viernes, 13 de octubre de 2006

Tamperelainen Popmusiikkia Siyttikiriä

En el fragor del trago compartido after office, escuché como mi afición por el dominio del idioma finés, era calificado como siútica. Eso, porque solo un par de horas antes, los mismos parroquianos señalaron que todo este aprendizaje era un sofisticación sofisticada propia de una inquietud enciclópédica; nada más distante de la peyorativa palabra posterior.

Delgada línea la que se cruzó con esta declaración. Y mientras sonaba de fondo la divertida Olisitko Sittenkin Halunnut Palata? (que en español significa "¿Sabes que te gustaría volver?") algo me recordaba esas series de animé japoneses, donde los cantantes pop siempre tenían de fondo una pista electrónica bastante acelerada que acentuaba los movimientos de los protagonistas. Siendo así, y con la racionalidad medio entumecida, las palabras de mis contertulios sonaron aún más fuertes de lo que deberían.

Debo aclarar que no me ofendí en absoluto. Es más, algo de razón les encontré. En un país donde las jerarquías son importantes, el miedo a los advenedizos es un asunto bien serio. De ahí que en tiempos de la naciente república y aún después, la élite conservadora inventara este término (siútico) para referirse al recién llegado que, sin contar con apellido ni fortuna terrateniente, aparentaba no haber sido nunca un patipelado exagerando los gestos del buen gusto.

Y el buen gusto era patrimonio reservado de la aristocracia. Tan reservado como el vocablo que no tiene traducción en ningún otro lugar. Incluso el título de esta columna intenta reproducir en el suomi la fonética del siútico que escucha música pop de Tampere. En mi caso, la sofisticación finlandesa cabe dentro de un contexto bien reducido, donde el ocio no sea considerado una fatalidad y su práctica, la de un advenedizo en las lides intelectuales. Porque fuera de ahí, donde las valoraciones de la existencia vienen dadas por el hecho de ser un profesional que "salió de abajo", tal pérdida de tiempo es una obsenidad. Es cruzar un límite indebido donde se hace evidente la pretensión de ser algo que no se es.

La intelectualidad pura no cabe para un sujeto que es primera generación universitaria en la familia. Menos si a eso le agregamos un gusto por la estética que implica desembolsos notables dentro del presupuesto mensual con el afán de vestir ropaje distinto a las variaciones de tenida de mall que debieran corresponder a la suburbia santiaguina del poniente. Todo esto sin tener un gramo de fenotipia caucásica. Pero todo esto es complejo ajeno, porque el buen gusto y con ello la apropiación de toda la sofisticación que nos ofrece la sociedad, no es patrimonio exclusivo de nadie, aún cuando los patrones de consumo finalmente determinen hasta donde llega el chorreo.

Se supone que todas estas aficiones y maneras se aprenden observando desde muy temprana edad. Corrí con la suerte de haber nacido en un hogar práctico en este sentido. O sea, pertenzco a la siutiquería de segunda generación. Y como buena versión 2.0, aspiro a apropiarme de cosas que mis padres siquiera han soñado. Regina es buen ejemplo de ello.

A pesar de todo, y por una asunto puramente sensitivo, prefiero mil veces seguir cultivando el gusto por el idioma foráneo, un leve gusto por lo inútil, la simbología de una botella de perfume y un gran complejo por las formas. Mal que mal, es una manera de transgredir el destino asignado y con ello cultivar la autoafirmación que todo hombre necesita.

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