sábado, 1 de enero de 2011

Integración (sub)cultural

Tantas veces que volví a mis pareceres sobre las fiestas kitsch. Tantas cosas que dije intentando construir un relato con pretensiones intelectuales. Tanto que hice presente mi vanidosa regla para medir la calidad de la cultura cola, intentando descifrar si lo que me resultaba atractivo de aquel ambiente era la sofisticada ironía para bailar al ritmo del "mal gusto" o era el apego uterino a la música que integró mi infancia.

Hoy extraño esas fiestas donde fuí capaz de cantar de corrido todo el repertorio. Y es por eso que, aferrado al bienestar de esos instantes, todavía cargo en el métro algunas canciones del repertorio latino, coloreando de una manera diferente el horizonte haussmaniano de esta ciudad. París y sus piedras monocromáticas se ven muy distinto cantando a Pandora, dejándose llevar por las trompetas de Juan Gabriel o animando la loca fiesta interna con Raffaella Carrá. Quizás porque tal afirmación identitaria me hace presente, indeclinablemente, el hecho que aquí nadie comprenderá este gusto bizarro, que nadie me pescará en bajada si trato de hacer un análisis dadaísta o improvisar alguna explicación sociológica de algo que no tiene ninguna pretensión más que entretener.

Porque al final el kitsh se trata, en gran medida, de elevar a los altares de la expresión artística algo que por su carácter precisamente se aleja del canon de la alta cultura. Y este tipo de música hace la diferencia al romper con su vistosidad la rutina cotidiana. Esta música, que es tan ordinaria para la alta cultura que imponen las élites y que -como diría Bourdieu- lo dejan a uno para siempre convertido en un consumidor de medio pelo: un tejedor del pañito blanco para poner sobre la tele o un mal imitador del modernismo escandinavo comprando un living en Ikea.

Termina el 2010 y yo he vivido sin darme cuenta todo eso. Entonces pienso que el verdadero acto de subversión será saberse de verdad, bien de verdad, las letras de Rocío Jurado y no tener miedo de presentarlas fuera de las cuatro paredes que fueron la Blondie o los innegablemente gozosos carretes colizas de nuestra antigua casa. El verdadero acto de diferencia será experimentar la música subcultural en el real sitio de mi biografía.

Esa manera de vivir la cultura, no como un elemento de posicionamiento social sino como una parte constitutiva de los límites y andamios de lo humano, es lo que finalmente puedo donar al intentar cruzar las fronteras simbólicas de mi extranjería. Una manera de vivir mi cultura que me obliga a tomar conciencia de mí. Que me obliga a ser honesto con mi actual incapacidad de comprender el orgullo identitario que de seguro la Tigresa del Oriente o René de la Vega construyen en algunos individuos pobres, lamentando que tales gustos poco ayudarán para avanzar en la pirámide del bienestar social. Y por el contrario, del otro lado me permite criticar de una buena vez esa maldita suposición donde los homosexuales serían representantes del refinamiento social porque aman la ópera, porque cocinan exquisito o porque se visten con los códigos de la vanguardia. Quienes reproducir esa distinción solo forjan un cliché dentro del discurso de la exclusión.

Lo digo porque los maricas franceses, nuestros patrones del afirulamiento, resulta que también viven su vida con los códigos de lo corriente u ordinario. Su cultura popular es lo que viven en las fiestas, fuera del escrutinio público. Los maricas franceses también ganaron concursos de kermesse escolar imitando estrellas de dudosa elegancia. No son solo teoría de la resistencia, no son solo dialéctica y antropología, son también personas que reemplazan el sueño del Noa-Noa con evocaciones a la soleada Alejandría egipcia, son también quienes reemplazan a la Porotito Verdes y su Mayonesa por los pasos de las Claudettes, son quienes simulan el amor de la Lambada a través de la fiebre de los patines discos. Todas cosas escondidas para los foráneos que algún día imitamos la Galia comiendo croque monsieur en algún bar al final de Ernesto Pinto Lagarrigue.

Por eso ahora el 2011 lo recibí con el regalo de dar un paso adicional dentro de la cultura popular francesa, una que que, igual que en Chile, tiene la misma ambivalencia que la experiencia de todos los hombres. Un buen baile para empezar el año, canciones nuevas que me enseñan nuevos amigos y una buena insinuación en la práctica: todavía estoy a tiempo de aprender a leer Foucault sin perder la alegría basal que brindan todas las coreografías que aprenderé fuera de los libros.


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