La ciudad y sus rincones que son
visibles y secretos a la vez. Ojos omnipresentes que sin embargo no lo
ven todo. La fragilidad del concreto que parece inamovible pero acá en
Santiago se quiebra de tanto en tanto. El edificio ese de la Costanera
que encumbrado pretende mirarlo todo y sin embargo ve poco.
Será
cuestiones del smog que lo mismo que nos mata, nos regala atardecer
rojizos que se extrañan desde fuera. Será el amasijo de cables que sobre
nuestras cabezas nos amarran al destino. Será esa pulcritud de ciudad
jardín ensombrecida por tanto cartel publicitario. Será la contradicción
propia del espacio, que finalmente se vive según la identidad de quien
lo transita. La modernidad del metro y el rascacielo para quien vive chato en el suburbio. La norma del
centro que cruza el río y se desborda en la Chimba, que no existe, pero
todavía se dice.
¿Cómo
si no comprender entonces que los territorios homosexuales que están en
todos lados y en ninguna parte a la vez? En la fantasía metropolitana
de la tolerancia nos convencemos que las marchas multitudinarias por la
Alameda representan el final de nuestra mentalidad provinciana, pero seguimos siendo una capital sentada todavía sobre el campo.
Cómo si en Santiago no existieran tantos territorios colizas como clases
sociales hay. Cómo si no se desbordara el sexo detrás de la fachada
renovada y racional de un edificio del centro. Cómo si no hablara de
nuestra alma el café con piernas, donde la maldad existe solo en el ojo
de quien mira, pero nunca en la patente municipal.
¿Cómo
entender entonces una ciudad que se organiza en torno a los relatos, a
los amigos que dicen donde ir y donde no? De las solidaridades que
distinguen el ardor de la piel de disco del fuego eterno del infierno en
la tierra. Del pelambre de la casa del amigo donde se queman sin
control a las locas perdidas, a la cuica que vive de arpía. De la
entrada del bar donde se quema mentalmente la vestimenta del recién
llegado. De las banderas gay minúsculas que junto a la caja registradora
de los locales encomiendan su ganancia a la Inmaculada del cerro,
quizás imitando las prostitutas de San Camilo, devotas permanentes de la
virgencita.
La costumbre de pasar soplado por determinadas calles cierra a los ojos a todas las cosas que entre cuatro paredes borran la distinción entre el día y la noche. La ciudad arde permanentemente dentro de nuestra conciencia sedienta de encuentros casuales, de romances eternos que aun no pueden ser matrimonio. Y en el intermedio, toda la gama posible de acciones que nos permiten reconocernos en nuestra identidad coliza. La escapada debajo del neón y de las luces del espectáculo de plumas. La libertad que se quiere buscar en la ciudad pecaminosa, aún cuando el corazoncito se derrita por ir almorzar el domingo a la casa paterna.
El
tiempo y el espacio que se curvan según nuestra conciencia de las
cosas. Creer que se pasa al lado del mal cuando se transita al barrio
coliza, uno que existe en la imaginación todavía, pero que igual muestra
esa tensión permanente que impone la ciudad: la presión de ser distinto
para la moda metropolitana, pero sin escapar de las reglas permanentes
de la normalidad cauteladas por el ojo de todos los desconocidos. Así el
cuerpo pasa de lado a lado, se viste según donde se quiera ir en la
noche y camina distinto según la vereda que se pise. El pavimento quema
distinto cuando se es coliza descalzo.
Hacer
una cartografía de la ciudad ardiente entonces no es cosa sencilla.
Sobre la realidad del concreto que se encumbra hacia al cielo, está la
fantasía todavía subterránea y la pretensión sexualizada que recae sobre
todos los espacios, aunque solo algunos se reconozcan. ¿Qué tan real es
el fuego entonces? Diría Harvey, eso depende del capital y la bruma que
nos mete en la cabeza. Diría Sansot, eso existe verdaderamente en el
pecho de la "gente de a pie". Yo digo que todavía está en la pregunta y
en la sensación picante de mi piel mientras paseo por Santiago.
Santiago, que tiembla en la noche y comienza a arder adelantada la primavera.
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