viernes, 30 de julio de 2010

Vueltas de la vida (lavado personal)

Hace varios años atrás, serán ya unos quince o dieciseis, mi familia se compró su primera lavadora automática. El pastel de mi hermano chico, a la sazón de siete años, decidió hacer el lavado inaugural convirtiéndolo en una performance chilena de la carrera espacial. Para ello, reemplazó a Laika por su peluche Saltarín, el cual con las orejas gachas y su pataleo de algodón mojado se convirtió en el protagonista de aquella particular película surrealista.

Nosotros, cual huasamacos sin instrucción, nos sentamos delante de la máquina la hora y media de su función lavadora. Era un día de invierno pero nos quedamos igual debajo del cobertizo. Entusiasmados, vitoreamos las primeras entradas del agua, las primeras vueltas y contravueltas del tambor. Espantados, se nos comprimió el pecho a la primera centrifugada, pensando que la máquina se rompía y temiendo que Saltarín terminara su vida de juguete convertido en una pelusa retorcida y sin entrañas.

Hoy, cuando estoy en medio de la mudanza que se lleva el departamento que conocí por los últimos cinco años, me doy cuenta -en mitad de la venta- que esta es la tercera lavadora que he comprado en la vida. La primera, esa que aprendí a hacer funcionar, era como la alfabetización tecnológica de la casa, y el primer capítulo de una serie que agregó más de un bien y múltiples porquerías. La segunda, fue la que elegí al primer mes de vida independiente, perfecta para mi departamento propio y silenciosa para no perturbar mi solitud. La tercera, la de ahora, es la que quedó luego del cachipún que hice con Francisco y simbolizó analógicamente nuestra historia de amor en el abrazo de prendas revueltas.

Siguiendo esa secuencia, al principio conocí las maravillas del mundo a través del prisma de lo que mis papás podían proveer. Cuando dejé la casa, lo hice con esa convicción especial de aprender a vivir mi propia vida. No me dí cuenta como la vida me cogió volando y me enseñó a vivir sus propias luces y sombras. Luego, me mostró como hacerlo de a dos, cómo hacerlo prescindiendo de esas primeras composiciones de mundo.

En París no habrá primeras lavadoras como esta. Aun reconociendo el miedo infundado que siento en estos momentos, hay algo que probablemente cambiará. Porque acá estoy mirando otra vez como la vida da una vuelta y negando al mismo tiempo la venta de bodega que regatea todas las cosas de la casa y le pone un precio a la historia que hay detrás. Pero esos apegos también me recuerdan ese apremio primero, el que tenía curiosidad por entender cómo giraba la ropa, cómo funcionaba todo. Y en su exageración me alerta la posibilidad de un mareo centrífugo, el temor de partir como cohete y perderlo ese recuerdo que, como el conejo de mi hermano, era un experimento no más.

Pero de algo estoy seguro, siento las corazonadas que preceden a la fundación del hogar personal. Y tal cual los objetos modernos, que aparecen solo cuando se los necesita, esta comprensión de los cambios, de las vueltas de la vida se apaga en este momento. Limpia y lista para volverse a ensuciar está mi vida. Otro giro del tambor, otra tómbola que adivina mi suerte, y París será como otro lavado personal.

Uno que a diferencia de mis primeros relatos, tiene otra armonía digital.

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