domingo, 6 de febrero de 2011

Amor sin libreto(a)

Este fin de semana jugamos a Cupido. Por esas cosas que el destino propone, terminamos oficiando de tramoyas de una romántica petición de matrimonio. Y a parte de preparar todos los eventos elegantes de la jornada, resolveríamos todos los inconvenientes que -obvio- tenían que pasar en una situación como esta. Si no, corríamos el riesgo de arruinar el momento.

Porque cuando se piensa en el romance se suele acentuar efectivamente la magia que debiera poblar cada uno de los momentos. La caja que sorpresivamente guarda un anillo que a lo mejor se sospecha, se espera o incluso impacienta. Una gran parte de mis coterráneos, hombres y mujeres, sueña todavía con un momento así, tanto mejor si la luz del futuro cónyuge tiene por telón de fondo un lugar como los canales de Venecia, las buganvilias de Cartagena de Indias, o las luces de París.

Sé también que hay otros que piensan que tal tipo de romance puede ser irreal, un absurdo, una postal innecesaria y opresiva. Personalmente he deslizado algunas críticas así, sin embargo reconozco que hasta hoy, pocas veces he sincerado desde dónde se formula mi aversión hacia el barroco del amor. Si tuviera que ser honesto: es el miedo profundo a que me tilden de loca boba y melosa. Frente a eso es preferible blandir el escudo de alguna teoría, es preferible atosigarse de seco realismo antes que sacrificar el corazón sangrante sobre el lienzo de la ingenuidad.

Mas hoy prefiero dar un paso al costado y reconocer que ayer Cupido me flechó con una pregunta. Porque cuando repaso el libreto de la pedida de mano, me tropiezo inevitablemente con un dilema: y si fuéramos nosotros, quién tendría que tener la iniciativa? Quién es el que tendría que tiritar de emoción frente al diamante? Porque ni a Francisco ni a mí nos enseñaron a esperar o recibir la piedra, por el contrario, nos educaron para ser albañiles, para prometer un cierto amor eterno cortesano y para conquistar a la Otra sin las tosquedades de nuestro carácter.

Todo eso es distinción de género, y ya le pillé el hilo a lo que muchas cabezas inteligentes han pensado sobre la materia. Sin embargo, frente a la circunstancia de ayudar a un amigo a pedir matrimonio, pude reconocer que aun debajo de aquella estructura subsiste una esperanza que no soy nadie para derribar, por mucho que aún mi propia vida sufra consecuencias de un orden social construido de esta manera. De qué se trata entonces todo esto ¿de botar la tradición o de mirarla de otra manera? Porque aunque no tenga un anillo cercándome los dedos, puedo dar fe que -precisamente por no contar con ese guión para la historia de pareja- nos hemos obligado a buscar los equivalentes en otros símbolos.

Precisamente hoy reconocí en una risa compartida esa certeza. Algo tan romántico como reparar un baño estropeado nos hizo reconocer que para nosotros, quisiéramos o no, el vínculo nos ataba a lo cotidiano, al desafío de conciliar dos historias que no tienen nada en común, porque desde un principio se aprendieron con palabras que no eran compatibles y que en el diccionario todavía no lo son. Luego, el don no está en el anillo, sino en hacerse cargo de la propia basura, del disfraz que alguna vez tiene que ceder. Confiar que hay un Otro sin el cual el Yo nunca existirá completo. No es una cosa de mujeres esperando al príncipe, no es psicoanálisis convertido en religión, es sencillamente saber ceder un poco para experimentar el miedo, para experimentar el vacío de dejarse llevar, y no quedarse inmóvil frente al terror.

Yo no voy a probarle nada a la sociedad con un certificado, aun si ambos algún día llegamos a quererlo. La principal discusión no es esa, sino el reconocer que para amar es preciso confiar precisamente en aquellos campos donde no hay nada claro, que no tienen como ordenarse y que, sin las excusas de la teoría (sea esta verdadera o inventada), solo nos devuelve un reflejo desnudo de lo que somos cada uno. Esa es la discusión que va de la mano con la pedida de mano.

Hoy supimos que las carreras de ayer valieron la pena: el mundo tiene un par de novios que producen alegría de puro mirarlos. Y quejarse del convencionalismo sería a estas alturas ser un cursi de rebote. Es mejor temer convertirse en una loca resentida. Mi misión para este tiempo será entonces cuestionarme la distancia con el mundo, con lo que se tiene que hacer y con lo que me dicen que tengo que aprender. Esa es precisamente la manera de evitarme la amargura y estar dispuesto no solamente a colaborar en los sueños de amor que tengan otros, sino también a verificar las reglas que tengo escritas para mí mismo, para otra pareja de dos hombres, de dos mujeres o de dos sujetos cualquiera.

Jugando a Cupido, puedo incorporar un poquito de magia para alumbrar mi realismo, que al final del día la magia también es real.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Febrero

Hoy que hace un frío que se las pela, recuerdo los febreros calurosos del sur. Esos febreros donde el ocio era el silencio para escuchar la voz interior.

Quizás por eso recuerdo particularmente aquel febrero que me dolió por la distancia de mi primer enamorado. No tuve remedio: ese primer febrero llegó como un aluvión incontrolable de hormonas y por un tiempo destiñó todos los recuerdos de mi infancia choapina. Ese fue el primer febrero donde supe realmente para donde seguiría mi vida.

Las piedras de río que amontonaba como castillos, los columpios de sauce que ya no soportaban mi peso, las arrancadas nocturnas de La Llorona, la ansiedad por tragarse todo como si no hubiera otro verano por vivir, todo eso de pronto no significó nada. Ese primer febrero asumí que el cuerpo se me iba solo, porque quería estar al lado de otro cuerpo que parecía prohibido. Era el año 2000, el 2001 o el 2002, no sé, cualquiera de esos años que parecían el futuro. Sin embargo, yo seguía cargando esa litografía del campo, tan ajena, tan distinta a la de mis compañeros de universidad. Pienso en ese tiempo, a sabiendas que todos los febreros me esperaron aparecer de la mano de una muchacha que nunca llegó (y que de seguro mi silencio hace que algunos sigan esperando)

Esas andadas debajo de las alamedas polvorientas, arrastrando las patas, nunca presintieron que yo estaría acá. París, que era un sueño de loca siútica, inalcanzable para mi confianza de proletario y de veraneo sin mar. Todavía invisible incluso ese febrero tardío donde, aferrando mi soledad a una mochila, di vueltas por un Brasil de idioma ajeno, pero de invitación caliente. Así y todo seguiría negando para donde me llevan mis propios pasos de baile. Y sin embargo, igual extraño ese tiempo mudo, esa sordera de espejo narciso, ese tiempo perdido que hoy, a pesar de todo, forma parte de mi libertad.

Febrero ahora me pilla precisamente del lado contrario del mundo. Más que aventurero inconsciente, creo que es un tiempo para ser sumiso frente a mi propia historia. Relato que puedo desgranar como lo hiciera con los infinitos choclos del verano salamanquino, como lo hiciera con los innumerables porotos que alimentaban mi solitud adolescente. Solitud que no sabía, sería la magra expresión de la fuerza que estaba reservando precisamente para este momento.

Y es que no se puede pensar en el futuro sin hacerse cargo del pasado y no se puede pretender liberar el intelecto sino se asumen las estrecheces del espíritu. No se puede devenir hombre sino se alimenta y cuida a ese niño patipelado que siempre irá con nosotros y al cual, personalmente, le debo mucho. Porque cuando me codeo con la crema y la nata de los que piensan la revolución cola, me acuerdo de esos febreros que no tenían nieve y pienso que acá es tan difícil explicar que lo que pareció violento, no fue sino parte de una vida que nunca estará libre de malas adolescencias. Y que a pesar de lo doloroso que parecieran esos tiempos que relato -que de seguro otros tantos comparten- la verdad es que ahora comprendo que son el combustible que me sostiene en este hogar transatlántico, en esta aventura que comparto con otro que también conocí durante febrero. Tal como diría Jung, son la sombra que aviva la llama de la curiosidad vital que espera paciente su satisfacción.

Por eso, aunque tenga que trabajar encerrado en una biblioteca mientras los amigos estén retozando al sol, invoco veranos pasados y pido que estas cosas regresen. Porque ahora estoy seguro que, a diferencia del tiempo donde nos enseñaron que había que responderlo todo para evitarse las dudas, las respuestas incompletas son la clave para vivir de veras al ritmo de lo que suena afuera y adentro.

Y eso ningún libro leído en febrero me lo pudo enseñar.