lunes, 18 de abril de 2011

Innovar sobre lo mismo

Un buen amigo afirmó este fin de semana que me había vuelto soberanamente monotemático. Contraído por la crónica rosa, deslavado por las teorías maricas que llevo meses estudiando, pareciera que el campo de mi discurso se anduvo limitando bastante en el último tiempo.

¿Pero podría acaso ser diferente? Tal parece que los compromisos adultos hacen precisamente eso: centrar las palabras y cerrar otros flancos temáticos para no perder potencia. Por algo existen los especialistas en innovación. Yo, por ejemplo, licenciado de la reflexión coliza, para innovar tendría que reconocer mi absoluta falta de maestría en la ciencia de levantar cohetes, en la química de la pirotecnia, en el arte de contener la respiración bajo el agua, en el oficio de horadar túneles. Incorporar esos temas sería una buena forma de escribir un blog sumergido bajo el sexo.

Ahora bien, toda acusación amerita una defensa. No es primera vez que debo cuestionarme las apariencias porque estas importan. Y si de expectativas se trata, cabe preguntarse entonces: ¿Es mejor ser parte de una ciencia que brinda certidumbres, comprometer sólo la opinión especialista para parecer fiable, o más vale relatar los terrenos escabrosos de la fantasía, de los contenidos al cual el espíritu todavía es incapaz de poner palabras y serle infiel a la experiencia?

Tal como lo dijeran los moros en España, ser un infiel es marchar por fuera del camino del Iluminado. Aquel sendero que la religión onmisciente desacredita, remitiéndolo a la magia de los hechiceros, al que habita en lo bajo, lo oscuro, lo que no se nombra. Religión que, paradojalmente, versa sobre lo dogmático de lo desconocido. A quien piense distinto -la historia lo dice- más vale eliminarlo a sangre y espada. Y sin embargo son los muertos quienes terminan por abonar la misma tierra donde después se construye la catedral, o por enriquecer los altares de la religión del lado.

Sin dogmas todo son expectativas, con ellos todo se vuelve relato. Y desde ahí el principio de toda reflexividad: asumir la particular posición del observador, en el tiempo donde se sabe un poco y de desconoce otro tanto. Yo ya no podría volver a las mismas encrucijadas de ayer, estoy en un lugar donde sé tanto más y tanto menos sobre este camino. Los juicios del pasado tienen hoy una pátina de dulce. Si intentara volver para estar seguro, arriesgo una monotonía que bien valdría la pena de la acusación inicial. Mejor acusen a Sísifo quien siempre empuja la misma piedra, porque yo, acusado de monótono, apuro el tranco para perseguir mi propia roca, que ahora rueda veloz con la inercia que le dió mi primer empujoncito.

Mi defensa es por tanto esta: estoy afinando el oído para captar el sonido de alta fidelidad que hay detrás de lo que pienso y lo que intuyo. Renuncié a las grandes variaciones melódicas, porque el arte de ser hombre está en los pequeños detalles. Esos que hacen parecer la historia -lo que se repite siempre, pero también lo que invento- una cosa siempre cambiante. Y si la letanía de los vivos es la invocación a los que se dejó en la tumba, tal vez solo necesito un martirio de San Sebastián coliza para darle razón de fiesta a mis amigos católicos después de muerto. O quizás solo deba trazar la piel ajena para hablar sobre la geografía de la homosexualidad, sin equivocarme en la ortografía del francés. De ese modo -y sin dejar de renunciar a las certidumbres que hoy por hoy predico- estaría un paso más cerca de poblarla con la fantasía que toda obra humana necesita.

Y sin salir de mi espíritu estaría innovando. Y yo, que inventé el curso intensivo para relajarse, que me titulé de cola sin haber hecho la práctica, debo recordar medio dormido que no por nada siempre me gustaron los fantasmas y las cosas viejas, esas que -innovando sobre lo mismo, volviendo del pasado- me tiran hacia la noche bajo el neón del siglo XXI.

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