sábado, 26 de junio de 2010

Loop discriminatorio

Hace unos breves minutos llegué desde la celebración del Orgullo Gay de este año. Es mi segunda concurrencia callejera. Sin embargo, muy a mi pesar, esta vez el paseo quedó circunscrito al Parque Forestal, un poco relegado de las luces de la Alameda, pero haciendo totalmente visible en mitad del gélido día, los hervores nocturnos que tiene ese mismo paño de ciudad.

Yo, esta vez, me devolví a casa sintiéndome un jubilado entre la concurrencia. El promedio de edad de los asistentes en caso alguno superaba los 21 años. Eso o las patas de gallo me distorsionaban la visión. Y algo más tal vez. Creo que con una mueca de espanto, caí en la cuenta de lo distante que estaba de aquella manifestación. Francisco y yo esperábamos encontrar una arenga política o algo así como una feria de la diversidad, donde pudiéramos por último abanicar nuestras demandas de igualdad con su folletería liberal.

Pero por el contrario, lo que encontramos fue un cardumen adolescente, que sin afán de lectura alguno, vitoreaba el rosado espectáculo organizado por el staff de bailarines y transformistas de una discoteca popular. Y como si hubiese sido sacada directamente de un arrabal, el pelotoplayístico contorno de la animadora, enardecía a la concurrencia con su monumental rosario de chuchadas que aplaudía la subida y bajada de transformistas disfrazadas con apellidos vinosos. Y a mi me pareció demasiada falsedad.

Quizás por haber acostumbrado mi oido a las palabras siúticas de mi propia atmósfera coliza, no pude dejar de preguntarme cómo aquel exceso -permitido cuando se sacan abruptamente los desbordes oscuros de la noche a mitad del día ciudadano- permeaba y malograba toda la oportunidad de generar algún acto reivindicativo. Porque no hay reivindicación posible al profesionalizar ese teatro grosero, al celebrar el chirolazo creciente, al silenciar cualquier enmienda a las representaciones que la prensa, los fanáticos y el vulgo tienen de nuestro pueblo.

Comprendo que la calle se constituye en un escenario. Una tarima para abofetear rabiosamente todas las convicciones sociales que discriminan ese lenguaje, escondido bajo las apariencias y la rigurosidad de la vida santiaguina que demanda trabajo y sumisión. Pero personalmente prefiero el despliegue mariposa y su filosa provocación de aquellos códigos cotidianos. Tanta, pero tanta presencia del cuerpo, tanto palabreo a partir de las presas, pueden resultar funestos porque al final, las tetas plásticas de las transformistas pobres solo nutrían las hormonas desordenadas de los veinteañeros y no daban pie a otro tipo de vínculo social.

Porque yo tengo otras preocupaciones cuando se trata de discriminación. La vida civil, el amor de pareja, la posibilidad de hablar libremente con otros colas, la pelea con la propia religión, el posicionamiento de otras sexualidades como una fuente de reflexión, debieran ser principios de un discurso que enriquece la modernidad. Y me preocupan los derechos que se desperdician si la pichula -denominada así queriendo ser un acto de rebeldía- es el único referente. Detrás de la rolliza animación, detrás de la carne apretada de las reinas travestis, detrás del truco que debe retraer el falo para conseguir el aplauso de la vereda marica, finalmente se elimina una verdad. La lucha está a un paso de convertirse en una caricatura, porque confina la libertad a la discoteca: que esta se presente de día no es más que un cambio de iluminación.

Para ser sincero no tengo cómo argumentar el porqué me molestaron las ordinarieces. Quizás develen alguna de mis trancas. Pero sospecho que aparte de los modales hay que desplegar algo de prudencia. Hay que tener cuidado de no parecer completamente falso cuando se establece el diálogo. Sin esa pretensión de validez cumplida (parafraseando a Habermas) no habrá comunicación posible. ¿O podemos aprender filosofía de un payaso? ¿Podemos legislar imitando a la Cicciolina?

De verdad quisiera pelear con otras armas y evitar que la anti-discriminación justifique el ser discriminados.

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