miércoles, 14 de septiembre de 2011

La ciudad que arde

La ciudad y sus rincones que son visibles y secretos a la vez. Ojos omnipresentes que sin embargo no lo ven todo. La fragilidad del concreto que parece inamovible pero acá en Santiago se quiebra de tanto en tanto. El edificio ese de la Costanera que encumbrado pretende mirarlo todo y sin embargo ve poco. 

Será cuestiones del smog que lo mismo que nos mata, nos regala atardecer rojizos que se extrañan desde fuera. Será el amasijo de cables que sobre nuestras cabezas nos amarran al destino. Será esa pulcritud de ciudad jardín ensombrecida por tanto cartel publicitario. Será la contradicción propia del espacio, que finalmente se vive según la identidad de quien lo transita. La modernidad del metro y el rascacielo para quien vive chato en el suburbio. La norma del centro que cruza el río y se desborda en la Chimba, que no existe, pero todavía se dice.

¿Cómo si no comprender entonces que los territorios homosexuales que están en todos lados y en ninguna parte a la vez? En la fantasía metropolitana de la tolerancia nos convencemos que las marchas multitudinarias por la Alameda representan el final de nuestra mentalidad provinciana, pero seguimos siendo una capital sentada todavía sobre el campo. Cómo si en Santiago no existieran tantos territorios colizas como clases sociales hay. Cómo si no se desbordara el sexo detrás de la fachada renovada y racional de un edificio del centro. Cómo si no hablara de nuestra alma el café con piernas, donde la maldad existe solo en el ojo de quien mira, pero nunca en la patente municipal.

¿Cómo entender entonces una ciudad que se organiza en torno a los relatos, a los amigos que dicen donde ir y donde no? De las solidaridades que distinguen el ardor de la piel de disco del fuego eterno del infierno en la tierra. Del pelambre de la casa del amigo donde se queman sin control a las locas perdidas, a la cuica que vive de arpía. De la entrada del bar donde se quema mentalmente la vestimenta del recién llegado. De las banderas gay minúsculas que junto a la caja registradora de los locales encomiendan  su ganancia a la Inmaculada del cerro, quizás imitando las prostitutas de San Camilo, devotas permanentes de la virgencita. 

La costumbre de pasar soplado por determinadas calles cierra a los ojos a todas las cosas que entre cuatro paredes borran la distinción entre el día y la noche. La ciudad arde permanentemente dentro de nuestra conciencia sedienta de encuentros casuales, de romances eternos que aun no pueden ser matrimonio. Y en el intermedio, toda la gama posible de acciones que nos permiten reconocernos en nuestra identidad coliza. La escapada debajo del neón y de las luces del espectáculo de plumas. La libertad que se quiere buscar en la ciudad pecaminosa, aún cuando el corazoncito se derrita por ir almorzar el domingo a la casa paterna. 

El tiempo y el espacio que se curvan según nuestra conciencia de las cosas. Creer que se pasa al lado del mal cuando se transita al barrio coliza, uno que existe en la imaginación todavía, pero que igual muestra esa tensión permanente que impone la ciudad: la presión de ser distinto para la moda metropolitana, pero sin escapar de las reglas permanentes de la normalidad cauteladas por el ojo de todos los desconocidos. Así el cuerpo pasa de lado a lado, se viste según donde se quiera ir en la noche y camina distinto según la vereda que se pise. El pavimento quema distinto cuando se es coliza descalzo.

Hacer una cartografía de la ciudad ardiente entonces no es cosa sencilla. Sobre la realidad del concreto que se encumbra hacia al cielo, está la fantasía todavía subterránea y la pretensión sexualizada que recae sobre todos los espacios, aunque solo algunos se reconozcan. ¿Qué tan real es el fuego entonces? Diría Harvey, eso depende del capital y la bruma que nos mete en la cabeza. Diría Sansot, eso existe verdaderamente en el pecho de la "gente de a pie". Yo digo que todavía está en la pregunta y en la sensación picante de mi piel mientras paseo por Santiago.

Santiago, que tiembla en la noche y comienza a arder adelantada la primavera.

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