jueves, 21 de octubre de 2010

Memorias de una geisha

Pedro Lemebel publicó alguna vez que de ser travesti se habría bautizado a sí misma como Bambú Lemebel. Nombre delicado, escogido para caracterizarse como una geisha tan femenina como el vapor que sale de las cocinas de Cantón. Y de alguna forma se sugiere la idea un travestismo fino, con ojos de gata, para ampliar el registro del arte de imitar al otro género.

Y no es por sumarme a la tendencia, pero debo confesar que de ser transformista -y de tener otros huesos claramente- seguro hubiera querido posar también de china recatada, quizás honrando la manera como la aristocracia nombrara a mis antepasadas en la servidumbre, quizás queriendo convencer a otros que no hay otra manera de ser "mujer-más-mujer", porque tanto travestismo occidental siliconado al final resulta ordinario, y porque no habría nada más sofisticado intelectual y homosexualmente que ser algo así como una maestra de la ceremonia del té. ¿Quién diría que algo así resulta vulgar?

Pero renunciando a mis sueños despiertos debo reconocer también otra cosa: si quisiera cultivar un travestismo de seda y porcelana tendría que saber imitar también las múltiples formas de la sumisión seductora que suelen evocar estas refinadas mujeres orientales. Convertirme en algo así como una acuarela muda y flotante. Porque ser una geisha es como vivir dentro de un capullo, dentro de una ensoñación de libélula abandonada, ensayando todo el día el cortejo coqueto frente al espejo, circulando distraída por una calle que no es su lugar en el mundo, dominando el arte de los toques sutiles y autorreferidos con la mano en el cuello, la nuca o las caderas; en fin, convertirse en una modelo de discreción bastante lejana a la contestación rebelde - y aveces bastante vulgar- que he mirado en los transformistas de mi país, profesionales en el oficio de imitar a una mujer.

Porque en realidad hay algo bien distinto entre ambas representaciones. Mientras que el travesti -sea para el espectáculo, sea para la calle- mantiene un vínculo indiscutible con la sociedad, a la geisha la sacan de toda circunstancia pública y de las relaciones de poder que ahí existen. Y en el caso de los primeros, aunque la pasarela o el escenario son circunstancias donde se está a vista de todos pero se está en relación directa con nadie, al final igual existe una distancia que permite decir algo. Lamentablemente, muchas veces se queda solo en el chiste, el chirolazo o la representación de mujeres que pareciera que cantaran solo porque están enojadas con los hombres. Mi crítica iría entonces a aquello que se ha dejado de decir.

Porque por mucho que la artista sea la dueña del escenario -lugar pasajero en la vida de intérprete y auditor- no se escapado de las exigencias sobre cómo debe representarse a una mujer. Y puede ser que al final quede tan prisionera de las formas como la geisha. Goffman insitió en su momento que nuestra sociedad ha ritualizado la representacion de las mujeres en su industria publicitaria y comercial. Básicamente, como todo rito social que estandariza, exagera y simplifica un contenido para transmitir mucha información sobre el orden de la comunidad, pienso que la fantasía cola de actuar como mujer sucumbe también a ese mismo orden que dice que las minas no piensan o solo viven en el mundo de la emoción o el tacto sexual.

No me estoy pasando al bando de una lesbiana rabiosa. Al contrario, muchas veces me he asombrado de los espectáculos gay donde se consagra a una mujer gozosa de su sexualidad, enfatizada con un vestido ceñido y luminoso al cual se le rinde pleitesía con los movimientos. Pero también sé que esas rutinas han consagrado la idea que no hay otras posibilidades de arte si no se subordinan a ese lugar del placer y distracción. Quizás por eso desapareció Heather Kunst, que caracterizada en El Interruptor, daba notas informativas con comentarios clever y graciosos. Quizás por eso brilló por un tiempo pasajero Arianda Sodi, que sin la magia de ese cuerpo perfecto poca atención habría recibido de las cámaras. Más aún, la sofistación humorística de Los Quintana todavía no encuentra cabida en el mainstream local quizás porque no hay revista donde la vedette sea a la vez el presentador.

De alguna forma, Lemebel anticipaba en su deseo una ironía del destino. En la delicadeza sugerente de la geisha, en el recato de sus modales serviles, hay una contraposición enorme a la idea del travesti poco fino sobre el cual muchas veces escribe. Pero también hay una renuncia a esa figura agresiva, que ha cuestionado muchas veces nuestra propia representación homosexual de la mujer. No me digan ahora que no hemos hecho chistes considerando inferior al que ocupa el lugar pasivo en una pareja gay, como si el poder estuviera solo en el dominio y no en el dominado.

Estoy seguro que más de alguno quisiera hacer alguna vez el numerito de la geisha, pero su pudor se lo impide. Lo entiendo, yo mismo no podría llevarlo a cabo. Pero como todo aquello que ejerce una fascinación y una curiosidad, nuestro mujereo, nuestra preocupación por lo femenino tiene que llevar una pregunta. De otro modo, no hacemos justicia ni a las amigas ni a nosotros, y seguiremos caminando distraídos pensando que nuestra delicadeza impedirá que alguien nos atropelle en la calle.


P.S: Aunque en estricto rigor se trata de una modelo china y no una geisha japonesa, resulta irónico que esta canción sea parte del soundtrack de "The L Word" programa donde no hay lesbianas feas y siguen una historia coral que a veces parece más una porno softcore, que un retrato de la realidad invisible de este grupo.

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