martes, 14 de septiembre de 2010

Surrealismo santiaguino

Hay ciudades icónicas como París, pero hay otras anecdóticas como Santiago. Así que ninguna es mejor que otra, al menos hoy. Lo he ido sabiendo a partir de los recuerdos que se han agolpado en mi cabeza estos días. Ya sea porque adornaron la despedida o porque son los materiales con los que intento construir una nueva casa. Y aunque esta sea una ciudad de lo infinito, hay cosas que no sé si podrían pasarme estando acá.

Lo digo porque andando en metro, ayer, rememoré uno de mis trayectos de infancia. En esa época yo vivía en Pila del Ganso. Hoy la fuente homónima ya no está más ahí. Se la llevaron para otro lado. Tampoco la estación tiene ese nombre(ahora se llama San Alberto Hurtado) Y así como esos carteles, se evaporó también la botillería donde lloré cuando quebré una CocaCola, se fue para siempre la tienda de Don Arturo, ya no se huelen las sopaipillas grasosas de Los Gansos y falleció el señor de los diarios al que entrevisté para mi primera tarea del Colegio. Todos esos lugares y personas parecen muy lejanos hoy, más aún desde este sitio.

Sin embargo, aunque parezca de fantasía, todavía recuerdo vívidamente el día en que uno de los innumerables circos que cada septiembre se instalaban en Alameda con General Velásquez hizo un numerito de antología. No me refiero a la compañía que tenía al acróbata de la moto que daba vueltas dentro de una esfera, porque aunque no nos dejaba dormir a mi hermano y a mí -ya fuera por la bulla o las ganas de ir a ver el show- la vez que lo vimos en directo lo encontramos bien ordinario. Tampoco me refiero a las luces nuevas de los carruseles que ponían delante de la carpa, ni a las nubes pasajeras de algodón de azúcar que me teñían la boca de rosa, ni a los payasos que envejecían debajo de su estuco sonriente.

Me refiero al día en que Pila del Ganso estuvo de alerta. Me acuerdo bien, iba saliendo del metro después de volver de clases y toda la gente andaba nerviosa y con cara de dolor de guata. Había como un movimiento raro, el señor de los diarios se había ido, la dulcería de la esquina estaba cerrada, pero caminé hasta la casa sin pensar nada terrible. Mas, todo cambió cuando al ratito la radio que siempre acompañaba el almuerzo transmitió su notición. Resultó que al ladito de mi casa, en el circo de siempre, se había escapado un tigre y lo estaban buscando en una de las casas del vecindario. Mi calle tan corta como una cuadra de repente era famosa, pero era seguro que nadie en la casa quería salir en las noticias.

Mi nana casi se muere de la impresión y probablemente Álvaro y yo quedamos blancos como papel. ¿Y si el tigre se comía a mi mamá o mi papá al salir del metro? ¿Y si el tigre se escondió sin darnos cuenta en ese sótano oscuro al que nunca me atreví a bajar? ¿O si se metió en el entretecho ese que tenía una puerta por donde siempre imaginé que saldría Frankenstein?

Pero el tigre era más pituco y extrañando quizás su natal Bengala se escondió a una cuadra, en una casa con jardín de filodendros y gomeros altos como un palmar. Nuestro jardín era tan desaliñado que parecía un desierto y la casa que escogió siempre fue como la mansión del barrio. Nunca vi a la gente que vivía ahí, pero me acuerdo que decían que esa era la casa de una viejita. O a lo mejor era una mina joven que se arrugó del puro susto. Dicen también que el león estaba durmiendo cuando lo encontraron porque lo capturaron a la hora de la siesta. Y por suerte no se comió a nadie, incluyendo a nuestro gato Silvestre que se salvó de estar en su menú. Para cuando llegaron mis papás la noticia era añeja, pero yo recuerdo haber estado tan exitado como si hubiera ido a un safari.

Antes de partir a París, un día conté esta historia en casa. Nadie se acordaba mucho y es obvio, debe haber sido tan terrible pero tan surrealista a la vez que es mejor olvidarla y pensar que estaba engrupiendo con una película. Pero estoy seguro que no es así. Y estoy seguro que solo en Santiago eso pasa y no le cambian el nombre a la calle, porque si hubiera ocurrido en Francia seguro frente a la casa le plantan un león durmiente.

No obstante, honrar ese recuerdo de la memoria primaveral de mis años pimpollos es una buena manera de no perder distancia con esa biografía que, así como la imagen que vuelve y así como un Santiago que busca resignificarse en mi memoria, intenta mantener un espacio vivo, enriquecer mis días y no olvidar que las posibilidades infinitas están donde está uno y no solo en un lugar especial del mundo. Porque aunque Levi-Strauss, Foucault o Bourdieu hayan cruzado la misma calzada que hoy piso, ninguno de ellos tuvo un tigre durmiendo en la casa del vecino.

Eso solo pasa en mi Chilito querido, al que empiezo a celebrar con esta columna.

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