sábado, 23 de abril de 2011

Religión y represión (Socialización coliza II)

Una de las preguntas más difíciles de responder acá en Francia es aquella que cuestiona cómo se puede ser católico y homosexual al mismo tiempo. Porque dentro de una sociedad cuya libertad sexual es un indicador de modernidad, la disciplina religiosa otorga un márgen de maniobra casi nulo cuando se trata del sí-mismo.

Creerle a la religión puede ser sinónimo de reprimido. Y a primera vista harta razón tienen: no es precisamente una virtud cristiana el gozar del propio cuerpo con sola referencia a la sangre y las hormonas, sino que al contrario, es más propio organizar su uso en torno a una ideología sobre cómo deben ser las cosas en materia de la carne. Que del sexo solo se puede esperar un afán procreativo, una entrada regulada al misterio de la vida. Y cualquier otro gusto -se entiende- queda fuera de la voluntad divina. Por eso, en resumen, si eres católico estás en contra de la libertad de tirar.

Y aunque a lo largo del tiempo mucho de esto pueda ser cierto, y aunque cuando se habla de homofobia simplemente no se pueden obviar los desatinos vaticanos, no es menos cierto que hasta ahora el análisis prescinde de un elemento importante: toda categoría social es construida intersubjetivamente y dentro de un contexto histórico determinado. La condición humana universal se expresa siempre de distintos modos.

En primer lugar, no se puede obviar el escenario complejo de la relación entre religión y represión. Porque la distancia entre lo que se quiere hacer y lo que se termina haciendo, entre la expectativa y la experiencia, es tan antigua como el ser humano. No hay cientista social serio que confíe ciegamente en el discurso, sin intentar observar la práctica real ejercida por los individuos o los grupos. Pensar que todo católico cola vive siempre reprimido sería situarse en la postura del que todo lo sabe. ¿Y no es acaso eso, lo mismo que se acusa al cristiano?

En mi caso, si se habla de religión no se puede dejar de mirar la experiencia propia del sincretismo latinoamericano, donde la lógica de la santería, del canto charangolino y la coreografía medio mamona de los grupos juveniles dan cuenta de un uso indiscutido del cuerpo para misionar. Pero tampoco se puede dejar de comparar la religiosidad popular con la liturgia más selecta y culta donde tales permisos son mucho más escasos y cuyas caracteristicas más contenidas han tendido a ser privilegiadas por ese orden institucional que muchos critican. Igualar sin cuestionar religión y sexualidad reprimida, es olvidar a las prostitutas que se encomiendan a la Virgen, a los camioneros huecos que llevan un San Cristóbal siempre colgando en el retrovisor, o a los colitas que no dudan poner un crucifijo tras la puerta de su recién comprado departamento.

En segundo lugar, no existe una observación de la represión social desde un sitial absolutamente libre. Cuando ocurrieron las revoluciones sexuales de finales del siglo XX se separaron la regulaciones del cuerpo erótico de otros campos normativos de la sociedad. Al punto mismo de ir más allá de la distinción clínica entre heterosexualidad y homosexualidad, para entender toda la diversidad queer. Michel Bozon dice que, en medio de todos estos cambios, hoy es el propio individuo quien es responsable de la coherencia de sí mismo en materia sexual. Sin embargo, no se puede afirmar que "nueva sexualidad" esté exhenta de un nuevo orden igual de regulador, esta vez respecto a la exigencia del uso siempre caliente del propio sexo. Se juzga la sexualidad desde la performance y así el homosexual que se "libera" está de alguna forma obligado a ser hipersexuado, sin considerar las distintas posiciones que este puede tener en el espacio social. Si dicha obligación al sexo es verdad, ¿quién es más reprimido: los que no tienen orgasmos todos los días o aquellos que no pueden no tenerlos?

Si se absolutiza la sexualidad como dominio absoluto, y se absolutiza también a su enemiga religión, es fácil entender porqué la contradicción entre ser católico y coliza es tan grande. Pero si se entiende la vida espiritual como parte de una construcción diacrónica, si se observan los intersticios donde la creencia religiosa forma parte de la amalgama social, la contradicción con el catecismo no es sino una oportunidad de abrir un nuevo espacio de identidad.

Todo cola católico siempre vive un minuto donde no sabe bien cuál es la realidad correcta. Y al mismo tiempo espera encontrar a otros para terminar de definir su propia identidad y salir de su encierro aparente. La verdadera libertad de dicho proceso, la que Dios permite en la historia pero que el orden conservador preocupado de su capital simbólico rechaza, está precisamente en la posibilidad de tomar distancia de las cosas: de la misa, del aula, de la discoteca y del bar. Y comprender que en todos ellos hay claves de lo permitido y lo prohibido. Un análisis situacional de la propia vida recupera precisamente esa sensualidad que hay en cada lugar y cosa, superponiendo los sentidos a las etiquetas. Y si uno se considera creatura, si quiere todos los días volver a serlo, no hay más que seguir el escabroso camino de vuelta hacia el paraíso terrenal.

Yo para responder a la pregunta del inicio sólo puedo decir que, como siempre, hay que afinar la mirada miope. Porque de la represión se sale al mirarse en el espejo y saber que nunca se tiene todo aprendido. Sentir la corona de espinas que clava el pensamiento y pensar en quienes carecen de esta necesaria distancia. Y que tal como la religión enseña, solo se vive intensamente en el segundo presente, sabiendo todo el tiempo que hay un más allá que todavía no se conoce.

viernes, 22 de abril de 2011

Acto de santidad

Hace muchos años ya, cometí un acto deleznable. Estaba de misionero en el sur, de jefe de un grupo de ocho, en alguna parte del campo entre Florida y Bulnes. Durante diez días fui una suerte de autoridad eclesiástica en ese apartado rincón del Bío-Bío, nombrado ministro de comunión temporal y temporero.

Todos los días llevaba conmigo una especie de cajita, pequeñita, me cabía en el bolsillo de la camisa. Yo la cargaba ahí precisamente para tenerla cerca del corazón, a ver si en una de esas se me limpiaba por osmosis. Además que habría sido feo llevarla en el bolsillo del pantalón. Como quien carga un pañuelo, las monedas o las llaves, aunque no tenía ningún empacho en decirle a la gente que Jesús era consuelo, riqueza del alma y entrada al paraíso. Movido por un espíritu celoso, conciente de la seriedad de la tarea, cuidaba aquel viático como si fuera mi propia vida.

Todo se fue al carajo la séptima noche. Estaba solo en la cocina, me había ofrecido a lavar los platos para que el público descansara. Mis únicos compañeros en aquella soledad eran los gatos de la casa donde alojábamos. Flacos como ellos solos se hacían los simpáticos al reconocer mi autoridad sobre la comida. Felino como yo solo, no resistí la tentación de convidarles los restos de salchichón que nos quedaban. Y siendo jefe de las misiones, humilde como buen cristiano, me incliné para repartir el alimento, nada que ver tirarlo al voleo con desprecio fariseo. Sin embargo, la bondad de mi gesto se transformó en terror cuando veía -en cámara lenta- cómo desde mi doblado pecho volaba la cajita con las hostias.

Fui testigo de la eternidad segundo inmensos después, cuando el cuerpo de Dios volaba por los aires al rebote del piso. Y otra eternidad mediante presencié como los gatos no distinguían carne de pan, e indolentes -o bien cristianos piadosos- devoraban sin discreción lo uno y lo otro. Sobrevivieron unas pocas ofrendas, las que recogí compungido y muerto de culpa. Si al menos a los gatos se les hubiera puesto el pelo brilloso o les hubieran salido alas... Pero se fueron a dormir sin saber lo que hicieron, lamiéndose el pelaje para arrancarse las pulgas de siempre.

Por suerte el cura a cargo de todo era mi amigo, y supo contener bien mi lamento y mi vergüenza del día siguiente. En esos días la religión era para mi un sistema de normas que -sonrisas cosechadas luego- me hacía sentir que yo tenía un buen rol que cumplir en este mundo. Todo a mi alrededor estaba construido de tal manera que incluso los cismas personales tenían un buen sentido. Y aunque sigo pensando esto, y aunque casi diez años más tarde no sienta ya en el corazón que debo arrepentirme por ser homosexual, la pregunta sobre cómo mis creencias me hacen interpretar lo bueno y lo malo de los actos cotidianos sigue vigente.

Hoy vivo mi primera Semana Santa fuera de Chile. Acá hoy viernes no es feriado, hay ruido de martillos y taladros en la remodelación de una tienda frente a la casa. Como es habitual la gente se grita en la calle si los autos avanzan lento y las motos insisten con su zumbido de tábano. No hay retiros, no hay carreras por comprar pescado. No hay transmisiones tranquilas por la radio. El pan se parte con cuchillo como todos los días. Las pocas misas son eternas y tan solemnes como nunca había visto. Extraño un poco el charango de Santiago, aunque en el fondo me cargue esa contradicción de escuchar instrumentos de izquierda en la comunidad, pero sin cuestionar las creencias cotidianas que mantienen la jerarquía entre el estado laical y el doxo sacerdocio.

Cuando en materia religiosa se experimenta un desorden, es fácil apelar a los fanatismos de cada lado. Los del mundano quehacer del laico y los del cielo inalcanzable de la virtud religiosa. Hoy por ejemplo, estoy invitado a una exposición de arte donde -probablemente a modo de protesta- veré crucifijos hechos con falos de hombre. Que la religión es una normativa que impide la sexualidad libre. Que nos castiga a los que deseamos varón. Y tengo miedo que en un lugar así mi historia de los gatos beatos no cause gracia alguna. Porque ahí está mi propio desorden: me falta aún reconocer cómo para mí la religión ha sido otra experiencia más de la vida, ni la más importante, ni la que más me ha perjudicado. Ese es mi testimonio. Uno que bien podría observar un antropólogo. Aunque yo no entienda por qué aceptaba sofocarme en las procesiones, echarme por tierra en los momentos de mayor fervor y hacerle el gallito a mi orgullo intelectual cuando me largaba a rezar las veces que sentí que me penaban en mi departamento de soltero.

Si los gatos de mi historia se fueron al cielo, supongo que la comunión que les dí me abonó puntos en la libreta de San Pedro. Aunque me complica pensar que el Paraíso tendrá más ratones que la Tierra para hacer más felices a los mininos. ¿El que a mí me espera hará que Francisco y yo nos mantengamos siempre jóvenes y me regalará un abdomen plano? Tal vez no. Solo sé que de existir albergará mi claroscuro de hombre, porque ahi está mi felicidad. Y recordando que hoy es el día que murió Cristo, no he de necesitar tanto gesto externo para entender la cruz, porque la humildad la aprendí cuando esa noche me bajé del pedestal del misionero, de la tarima donde podía hablar sin dudas, y solo fui alguien asustado de perder al Jesús que llevaba en el pecho. Pero El no se fue a pesar de mis desmadres, no se fue a pesar de caminar por mi vereda chueca.

Porque así como dije la vez pasada, son los detalles los que enriquecen la historia personal. Y cuando se trata de fe, son las contradicciones el verdadero alimento. La muerte y la vida, lo prohibido que siempre deseo, la misión que nunca escuché pero que sigo sin miedo. Los ejes contrapuestos de la humanidad.

Este soy yo, ahora, sin renegar de la cruz que carga mis virtudes y mis faltas.

lunes, 18 de abril de 2011

Innovar sobre lo mismo

Un buen amigo afirmó este fin de semana que me había vuelto soberanamente monotemático. Contraído por la crónica rosa, deslavado por las teorías maricas que llevo meses estudiando, pareciera que el campo de mi discurso se anduvo limitando bastante en el último tiempo.

¿Pero podría acaso ser diferente? Tal parece que los compromisos adultos hacen precisamente eso: centrar las palabras y cerrar otros flancos temáticos para no perder potencia. Por algo existen los especialistas en innovación. Yo, por ejemplo, licenciado de la reflexión coliza, para innovar tendría que reconocer mi absoluta falta de maestría en la ciencia de levantar cohetes, en la química de la pirotecnia, en el arte de contener la respiración bajo el agua, en el oficio de horadar túneles. Incorporar esos temas sería una buena forma de escribir un blog sumergido bajo el sexo.

Ahora bien, toda acusación amerita una defensa. No es primera vez que debo cuestionarme las apariencias porque estas importan. Y si de expectativas se trata, cabe preguntarse entonces: ¿Es mejor ser parte de una ciencia que brinda certidumbres, comprometer sólo la opinión especialista para parecer fiable, o más vale relatar los terrenos escabrosos de la fantasía, de los contenidos al cual el espíritu todavía es incapaz de poner palabras y serle infiel a la experiencia?

Tal como lo dijeran los moros en España, ser un infiel es marchar por fuera del camino del Iluminado. Aquel sendero que la religión onmisciente desacredita, remitiéndolo a la magia de los hechiceros, al que habita en lo bajo, lo oscuro, lo que no se nombra. Religión que, paradojalmente, versa sobre lo dogmático de lo desconocido. A quien piense distinto -la historia lo dice- más vale eliminarlo a sangre y espada. Y sin embargo son los muertos quienes terminan por abonar la misma tierra donde después se construye la catedral, o por enriquecer los altares de la religión del lado.

Sin dogmas todo son expectativas, con ellos todo se vuelve relato. Y desde ahí el principio de toda reflexividad: asumir la particular posición del observador, en el tiempo donde se sabe un poco y de desconoce otro tanto. Yo ya no podría volver a las mismas encrucijadas de ayer, estoy en un lugar donde sé tanto más y tanto menos sobre este camino. Los juicios del pasado tienen hoy una pátina de dulce. Si intentara volver para estar seguro, arriesgo una monotonía que bien valdría la pena de la acusación inicial. Mejor acusen a Sísifo quien siempre empuja la misma piedra, porque yo, acusado de monótono, apuro el tranco para perseguir mi propia roca, que ahora rueda veloz con la inercia que le dió mi primer empujoncito.

Mi defensa es por tanto esta: estoy afinando el oído para captar el sonido de alta fidelidad que hay detrás de lo que pienso y lo que intuyo. Renuncié a las grandes variaciones melódicas, porque el arte de ser hombre está en los pequeños detalles. Esos que hacen parecer la historia -lo que se repite siempre, pero también lo que invento- una cosa siempre cambiante. Y si la letanía de los vivos es la invocación a los que se dejó en la tumba, tal vez solo necesito un martirio de San Sebastián coliza para darle razón de fiesta a mis amigos católicos después de muerto. O quizás solo deba trazar la piel ajena para hablar sobre la geografía de la homosexualidad, sin equivocarme en la ortografía del francés. De ese modo -y sin dejar de renunciar a las certidumbres que hoy por hoy predico- estaría un paso más cerca de poblarla con la fantasía que toda obra humana necesita.

Y sin salir de mi espíritu estaría innovando. Y yo, que inventé el curso intensivo para relajarse, que me titulé de cola sin haber hecho la práctica, debo recordar medio dormido que no por nada siempre me gustaron los fantasmas y las cosas viejas, esas que -innovando sobre lo mismo, volviendo del pasado- me tiran hacia la noche bajo el neón del siglo XXI.