sábado, 3 de julio de 2010

Golden boys

Todavía sin reponerme de la demoledora performance de la semana pasada, todavía enlentecido y apagado por el frío del invierno, he mirado una y otra vez las fotos que el estiloso de Ignacio mandó a mi correo desde la veraniega Nueva York.

La suerte estuvo con él y, reviviendo la fiesta que surgió a partir de las revueltas de Stonewall, el desfile que transitó por la Gran Manzana tuvo la relevancia que evidentemente la capital del mundo quiere revestir. Allá las cosas son distintas. Allá hay una geografía bien reconocida del hueveo, una colección comercial de distritos que satisfacen el bienestar coliza y una articulación política que convierte el desfile en algo mucho más amplio que el puro paseo de abanicos.

No importa que al final el desfile sea otra forma de regulación de lo diferente o que el barrio donde revive Sodoma sea como una cárcel simbólica dentro de la ciudad. Al final el Norte con su densidad moral ha permitido que surjan estilos de vista que aquí apenas comenzamos a imitar.

Entonces las fotos de Ignacio tienen suficiente material para reproducir el mejor filete que se paseaba por la Quinta Avenida. Venidos del Castro, el Meatpacking, le Marais, la rue de Sante-Catherine y también algunos colados tercermundistas que felices nos pasearíamos con las camaradas gringas. Para no conocer el desfile solo por fotos, para pensar que cabemos también. Porque mediáticamente los códigos son sencillos: Apolo debe ir bailando sobre carros de burbujas que convierten la gallardía masculina en una esfera frágil, colorida e inalcanzable. ¿Cómo imitar entonces esa belleza importada, esa juventud perenne que parece que aquí en el Sur carboniza el Sol? Representaciones de un magro ballet que rinde culto al oro, al cuerpo casi desnudo que en su musculatura dice que quedaron atrás los tiempos donde éramos una tribu errante, recolectora y que no tenía tiempo para sacarse los pelos.

Ahora es posible cubrirse de dorado para mostrar la riqueza del mundo, la posibilidad del ocio y la compra símbolica de humanidad cuando el desfile se convierte en un rito fuera de toda funcionalidad. Pero precisamente esa presencia debe levantarse sobre códigos que la permitan: en una cultura occidental que se ha hipersexualizado, el cuerpo respecto del cual se construye el estilo de vida coliza, se somete a los dictámenes de la juventud que si permanece es falsa, al dominio del cuerpo que reniega de su orientación vivípara. Siguiendo a Foucault, la constitución de una comunidad de efebos no sería en absoluto una resistencia real contra una racionalidad que etiqueta, discrimina, segmenta y finalmente limita el real campo de acción que puede tener una discidencia.

Y es que la apariencia del golden boy deja bien poco espacio a la resistencia. Lo evidente es esa corporalidad de "estoy siempre preparado, me puedo tirar a cualquiera y qué". Algo como que insinua que se puede ser un cola más realizado con el bronceado estrella californiano. Y a los que no tenemos eso se nos acusará de resentidos por feos o pobretones. Pero hay que admitir que toda portada siempre previene sobre el libro, en este caso, uno que narra con dibujos un sexo exquisito. Mas no de la organización de una comunidad tan diversa como hombres habemos y con tanto potencial para establecer nuevos códigos sociales. Porque si seguimos la estadística, solo algunos afortunados serán modelos de catálogo. A nosotros nos queda la tarea de mostrar que hay otras apariencias y apetitos más allá. A nosotros que debemos sobreponer nuestra carne a la materialidad agresiva de la ciudad.

Yo no soy de fierro, es verdad, y cuando veo pasar esas carrozas de hombres perfectos me derrito en un instante delante de ese bronceado que de veras brilla. Pero al igual como pasa con el Sol, sin ozono mediante, tanta exposición, tanto consumo de su luminosidad traicionera terminará por generar un cancer que lentamente carcome desde el interior matando cualquier posibilidad de vida eterna.





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