como la farándula televisiva ordenan de manera precisa los escalafones de la buena sexualidad, situando siempre al coliza como el enemigo que la destroza con sus comentarios venenosos (cierto Jordi?) Por eso es importante el análisis cualitativo de nuestro propio discurso, porque aunque seamos homosexuales, hemos crecido en un marco homofóbico que también evalua nuestra propia sexualidad desde dentro. Porque aún asumidos y todo, la discriminación es transversal, donde la búsqueda incesante por reconocer quién es la más loca o quién es el cola más reprimido es un signo de homofobia instituido incluso en el corazón mismo del mundo gay. ¿O cuántos entramos al mujereo, pensando secretamente: "no, si total es broma"? ¿O estamos tan dispuestos a asumir mientras leemos esto que en lo más profundo de nuestro ser somos en verdad afeminados reprimidos?
No es una buena operación entonces querer patear la enfermedad para fuera, como si las cosas relacionadas con la homosexualidad -el serlo o el odiarlos- fuera un suerte de bomba que hay que hacer correr lo más pronto posible. A ver a quién le explota en la cara. Porque los cambios sociales no se realizan sabiendo a quién es mejor darle la pastilla, un psicotrópico para calmar la desviación. Como cualquier cambio hay que empezar primero por uno. El respeto a lo distinto no requiere condolencias para el enfermo, requiere un proceso que comience por saber hasta qué punto todos somos iguales en la falta. Yo que soy homosexual no estoy enfermo, eso es seguro, pero muchas veces he excluído a mis pares y he tenido la fantasía de dar vuelta a uno de esos abogados bien cartuchones. ¿No estoy entonces por medio de la fantasía legitimando un discurso que no tiene nada de enfermizo sino de cotidiano?
Y si todavía queremos ver la homofobia como una enfermedad, partamos entonces por decir que es una cuestión crónica, y más que una infección es una mutación que llevamos dentro. Todos estamos entonces contagiados. Que sea entonces ese el miedo que nos impulse a salir de la excepción para entrar en lo que nos constituye como sociedad.