domingo, 27 de marzo de 2011

De alertas tempranas y de temblores en la Iglesia

Leyendo las noticias chilenas, ayer me di cuenta que en Chile querían copiar el sistema de alerta temprana de terremotos que tienen en Japón.

Para quienes no lo conozcan, es un dispositivo que avisa que va a temblar, activando un mensaje en la pantalla del televisor, el computador o el celular. Como la señal del sismógrafo es más rápida que el temblor en sí, empieza una cuenta regresiva donde los disciplinados japoneses pueden apagar el gas, detener los trenes y el tránsito, y ponerse fuera del alcance de las cosas que se podrían caer. En Tokio, el 11 de marzo, tuvieron 30 segundos de aviso.

Me pregunto qué pasaría si, estando en Chile, una mañana voy en el metro y una voz aséptica me dice que en 15 segundos más llega el terremoto. Quedaría la media zorra! De seguro las viejas se desmayarían o me atropellarían (otro objeto del cual alejarse) corriendo al colegio a buscar a los niños. Seguro que otros asaltarían las farmacias, los supermercados, los bancos. Flaites y cuicos por igual, como fue en Concepción. No puedo más que intuir un desastre peor que el terremoto en sí.

La diferencia entre ambas naciones no es un asunto de superioridad cultural -Lévi-Strauss no lo permita- sino simplemente la confianza que depositan en las comunidades. ¿Por qué los japoneses no se atropellan ante la inminencia del cataclismo? ¿Por qué nosotros sí, aun si por estadística el zamarreo chileno ha sido mayor que el japonés? Un viejo relato de este último país decía que hace mucho tiempo, en una aldea costera, hubo un fuerte temblor. Cerca de la playa vivían el abuelo más viejo del pueblo con su nieta. Después de pasar abrazados por la calamidad, y mientras en el pueblo todos contaban sus angustias, el abuelo encendió una antorcha, y tranquilamente subió a la colina donde estaba el campo de arroz. Cuando el pueblo vió una humareda se dió cuenta que el viejo estaba incendiando el principal cultivo de la comunidad. Creyéndolo loco, y llenos de ira, corrieron tras de él para lincharlo. Cuando lo alcanzaron finalmente comprendieron el sentido de su locura: abajo el pueblo era engullido por el tsunami. Nadie murió en dicha oportunidad.

No sirve de nada una alerta temprana si no se confía también en el sentido de la comunidad y la en la memoria histórica de la misma representada por el abuelo. En Iloca, por ejemplo, los que confiaron en los sabios, se salvaron porque no bajaron del cerro ni a empujones. En Concepción, por el contrario, los saqueos empezaron luego que la intendenta -muy técnica ella- gritó por televisión que el gobierno los había desamparado y que todos iban a morir. Luego, ponerse a resguardo y calmarse, tienen lugar cuando se confía que luego del desastre la vida va a continuar, aunque -como en el caso del pueblo del cuento japonés- se pase hambre por un rato.

Pienso esto también a propósito de la última conmoción nacional. La de este año, cuando católicos y no están sucumbiendo frente a las acusaciones de protección criminal al interior de la Diócesis de Santiago. En los días que siguieron no ha habido asepcia para tratar la noticia. Volviendo sobre el arquetipo detrás del cuento, pienso que en este caso la sabiduría se confundió con la técnica, la "prudencia" que invocó el debido proceso, que de tan técnico que es opaco, y que de tan autopoiético prefiere enfrentar las cosas en silencio pensando que así evita dolor y más tragedia. ¿Es esto verdad? Sinceramente no lo creo, porque ante los anuncios de un desastre tan evidente, ante tantas alertas tempranas, el miedo a crear caos pudo más. Ahora ya no se puede evitar nada, la ola llegó y el resultado terminó por ser peor que el remedio en sí.

Comparando la reacción frente a un terremoto, todo el caso demuestra cuánto poco se confía en la comunidad cristiana y en la sabiduría original depositada en ella. Sobreinstitucionalizada y sobretecnificada, la Iglesia de Santiago ha depositado el saber técnico sólo en solo algunos personajes. Así, temerosos de avisar la tragedia -porque al final abajo ven más individuos que pueblo compacto- no prendieron la llama cuando había que hacerlo. En la ficción, el sabio no temió quemar el alimento. En la realidad, el lider católico si lo tuvo. Pero para ser justos esto sucede también por nuestra creencia que asocia la jerarquía a un dominio técnico incuestionable, sobre el cual actuamos con indiferencia. El cuento dice que el pueblo se salvó cuando subió a interpelar a su memoria y eso es lo que nos corresponde hacer.

En condiciones ideales, la alerta temprana funciona cuando nadie piensa que se va morir, y porque tiene la certeza que la comunidad va a seguir a pesar de todo. Cuando se habla de cultura sísmica esta base es indeclinable. Más allá de la virulencia que ha generado el caso en cuestión, esta es una oportunidad para dejar de lado la impavidez y tomarse en serio eso de que la Iglesia es una comunidad. Y aunque a mí me pele la jerarquía, es ahora cuando hay que recuperar lo que dicen los Hechos: el cuidado de los primeros cristianos recaía siempre entre todos los que estaban ahí.

La próxima vez que haya un aviso de terremoto, nadie debería resultar herido.

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