viernes, 3 de abril de 2009

Democrático estornudar

Llevo ya tres días resfriado. Quizás un poco más, si considero el día que sentí ese primer escalofrío que avisa que uno hizo el desarreglo que no debía. En mi caso, nadar en una piscina de azotea tratando de rematar este porfiado verano santiaguino.

Claro, la cosa no estaba tan caliente después de todo. El viento que sopla siempre fuerte en el cielo, barrió mis defensas y dos horas después escupía mi primer estornudo. Lo sabía, de ahí en adelante el camino a casa debía pasar antes por la esquina donde venden los pañuelos más baratos, debía aprovisionarme de limón y considerar andar más arropado en la casa.

Una verdadera lata. Yo me niego a estos trámites invernales al menos hasta la primera lluvia. Me niego a reconocer la nariz irritada, culpando para ello al polvo que levantó la demolición que abatió dos casonas viejas a una cuadra de mi edificio. O a la pimienta con la que aliñé la carne. Y es que así como la ropa, las enfermedades también deberían combinar con el entorno.

Aunque confieso que bien en lo profundo, me gusta resfriarme de cuando en cuando. Más bien dicho, agradezco que la sintomatología que acarrean estos bichos sean lo más democrático que existe. Todos sin excepción sucumbimos al menos tres veces al año ante el mandato de la limonada con miel, los aceites mentolados y la seguidillas de capsulitas milagrosas que se pelean la primera fila de la farmacia. Y aunque estén de temporada esos días que el sol se va temprano, nunca se van del todo.

Yo dejo que mi cuerpo haga las cosas por si mismo. Lo del brebaje caliente y la curación casera queda para quien comparte el lecho conmigo. Gesto de ternura o previsión profiláctica, no sé. Pero en ese ritual desganado se forma parte de una humanidad que se retuerce desde el diafragma y hace una reverencia a la naturaleza al estornudar.

No conozco cultura donde toser con la boca destapada sea signo de cortesía. No conozco cuico que no haya tenido la nariz roja de tanto desgaste, ni un pobre que se enferme de manera más dolorosa que áquel. Se que a un lado de la ciudad la gente se mejora antes, puede ser, pero no se libra jamás de ese regalito que viene fijo de habitar en una ciudad, de tocar al prójimo o incluso de hacer un trámite papelero.

Con tal de cooperar en este gesto igualitario, dispongo mi cuerpo para tal afán comunero. Seguro Dios creo esto junto con la serpiente que nos cagó. Pero en el fondo, en el fondo nos recuerda la parcela de humildad que viene de mirar la naturaleza y saber que somos uno más no más.

Frente al resfrío, ni los pañuelos Hermés nos salvan.

No hay comentarios.: