martes, 20 de septiembre de 2011

La casa propia

No es novedad que en este país todos los días se levante una casa. 

Que el casado casa quiere. Que la casa propia es el sueño de todo chileno que se precie de tal. Sin embargo, persiguiendo aquella afirmación se nos puede perder la vida completa. Porque la idiosincracia del adobe olvida que a pesar de su robusta presencia, nuestros ladrillos se deshacen fácil cuando se viene el río crecido, cuando el suelo se sacude con su brutalidad de terremoto. Porque vivimos en un país donde el tejado cerámico tiene que caernos sobre la cabeza para que entendamos la verdad del cosmos. Porque tenemos que pasar el invierno detrás de la galería vidriada que, con su luz astillada, nos recuerda la fragilidad misma de los materiales con los que solemos rodearnos.

Si la vida se pierde levantando la propia morada, en un país donde todo el tiempo se está constuyendo, es porque se olvida que la casa constituye sólo la evidencia material de la propia humanidad. Una que se arregla cada vez que la naturaleza decide agrietar el cuerpo y el alma, que se repara pero siempre se deja un aviso de su cicatriz. La casa que tiene que ser propia, pero que se tiene que compartir también. La casa a la cual le crujen los huesos con las heladas, que acumula recuerdos que de no volver sobre ellos sólo resultan depositarios del polvo. 

La casa chilena que a pesar de su modernidad de California insiste una y otra vez asearse con las canciones italianas que destilan amor convencional en su radio a pilas. La casa tostada con palta, la casa arreglada para fiesta, la casa que cultiva rendijas para hacer respirar el verano. La casa que a todos nos vio nacer y que pasada la soltería insite en volver. Que el casado casa quiere.

Si no, ¿cómo explicar esta nostalgia? ¿Cómo entender que de volver sobre los mismos pasillos insista todo el tiempo en buscar tu calidez? ¿Cómo celebrar mi patria si no construyendo la casa propia, el sueño de la casa propia, de nuestra casa que plancha las camisas para que salgamos a trabajar cada mañana? Y si el mundo nos espera desafiante, si el camino está bordado de laureles, ambos sabemos que al final del día esperamos dormir uno al lado del otro. Ahí, en ese espacio que por estos días está separado por un océano, uno de verdad, que en su distancia me confirma que te necesito en casa, que necesito nuestra casa, esa que estamos armando de a poco, como cualquiera, como el vecino de este país que todavía se levanta del último temblor.

¿Dónde más armaremos nuestras historias? ¿Dónde más recordaremos el pasado cantando cebolla antes de almorzar? ¿Dónde más disfrazaremos nuestras canciones de amor detrás de veladas cantadas junto con amigos? Me haces falta y quiero pronto regresar a casa, aunque esto me cueste salir otra vez de Chile, esta tierra que amamos y donde queremos armar el hogar futuro. Porque la casa la llevo dentro, la casa se ha vuelto mi piel, una que late otra vez venida la primavera y su promesa de calor. La casa propia que eres tú, la casa que no me aguanto volver a habitar, para multiplicar la felicidad que conocí desde niño y que me hizo siempre confiar que aunque viva en un país que insista derribar sus adobes, siempre tendremos un lugar donde compartir los momentos.

Yo ya sé bien que no perderé la vida intentando construir eternamente una casa. Lo sé porque ya no es propia, ni siquiera es de los dos. Pertenece a nuestra historia y los materiales a veces duros y a veces transparentes con lo que todo se ha construido. Las emociones que resisten todos los cambios. Las canciones que permanecen. La memoria grabada en el cuerpo. La sangre embriagada de recuerdo y futuro.

Te extraño, y aun viajante seguimos construyendo una casa.

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