viernes, 22 de abril de 2011

Acto de santidad

Hace muchos años ya, cometí un acto deleznable. Estaba de misionero en el sur, de jefe de un grupo de ocho, en alguna parte del campo entre Florida y Bulnes. Durante diez días fui una suerte de autoridad eclesiástica en ese apartado rincón del Bío-Bío, nombrado ministro de comunión temporal y temporero.

Todos los días llevaba conmigo una especie de cajita, pequeñita, me cabía en el bolsillo de la camisa. Yo la cargaba ahí precisamente para tenerla cerca del corazón, a ver si en una de esas se me limpiaba por osmosis. Además que habría sido feo llevarla en el bolsillo del pantalón. Como quien carga un pañuelo, las monedas o las llaves, aunque no tenía ningún empacho en decirle a la gente que Jesús era consuelo, riqueza del alma y entrada al paraíso. Movido por un espíritu celoso, conciente de la seriedad de la tarea, cuidaba aquel viático como si fuera mi propia vida.

Todo se fue al carajo la séptima noche. Estaba solo en la cocina, me había ofrecido a lavar los platos para que el público descansara. Mis únicos compañeros en aquella soledad eran los gatos de la casa donde alojábamos. Flacos como ellos solos se hacían los simpáticos al reconocer mi autoridad sobre la comida. Felino como yo solo, no resistí la tentación de convidarles los restos de salchichón que nos quedaban. Y siendo jefe de las misiones, humilde como buen cristiano, me incliné para repartir el alimento, nada que ver tirarlo al voleo con desprecio fariseo. Sin embargo, la bondad de mi gesto se transformó en terror cuando veía -en cámara lenta- cómo desde mi doblado pecho volaba la cajita con las hostias.

Fui testigo de la eternidad segundo inmensos después, cuando el cuerpo de Dios volaba por los aires al rebote del piso. Y otra eternidad mediante presencié como los gatos no distinguían carne de pan, e indolentes -o bien cristianos piadosos- devoraban sin discreción lo uno y lo otro. Sobrevivieron unas pocas ofrendas, las que recogí compungido y muerto de culpa. Si al menos a los gatos se les hubiera puesto el pelo brilloso o les hubieran salido alas... Pero se fueron a dormir sin saber lo que hicieron, lamiéndose el pelaje para arrancarse las pulgas de siempre.

Por suerte el cura a cargo de todo era mi amigo, y supo contener bien mi lamento y mi vergüenza del día siguiente. En esos días la religión era para mi un sistema de normas que -sonrisas cosechadas luego- me hacía sentir que yo tenía un buen rol que cumplir en este mundo. Todo a mi alrededor estaba construido de tal manera que incluso los cismas personales tenían un buen sentido. Y aunque sigo pensando esto, y aunque casi diez años más tarde no sienta ya en el corazón que debo arrepentirme por ser homosexual, la pregunta sobre cómo mis creencias me hacen interpretar lo bueno y lo malo de los actos cotidianos sigue vigente.

Hoy vivo mi primera Semana Santa fuera de Chile. Acá hoy viernes no es feriado, hay ruido de martillos y taladros en la remodelación de una tienda frente a la casa. Como es habitual la gente se grita en la calle si los autos avanzan lento y las motos insisten con su zumbido de tábano. No hay retiros, no hay carreras por comprar pescado. No hay transmisiones tranquilas por la radio. El pan se parte con cuchillo como todos los días. Las pocas misas son eternas y tan solemnes como nunca había visto. Extraño un poco el charango de Santiago, aunque en el fondo me cargue esa contradicción de escuchar instrumentos de izquierda en la comunidad, pero sin cuestionar las creencias cotidianas que mantienen la jerarquía entre el estado laical y el doxo sacerdocio.

Cuando en materia religiosa se experimenta un desorden, es fácil apelar a los fanatismos de cada lado. Los del mundano quehacer del laico y los del cielo inalcanzable de la virtud religiosa. Hoy por ejemplo, estoy invitado a una exposición de arte donde -probablemente a modo de protesta- veré crucifijos hechos con falos de hombre. Que la religión es una normativa que impide la sexualidad libre. Que nos castiga a los que deseamos varón. Y tengo miedo que en un lugar así mi historia de los gatos beatos no cause gracia alguna. Porque ahí está mi propio desorden: me falta aún reconocer cómo para mí la religión ha sido otra experiencia más de la vida, ni la más importante, ni la que más me ha perjudicado. Ese es mi testimonio. Uno que bien podría observar un antropólogo. Aunque yo no entienda por qué aceptaba sofocarme en las procesiones, echarme por tierra en los momentos de mayor fervor y hacerle el gallito a mi orgullo intelectual cuando me largaba a rezar las veces que sentí que me penaban en mi departamento de soltero.

Si los gatos de mi historia se fueron al cielo, supongo que la comunión que les dí me abonó puntos en la libreta de San Pedro. Aunque me complica pensar que el Paraíso tendrá más ratones que la Tierra para hacer más felices a los mininos. ¿El que a mí me espera hará que Francisco y yo nos mantengamos siempre jóvenes y me regalará un abdomen plano? Tal vez no. Solo sé que de existir albergará mi claroscuro de hombre, porque ahi está mi felicidad. Y recordando que hoy es el día que murió Cristo, no he de necesitar tanto gesto externo para entender la cruz, porque la humildad la aprendí cuando esa noche me bajé del pedestal del misionero, de la tarima donde podía hablar sin dudas, y solo fui alguien asustado de perder al Jesús que llevaba en el pecho. Pero El no se fue a pesar de mis desmadres, no se fue a pesar de caminar por mi vereda chueca.

Porque así como dije la vez pasada, son los detalles los que enriquecen la historia personal. Y cuando se trata de fe, son las contradicciones el verdadero alimento. La muerte y la vida, lo prohibido que siempre deseo, la misión que nunca escuché pero que sigo sin miedo. Los ejes contrapuestos de la humanidad.

Este soy yo, ahora, sin renegar de la cruz que carga mis virtudes y mis faltas.

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