miércoles, 2 de febrero de 2011

Febrero

Hoy que hace un frío que se las pela, recuerdo los febreros calurosos del sur. Esos febreros donde el ocio era el silencio para escuchar la voz interior.

Quizás por eso recuerdo particularmente aquel febrero que me dolió por la distancia de mi primer enamorado. No tuve remedio: ese primer febrero llegó como un aluvión incontrolable de hormonas y por un tiempo destiñó todos los recuerdos de mi infancia choapina. Ese fue el primer febrero donde supe realmente para donde seguiría mi vida.

Las piedras de río que amontonaba como castillos, los columpios de sauce que ya no soportaban mi peso, las arrancadas nocturnas de La Llorona, la ansiedad por tragarse todo como si no hubiera otro verano por vivir, todo eso de pronto no significó nada. Ese primer febrero asumí que el cuerpo se me iba solo, porque quería estar al lado de otro cuerpo que parecía prohibido. Era el año 2000, el 2001 o el 2002, no sé, cualquiera de esos años que parecían el futuro. Sin embargo, yo seguía cargando esa litografía del campo, tan ajena, tan distinta a la de mis compañeros de universidad. Pienso en ese tiempo, a sabiendas que todos los febreros me esperaron aparecer de la mano de una muchacha que nunca llegó (y que de seguro mi silencio hace que algunos sigan esperando)

Esas andadas debajo de las alamedas polvorientas, arrastrando las patas, nunca presintieron que yo estaría acá. París, que era un sueño de loca siútica, inalcanzable para mi confianza de proletario y de veraneo sin mar. Todavía invisible incluso ese febrero tardío donde, aferrando mi soledad a una mochila, di vueltas por un Brasil de idioma ajeno, pero de invitación caliente. Así y todo seguiría negando para donde me llevan mis propios pasos de baile. Y sin embargo, igual extraño ese tiempo mudo, esa sordera de espejo narciso, ese tiempo perdido que hoy, a pesar de todo, forma parte de mi libertad.

Febrero ahora me pilla precisamente del lado contrario del mundo. Más que aventurero inconsciente, creo que es un tiempo para ser sumiso frente a mi propia historia. Relato que puedo desgranar como lo hiciera con los infinitos choclos del verano salamanquino, como lo hiciera con los innumerables porotos que alimentaban mi solitud adolescente. Solitud que no sabía, sería la magra expresión de la fuerza que estaba reservando precisamente para este momento.

Y es que no se puede pensar en el futuro sin hacerse cargo del pasado y no se puede pretender liberar el intelecto sino se asumen las estrecheces del espíritu. No se puede devenir hombre sino se alimenta y cuida a ese niño patipelado que siempre irá con nosotros y al cual, personalmente, le debo mucho. Porque cuando me codeo con la crema y la nata de los que piensan la revolución cola, me acuerdo de esos febreros que no tenían nieve y pienso que acá es tan difícil explicar que lo que pareció violento, no fue sino parte de una vida que nunca estará libre de malas adolescencias. Y que a pesar de lo doloroso que parecieran esos tiempos que relato -que de seguro otros tantos comparten- la verdad es que ahora comprendo que son el combustible que me sostiene en este hogar transatlántico, en esta aventura que comparto con otro que también conocí durante febrero. Tal como diría Jung, son la sombra que aviva la llama de la curiosidad vital que espera paciente su satisfacción.

Por eso, aunque tenga que trabajar encerrado en una biblioteca mientras los amigos estén retozando al sol, invoco veranos pasados y pido que estas cosas regresen. Porque ahora estoy seguro que, a diferencia del tiempo donde nos enseñaron que había que responderlo todo para evitarse las dudas, las respuestas incompletas son la clave para vivir de veras al ritmo de lo que suena afuera y adentro.

Y eso ningún libro leído en febrero me lo pudo enseñar.

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