jueves, 9 de septiembre de 2010

Integración galiza (o de lo que pasa al querer ser cola en la Galia)

Estoy preparando mi primera entrevista de la tesis. Estoy de cabeza leyendo capítulos enteros que narran la aparición de los espacios colizas en la ciudad. Estoy más ilustrado que nunca en estas materias, pero también jamás me había comportado menos prototípicamente que hoy. Voy a explicar por qué.

Hoy más que nunca se me hace claro que no puedo abolir mi experiencia personal al momento de enfrentar los estudios. Porque encima del escritorio, junto a los libros, se me hace presente una de las mayores dificultades de mi aterrizaje europeo. Al recorrer la ciudad queda claro que un bajo presupuesto me margina de todo lo que el consumo de espacios conlleva. Y para los que crean que los franceses son críticos con el consumismo, puedo decir lo contrario. Si así fuera no habría como explicar que todos los días estén los bares llenos, que en la casa que cohabito la fruta se esté pudriendo y que las mujeres y hombres saquen unas pintas que no sé como pueden financiar.

Dentro de ese escenario, un bajo presupuesto margina. Pero lo más interesante de todo es que el espacio que han armado acá las minorías sexuales reproduce ese mismo patrón. Porque a mí que sigan mintiendo con eso de la aparente democracia metropolitana del Marais: dárselas de gay sofisticado, y ser un usuario legítimo de los barrios homosexuales del primer mundo exige cumplir un estándar difícilmente abordable.

Si fuera fiel a la estructura de integración por el consumo, no me quedaría más opción que quedarme sobre el margen o -en un arranque de locura- empezar a vivir y contar la fantasía parisina sin importar lo que cueste. No obstante las limitaciones financieras e idiomáticas han entrenado mi humildad, y me han puesto en un lugar de observación diferente. Creo que ahora puedo mirar con más humanidad a tantas camaradas chilenas que por levantado de raja simplemente desprecié.

Mal que mal, pensaba que por pensador podía acceder a una vanguardia. Pero la vanguardia se quedó en Chile, no porque yo marcara tendencias (la paquidermia no es una) sino porque podía reconocer un espacio urbano al que accedía ya sea por los objetos o por las palabras que se podían decir. Cruzado el umbral del deseo y la curiosidad, un día tuve la posibilidad real de pensar algo distinto de mi lugar homosexual. Sin experiencias en la vereda coliza no habría trascendencia en el pensar; y sin embargo, al no ser conciente de mis propias claves de desenvolvimiento, terminé participando de un círculo de violencia sumergido, al conquistar en Santiago un espacio físico y discursivo sin cederlo a otros. Al creer que tenía todas las libertades para pensar catalogué de huecos, brutos o arribistas a los que intentaban ejercer su libertad sodomita visiténdose como reinas y adornando Santiago como un pequeño Mónaco homosexual.

Ahora me toca estar de otro lado, al menos en mi cabeza, porque mientras no tenga los euros para ir a parrandear al Marais, para perderme en Pigalle, no seré nadie en el horizonte de reflexión coliza parisino. El mismo que describen los artículos que leo y respecto de los cuales no tengo nada que decir.
No es una tragedia, en modo alguno, pero es un buen aviso de cómo las reflexiones tienen que ser integrales e integradoras. Vivir la vida en rosa, en Francia, es mucho más que un detalle o una vocación. Es una tentación permanente que ha cruzado fronteras y ahora que vine para acá, así como inmigrante, me dio también la libertad de ver sus exigencias, sus carísimas exigencias y sus aciagas promesas de libertad. Porque al final, si quisiera vivir la integración galiza olvidaría quien soy, quién puedo ser y a quién puedo retratar en mi futuro.
Al final nos quejamos de marginados y tenemos cosas que marginan más.

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