viernes, 29 de octubre de 2010

Identidad fantasmagórica

Uno de los principales desafíos que tenemos es construir nuestra identidad cola. No es fácil. Siempre está rondando por ahí, a la manera de un fantasma, esa figura de la cola barroca, que arrastra junto con sus vestidos y sus tacos, las cadenas de la condena social.

Puede ser tanto el miedo que sentimos, tanto el temor de ser quemados en la hoguera de la burlas, de ser encarcelado en la condición de tonta perdida, que finalmente cargamos con un peso adicional respecto a lo que debemos enfrentar en el proceso de hacernos adultos. Porque muchas veces tanto se asocia el loquerío con la vida coliza que gastamos parte importante de nuestro tiempo desmintiendo algo que en realidad siquiera puede tener existencia.

No vaya a ser cosa que nos miran la muñeca quebrada. Es mejor reaccionar rápido y buscar a la mujer que se sale en los gestos del otro. O al revés, mejor es anticiparse y ser una vez por todas la más mujer del grupo. Eso, porque nadie nos ha enseñado cómo desenvolvernos en un ambiente que tiene tanto de libertad como de opresión. Cuando se debe encontrar nuevos amigos que estén en la de una, muchas veces hay que cruzar como un portal dimensional donde hay que socializarse de nuevo.

¿Qué es lo que está permitido? En todo nuevo lugar social, en todo momento que cambian las normas, en todo sitio donde hay cosas que no se han visto antes, hay que colgarse una máscara que, como en el teatro griego, nos hace personas reconocibles ante el auditorio. Pero la emoción de la performance, de esos primeros textos en el escenario gay, nos impiden ver que nuestra unidad está compartida en muchos lados. Tanto así que hay toda una comunidad marica que cree que salir del closet es la mayor hazaña de su vida, sin seguirle el paso a todas las demás revelaciones que tenemos que hacer en nuestra biografía en sociedad. ¿Seremos responsables, seremos cultos, seremos políticamente activos, seremos buenos padres?

Ya en la Odisea había que bajar a la ultratumba para conocer el propio futuro. Había que sumergirse en una caverna oscura poblada de fantasmas y al final Hades revelaba una parte del destino. De alguna manera esa es la analogía de nuestra revelación coliza. Si no vemos a este muerto no veremos tampoco la muerte que todos creamos cuando nos convertimos en el verdugo más cruel de nuestras pulsiones y así, en la cadena más pesada de nuestra propia fuerza. Como cuando en mitad de la noche -el momento propicio para cambiar las leyes como también para temerle a los espíritus- muchos hicimos gran esfuerzo para cultar tanto como fuera posible cualquier impulso coligüilla que nos fuera a dejar en la pieza de afuera. Como si el sinónimo de eso fuera el travestismo más puto o el transformismo más incomprendido.

Cuando se piensa en la propia identidad no siempre es mejor condenar todo lo impuro. Como a muchos, a mi nadie me dijo que mi vida oscura, mi identidad fantasmagórica estuviese permitida, así que las preguntas me duraron 12, 15 y 20 años sin resolverse. No seremos reales hombres si escapamos de las mujeres u castigamos a las lesbianas. Como dijera Foucault, nuestra sociedad cambió el castigo ejemplar por un tratamiento más humanitario, más clínico de la desviación, cosa que al final no es sino una nueva y más sofisticada tecnología de dominio. De la razón que no entiende ni acepta la sin razón. De la identidad que no acepta sus sombras. Del hombre homosexual que no acepta a la mujer que todo hombre tiene en sí mismo. Del creyente fanático que no acepta espíritus fuera de su biblia.

Dicen que en París hay tantas luces como fantasmas. Yo siento que anda uno por aquí cerca. Pero más que una llorona que pena, más que un emisario del miedo, los recuerdos de una fiesta añeja llena de miedos -tal como diría Jung- pueden ser un ánima buena que está ahí acercándose para no dejarnos creer que por no ser locas somos hombres liberados de toda atadura, resueltos de todo conflicto de identidad sexual. Por el contrario la loca fantasma, la que muchos creen inmoral, está ahí para interpelar nuestra adultez, misma hidalguía que debe enfrentar el proceso eterno de unir aquello que está separado.

En mi caso, estoy intentándolo, no por que mi identidad fantasma crea en estructuras y dualismos sino porque la vida necesariamente se vuelve más rica cuando dentro suyo tiene todos sus significados posibles.


jueves, 21 de octubre de 2010

Memorias de una geisha

Pedro Lemebel publicó alguna vez que de ser travesti se habría bautizado a sí misma como Bambú Lemebel. Nombre delicado, escogido para caracterizarse como una geisha tan femenina como el vapor que sale de las cocinas de Cantón. Y de alguna forma se sugiere la idea un travestismo fino, con ojos de gata, para ampliar el registro del arte de imitar al otro género.

Y no es por sumarme a la tendencia, pero debo confesar que de ser transformista -y de tener otros huesos claramente- seguro hubiera querido posar también de china recatada, quizás honrando la manera como la aristocracia nombrara a mis antepasadas en la servidumbre, quizás queriendo convencer a otros que no hay otra manera de ser "mujer-más-mujer", porque tanto travestismo occidental siliconado al final resulta ordinario, y porque no habría nada más sofisticado intelectual y homosexualmente que ser algo así como una maestra de la ceremonia del té. ¿Quién diría que algo así resulta vulgar?

Pero renunciando a mis sueños despiertos debo reconocer también otra cosa: si quisiera cultivar un travestismo de seda y porcelana tendría que saber imitar también las múltiples formas de la sumisión seductora que suelen evocar estas refinadas mujeres orientales. Convertirme en algo así como una acuarela muda y flotante. Porque ser una geisha es como vivir dentro de un capullo, dentro de una ensoñación de libélula abandonada, ensayando todo el día el cortejo coqueto frente al espejo, circulando distraída por una calle que no es su lugar en el mundo, dominando el arte de los toques sutiles y autorreferidos con la mano en el cuello, la nuca o las caderas; en fin, convertirse en una modelo de discreción bastante lejana a la contestación rebelde - y aveces bastante vulgar- que he mirado en los transformistas de mi país, profesionales en el oficio de imitar a una mujer.

Porque en realidad hay algo bien distinto entre ambas representaciones. Mientras que el travesti -sea para el espectáculo, sea para la calle- mantiene un vínculo indiscutible con la sociedad, a la geisha la sacan de toda circunstancia pública y de las relaciones de poder que ahí existen. Y en el caso de los primeros, aunque la pasarela o el escenario son circunstancias donde se está a vista de todos pero se está en relación directa con nadie, al final igual existe una distancia que permite decir algo. Lamentablemente, muchas veces se queda solo en el chiste, el chirolazo o la representación de mujeres que pareciera que cantaran solo porque están enojadas con los hombres. Mi crítica iría entonces a aquello que se ha dejado de decir.

Porque por mucho que la artista sea la dueña del escenario -lugar pasajero en la vida de intérprete y auditor- no se escapado de las exigencias sobre cómo debe representarse a una mujer. Y puede ser que al final quede tan prisionera de las formas como la geisha. Goffman insitió en su momento que nuestra sociedad ha ritualizado la representacion de las mujeres en su industria publicitaria y comercial. Básicamente, como todo rito social que estandariza, exagera y simplifica un contenido para transmitir mucha información sobre el orden de la comunidad, pienso que la fantasía cola de actuar como mujer sucumbe también a ese mismo orden que dice que las minas no piensan o solo viven en el mundo de la emoción o el tacto sexual.

No me estoy pasando al bando de una lesbiana rabiosa. Al contrario, muchas veces me he asombrado de los espectáculos gay donde se consagra a una mujer gozosa de su sexualidad, enfatizada con un vestido ceñido y luminoso al cual se le rinde pleitesía con los movimientos. Pero también sé que esas rutinas han consagrado la idea que no hay otras posibilidades de arte si no se subordinan a ese lugar del placer y distracción. Quizás por eso desapareció Heather Kunst, que caracterizada en El Interruptor, daba notas informativas con comentarios clever y graciosos. Quizás por eso brilló por un tiempo pasajero Arianda Sodi, que sin la magia de ese cuerpo perfecto poca atención habría recibido de las cámaras. Más aún, la sofistación humorística de Los Quintana todavía no encuentra cabida en el mainstream local quizás porque no hay revista donde la vedette sea a la vez el presentador.

De alguna forma, Lemebel anticipaba en su deseo una ironía del destino. En la delicadeza sugerente de la geisha, en el recato de sus modales serviles, hay una contraposición enorme a la idea del travesti poco fino sobre el cual muchas veces escribe. Pero también hay una renuncia a esa figura agresiva, que ha cuestionado muchas veces nuestra propia representación homosexual de la mujer. No me digan ahora que no hemos hecho chistes considerando inferior al que ocupa el lugar pasivo en una pareja gay, como si el poder estuviera solo en el dominio y no en el dominado.

Estoy seguro que más de alguno quisiera hacer alguna vez el numerito de la geisha, pero su pudor se lo impide. Lo entiendo, yo mismo no podría llevarlo a cabo. Pero como todo aquello que ejerce una fascinación y una curiosidad, nuestro mujereo, nuestra preocupación por lo femenino tiene que llevar una pregunta. De otro modo, no hacemos justicia ni a las amigas ni a nosotros, y seguiremos caminando distraídos pensando que nuestra delicadeza impedirá que alguien nos atropelle en la calle.


P.S: Aunque en estricto rigor se trata de una modelo china y no una geisha japonesa, resulta irónico que esta canción sea parte del soundtrack de "The L Word" programa donde no hay lesbianas feas y siguen una historia coral que a veces parece más una porno softcore, que un retrato de la realidad invisible de este grupo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Lo (in)esperado

Una vez finalizada la novedad, prosigue al cambio el nuevo orden de las cosas. Terminadas las sorpresas, disminuída la sensación de abrir los ojos ante lo desconocido, sigue la luz real de los objetos, el calibre honesto de las pupilas y las imágenes más auténticas en la memoria.

En este hemisferio la luz llega desde el Sur, y ahora que es otoño se está escapando lentamente hacia allá. Y para mí ese movimiento cardinal es quizás una analogía de lo que necesito en este tiempo. En caso alguno podría decir que he terminado de aprender lo que vine a vivir acá, recién empiezo, pero lentamente he ido dando paso a la manera propia de mi ser, esa que se vino colada en la maleta y que encuadra este viaje no sólo como un paseo sino como una biografía.

Estudiar algo tan imbricado y ambicioso como la Sociología del Género y de la Sexualidad se vuelve conocimiento vacío si no se aferran a la experiencia, a la señales que me ha puesto la vida y a cuyo orden una parte mía desea ser sumiso. Allá en Chile quedó mi historia, mi salida del closet, mis primeras piruetas pensantes cuando creía que decir algo inteligente me iba a salvar del reinado oscuro de la homosexualidad. Allá en Santiago quedaron todas esas fiestas que hoy extraño, en una mañana extrañamente luminosa de París, recordando a mis compañeros de la ruta coliza, a mis hermanos en el margen y a los que he dejado fuera tantas veces con o sin querer.

La semana que termina representa mis primeros pasos en la seria teoría, pero también una toma de conciencia de haber llegado acá no como individuo, sino como pareja, como pariente distante, como amigo invisible. Toma de conciencia sobre armar de nuevo una vida, con poca plata pero con verdadero amor al cual le vamos a pedir harto, quizás demasiado. Aun así no me sirve de nada si esa confianza no se aplica también a los estudios, a la manera de mirar a los sujetos que aparecen en mis papeles, o a la tentación de sentirse víctima de la discriminación cuando tantas veces he discriminado.

Cuando la austeridad se transforma en norma de vida, cuando la disciplina parece ser el vehículo para lograr lo que se quiere, se puede olvidar el amor y sus abundancias y sus desórdenes. Es ahora cuando el misterio de las consecuencias impensadas de decisiones anteriores cobra nuevo valor. Empieza este otoño y no sólo los árboles empiezan a dejar pasar la luz: yo también empiezo a asumir lo (in)esperado, empiezo a mirar distinto y con ello me hago un poco más adulto. Ahora sé que todo lo pensado no es nada respecto a lo que ha pasado y a lo que pasará, pero también sé que al final todo se trata de confiar en la vida y mis ganas de vivirla como se merece.

En la catarsis que tiene hoy día mi escritura quiero representar este momento más tranquilo, esta confirmación de las incertidumbres, esta renovación de promesas con mi compañero y el nuevo brillo que tiene la nostalgia que siento por Santiago. Escucho nuevas canciones, sumo palabras a mi repertorio, tropiezo en idiomas ajenos pero voilà! estoy aprendiendo un nuevo baile para celebrar las bendiciones que me ha dado la vida.

Una vida que los incluye a ustedes a Dios gracias.